El misterio de Sittaford (5 page)

Read El misterio de Sittaford Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
4.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Tiene la costumbre de regresar a la hora de cenar?

—Por regla general, volvía hacia las siete de la tarde un par de horas más. No siempre, porque a veces el capitán me decía que no era necesario que volviese.

—Por lo tanto, a usted no le sorprendió que ayer tarde no le necesitara, ¿verdad?

—No, señor. Tampoco volví la tarde anterior por causa del mal tiempo, igual que ayer. Mi capitán era un caballero muy considerado, siempre que no viese en uno la intención de eludir el trabajo. Yo le conocía muy bien y todas sus costumbres.

—¿Qué le dijo exactamente?.

—Bueno, pues miró por la ventana y dijo: «Seguro que Burnaby no vendrá hoy.» Y luego añadió: «No me sorprendería que Sittaford estuviese aislado por la nieve. Desde que era un muchacho no recuerdo un invierno como éste.» Se refería a su amigo el comandante Burnaby, quien vivía allí en Sittaford. Venía a visitarlo cada viernes; él y el capitán jugaban al ajedrez y resolvían acrósticos. Y cada martes mi capitán iba a casa del comandante Burnaby. Mi amo era un hombre muy regular en sus costumbres. Entonces, me dijo: «Puedes irte ahora, Evans, y no hace falta que vengas hasta mañana por la mañana.»

—Además de lo que dijo referente al comandante Burnaby, ¿no habló de que esperase alguna visita aquella tarde?

—No, señor, ni una palabra.

—¿Y no observó si en sus palabras o en su actitud se notaba algo inusitado o diferente de lo normal?

—No, señor; nada que yo pudiera observar.

—¡Bien! Ahora, Evans, le diré que me han dicho que usted se ha casado hace poco.

—Sí, señor, con la hija de Mrs. Belling, la de Las Tres Coronas. Hará cosa de dos meses, señor.

—¿Y no le desagradó eso al capitán Trevelyan?

Por el rostro de Evans cruzó una ligerísima mueca.

—No puso muy buena cara cuando se enteró el capitán. Mi Rebeca es una buena muchacha y una excelente cocinera; yo pensaba que podíamos trabajar juntos en casa del capitán, pero él... bueno, ¡no quiso ni oír hablar de eso! Dijo que nunca tendría mujeres a su servicio. En resumen, señor, las cosas estaban un poco embarrancadas hasta que llegó esa señora sudafricana y manifestó que deseaba alquilar la casa de Sittaford durante este invierno. El capitán le arrendó su mansión y nos trasladamos a este pueblo, donde yo alquilé una casa y empecé a venir cada día por aquí para servir a mi amo. No hace falta que le diga, señor, que mantenía la esperanza de que al acabarse el invierno mi capitán se dejara convencer y permitiera que Rebeca y yo volviéramos con él a Sittaford. Además, ni siquiera se hubiese enterado nunca de que ella estaba en la casa porque no saldría de allí, y ya se las arreglaría para no encontrárselo por la escalera.

—¿Tiene alguna idea de lo que podía haber tras esa aversión que el capitán Trevelyan sentía por las mujeres?

—Ninguna, señor. Creo que no era más que una costumbre suya. He conocido a muchos caballeros así antes que a él. Si me pide mi opinión, le diré que no es ni más ni menos que timidez. Alguna joven dama les da calabazas cuando son muchachos... y de ahí viene la costumbre de esquivarlas.

—El capitán Trevelyan no estaba casado, ¿verdad?

—No, señor, desde luego que no.

—¿Qué parientes tenía? ¿Los conoce?

—Creo que una hermana suya vivía en Exeter, y me parece haberle oído mencionar uno o varios sobrinos.

—¿No vino nunca ninguno de ellos a verlo?

—No, señor, creo que estaba reñido con su hermana.

—¿Sabe el nombre de esa señora?

—Gardner, señor; pero no lo aseguraría.

