Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—Son ustedes muy amables —comentó Emily.
—Y por mi parte, pienso abrir muy bien mis ojos y mis oídos para enterarme de todo lo que ocurra y se diga por aquí —explicó Mrs. Belling, representando con gran satisfacción su papel en aquel romance— Hay muchas cosillas que una oye y que no llegan hasta la policía. Cualquier detalle del que me entere se lo comunicaré a usted, querida.
—¿De verdad que lo hará?
—Ni más ni menos. No se preocupe, querida, que entre todos sacaremos pronto de este lío a su joven caballero.
—Debo preparar mi equipaje —dijo Emily levantándose y dirigiéndose a la puerta.
—Le enviaré el té a su habitación —indicó Mrs. Belling.
Emily subió la escalera, guardó los bártulos en su maletín, se refrescó los ojos con agua fría y se aplicó una buena capa de polvos.
«Has de estar muy guapa para lo que viene ahora —se dijo a sí misma ante el espejo. Y se puso aún más polvos, retocándose los labios con su barrita de carmín—. Es curioso —comentó la joven—, ¡qué bien me siento ahora! Valía la pena representar esa escenita.»
Después tocó el timbre. La doncella, aquella simpática cuñada del agente Graves, acudió con gran prontitud y Emily le dio un billete de una libra, rogándole encarecidamente que le comunicase cualquier información que pudiera conseguir de un modo indirecto acerca de las actividades policíacas. La muchacha se lo prometió de buena gana.
—¿Va a casa de Mrs. Curtis, allí en Sittaford? Con mucho gusto, señorita. Haré todo lo que pueda por servirla. Aquí todos la queremos, señorita, más de lo que pueda pensar. He pensado a todas horas: «Figúrate que esto nos hubiera ocurrido a mí y a Fred», y no cesaba de reflexionar sobre ello. Yo me volvería loca. La menor cosa que oiga se la comunicaré en seguida, señorita.
—Es usted un ángel —comentó Emily.
—Aquí ocurre igual que en una novela de seis peniques que compré el otro día en los almacenes Woolworth. Se titula:
Los asesinos de la jeringuilla.
¿Y sabe lo que les sirvió para descubrir quién era el verdadero asesino? Pues un trocito de lacre corriente y vulgar. Su novio es muy bien parecido, señorita, ¿no es verdad? No se parece nada a ese retrato suyo que han publicado los periódicos. Le aseguro
que haré todo lo que pueda, señorita, tanto por usted como por él.
Después de convertirse en el centro de la atención romántica de aquel pueblo, Emily salió de Las Tres Coronas no sin haberse bebido a la fuerza la taza de té prescrita por Mrs. Belling.
—A propósito —le dijo a Enderby cuando el viejo Ford emprendió la marcha—, no se le olvide que desde ahora es primo mío.
—¿Cómo es eso?
—Hay que prevenirse contra las mentes puritanas de la localidad —dijo Emily— y he pensado que así sería mejor.
—¡Magnífico! En ese caso —replicó Mr. Enderby, aprovechando la oportunidad que se le presentaba—, lo mejor será que nos tuteemos, que la llame a usted, sencillamente, Emily.
—Muy bien dicho, primo. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Charles.
—Bonito nombre. Charles.
El automóvil enfiló la pronunciada subida del camino de Sittaford.
Emily quedó fascinada al ver por primera vez el panorama de Sittaford. Se desviaron de la carretera principal a unas dos millas después de haber