—¿Conoce su dirección?

—Me temo que no, señor.

—Bueno, evidentemente la encontraremos cuando se revisen los papeles del capitán. Ahora, Evans, ¿qué hizo ayer tarde desde las cuatro en adelante?

—Estuve en mi casa, señor.

—¿Dónde vive?

—Aquí cerca, nada más volver la esquina, en el 85 de Fore Street.

—¿No salió para nada?

—Desde luego que no, señor. ¡La nieve caía que daba gusto!

—Bien, está bien. ¿Hay alguien que pueda ratificar su declaración?

—Dispénseme, señor, no comprendo...

—Le pregunto si hay alguna persona que sepa con seguridad que usted estuvo en su casa a la hora del crimen.

—Mi esposa, señor.

—¿Estaban ella y usted solos en la casa?

—Sí, señor.

—Muy bien, no dudo de que todo eso sea cierto. Por el momento, eso es todo, Evans.

El ex marinero dudaba, como si quisiera añadir algo, apoyándose alternativamente ya en un pie ya en el otro.

—¿Puedo ayudar en algo aquí, señor, arreglando este desorden...?

—No, todo lo que hay en la casa se ha de dejar exactamente tal cual está hasta nueva orden.

—Comprendido, señor.

—Lo mejor que puede hacer es esperar aquí mismo hasta que yo complete mi inspección —dijo Narracott—, para el caso de que necesite preguntarle alguna otra cosa.

—Muy bien, señor.

El inspector Narracott pasó su mirada desde Evans a la habitación. La entrevista había tenido lugar en el comedor. La mesa estaba puesta con la cena del día anterior: lengua fría, varios entremeses, un queso Stilton y un plato de galletas; y sobre un hornillo de gas colocado encima de la chimenea, había una cacerola que contenía sopa. En una mesita auxiliar se veía un sacacorchos, un sifón y dos botellas de cerveza. El inspector también vio un buen número de artísticas copas de plata y con ellas, cosa incongruente, tres novelas muy flamantes.

El inspector Narracott examinó detenidamente una o dos de las copas y leyó las inscripciones grabadas en ellas.

—Se ve que el capitán Trevelyan era un buen deportista —observó.

—Sí, señor, ¡vaya si lo era! —exclamó Evans—. Toda su vida fue un gran atleta.

El inspector Narracott leyó los títulos de las novelas:
El amor echa la llave, Los alegres hombres de Lincoln y Prisionero del amor.

—¡Hum...! El gusto del capitán en cuestión de literatura me parece un tanto incongruente.

—¡Oh! Eso, señor... —Evans sonrió—. Es que esos libros no los tenía ahí para leerlos, señor. Se trata de premios que ganó en un concurso de nombres de trenes. El capitán envió diez soluciones, cada una de ellas bajo diferentes nombres, incluyendo el mío, porque supuso que el 85 de Fore Street era una dirección muy apropiada para ganar un buen premio. Según él, cuanto más vulgares son un nombre y una dirección, más probable es que resulten premiados. Y lo bueno del caso es que la solución que iba a mi nombre sacó el premio, aunque no el de las dos mil libras, sino sólo el de esas tres novelas que, en mi modesta opinión, son de esa clase de novelas por las que nadie pagaría ni un penique.

Narracott sonrió. Luego, repitiéndole a Evans que le esperase allí, continuó su inspección. Observó que en una de las esquinas del comedor había un gran armario acristalado. Era tan grande, que casi parecía constituir una pequeña habitación en sí mismo. En su interior, colocados de cualquier modo, vio dos pares de esquís, un par de remos, diez o doce colmillos de hipopótamo, cañas de pescar, sedales y varios avíos y accesorios de pesca entre los que figuraban un tratado sobre la pesca con mosca; también había una bolsa con palos de golf, una raqueta de tenis, un pie de elefante relleno y una piel de tigre. Se veía claramente que cuando el capitán Trevelyan alquiló la casa de Sittaford amueblada, retiró sus más preciados efectos, temeroso de la influencia femenina.

—¡Vaya una idea la de traerse con él todos esos trastos! —comentó el inspector—. Alquiló su casa sólo por pocos meses, ¿no es así?

—Exacto, señor.

—Seguro que podía haber dejado estas cosas encerradas bajo llave en la casa de Sittaford.

Por segunda vez en el curso de esta entrevista, Evans sonrió.

—Ése hubiera sido el modo más fácil de hacerlo. ¡No hay armarios en aquella casa! El arquitecto y el capitán la proyectaron juntos, pero sólo una mujer podría comprender lo que vale un cuarto de armarios. Además, como usted mismo ha indicado, señor, hubiera sido lo más sensato. Acarrear todas estas cosas hasta aquí fue un duro trabajo, ¡se lo aseguro! Pero el capitán no toleraba la idea de que alguien pudiese revolver sus recuerdos. Y por muy bien que se encierren, aunque sea bajo siete llaves, él decía que una mujer siempre hubiera encontrado el modo de llegar a ellos. «Curiosidad femenina», le llamaba a esto. Casi es mejor no encerrar con llave lo que uno no quiere que las mujeres toquen. Por lo tanto, mi amo decidió traérselo todo con él, y así estaba seguro de que estaban a salvo. Así que nos vinimos con todo eso, y ya le digo que fue un trabajo pesado y también que resultó un poco caro; pero ya ve usted, en estas cosas, el capitán era como un niño.

Evans tuvo que hacer una pausa, pues su larga perorata le había dejado sin aliento.

El inspector Narracott asintió pensativamente, con lentas inclinaciones de cabeza. Había otro punto acerca del cual deseaba también informarse y le pareció que el momento era propicio ya que el asunto salía a relucir de un modo natural.

—Esa Mrs. Willett —dijo como por casualidad—, ¿era alguna antigua amiga o conocida del capitán?

—¡Oh, no, señor! Completamente desconocida para él.

—¿Está bien seguro de esto?

—Bueno... —la severidad de la pregunta dejó al antiguo marino un poco desconcertado—, en realidad el capitán no me dijo nunca tal cosa, pero... ¡oh, sí, estoy seguro!

—Lo pregunto —explicó el inspector— porque resulta muy curioso que alquilase su casa en esta época del año. Por otra parte, si esa Mrs. Willett hubiese estado relacionada con el capitán Trevelyan y conociera ya la casa, era más natural que se le ocurriera escribirle a él proponiéndole que se la alquilase.

Evans negó con la cabeza.

—Fueron los agentes inmobiliarios, esos Williamson, los que escribieron diciendo que tenían una oferta de una señora.

El inspector Narracott arrugó el entrecejo. Aquel negocio del alquiler de la casa de Sittaford le parecía cada vez más extraño.

—Supongo que el capitán Trevelyan y Mrs. Willett celebrarían alguna entrevista, ¿verdad? —le preguntó a Evans.

—¡Oh, sí! Ella vino a ver la casa y mi amo la acompañó durante la visita.

—¿Y está totalmente seguro de que no se habían visto antes de aquel día?

—¡Oh, muy seguro!

—¿Y sabe si... si ellos... —el inspector se interrumpió, como si tratase de articular la pregunta de una forma que resultara natural—... si la entrevista se desarrolló sin problemas? Quiero decir como buenos amigos.

—Por parte de la dama, sí, señor —y una ligera sonrisa cruzó por los labios de Evans—. Mucho más que por parte de él, como podría decirse. Admiró mucho la casa y le preguntó si él la había proyectado cuando la construyeron. Ella estuvo la mar de amable.

—¿Y el capitán?

La sonrisa de Evans aumentó.

—Esa señora tan extremada no fue capaz de fundir el hielo de él. Mi amo era educado, pero nada más. Y no aceptó ninguna de las invitaciones de ella.

—¿Invitaciones?

—Sí, le dijo que siguiera considerando la casa como suya en todo momento y que se dejase ver de vez en cuando... sí, eso fue lo que le dijo: que se dejase ver; pero no es tan fácil «dejarse ver» en una casa cuando uno vive a seis millas.

—¿Ella parecía ansiosa de... bien.... de ver al capitán, de relacionarse con él?

Narracott reflexionaba. ¿Cuál fue la verdadera razón para alquilar la casa? ¿Fue tan sólo un subterfugio para conquistar la amistad del capitán Trevelyan? ¿Era ése el auténtico propósito de la dama? Probablemente, no se le pudo ocurrir que el capitán se marchase a vivir a la lejana ciudad de Exhampton. Tal vez pensó que se mudaría a cualquiera de los chalés inmediatos, acaso como huésped del comandante Burnaby.

La respuesta de Evans no le sacó de dudas.

—Esa señora es muy hospitalaria, por todos los conceptos. Todos los días tiene algún invitado a almorzar o a cenar.

Narracott asintió. Ya no sacaría más información de allí. Pero decidió celebrar una entrevista con Mrs. Willett en cuanto le fuera posible. Había que poner en claro la causa de su brusca e improvisada llegada.

—Venga conmigo, Pollock, subamos al piso superior.

Dejaron a Evans en el comedor y se marcharon a inspeccionar las habitaciones de arriba.

—Es un buen hombre, ¿no le parece? —preguntó el sargento en voz baja, volviendo la cabeza y señalando con un ademán hacia la cerrada puerta del comedor.

—Eso parece —dijo el inspector—, pero nunca sabe uno a qué atenerse. Sea lo que sea, ese tipo no tiene un pelo de tonto.

—No, es un tipo inteligente.

—Su historia parece muy convincente —continuó diciendo el inspector—. Se ha expresado con perfecta claridad y muy en su puesto. Aunque, como acabo de decir, ¡cualquiera sabe!

Y tras este comentario, muy propio de su minucioso y desconfiado carácter, el inspector procedió a examinar las habitaciones del primer piso.

Había tres dormitorios y un cuarto de baño. Dos de los primeros estaban vacíos y se veía claramente que no se usaban desde hacía muchas semanas. La tercera alcoba, que utilizaba el capitán Trevelyan, aparecía en perfecto y exquisito orden. El inspector Narracott la revisó de arriba a abajo, sin dejar ni un cajón por abrir ni un armario por registrar. Todo estaba en su sitio. Se advertía que aquella era la habitación de un hombre casi fanático en sus hábitos de pulcritud. Narracott finalizó su inspección y echó una mirada hacia el cuarto de baño contiguo. Allí también todo estaba en orden. Examinó por última vez la cama, primorosamente preparada para acostarse, con el embozo abierto hacia abajo, el pijama bien doblado y preparado para su uso.

Entonces, meneó la cabeza.

—Aquí no hay nada —murmuró.

—No, inspector, todo está en perfecto orden.

—Pero hay que revisar uno por uno los papeles que contenga el escritorio del despacho. Conviene que se ocupe de ello, Pollock. Le diremos a Evans que ya puede irse. Más tarde, puedo hacerle una visita en su propia casa.

—Muy bien, señor.

—También pueden retirar el cadáver. Me gustaría ahora ver a Warren, aprovechando que estoy aquí. Vive cerca de esta casa, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿En la misma dirección de Las Tres Coronas o en la opuesta?

—Está al otro extremo de la calle, inspector.

—Entonces, empezaré por ir a Las Tres Coronas. ¡Adelante, sargento!

Other books

Scarface by Andre Norton
Sno Ho by Ethan Day
Scarred by C. M. Steele
Songbird by Josephine Cox
Prince in Exile by Carole Wilkinson
Mist Warrior by Kathryn Loch
Her Scottish Groom by Ann Stephens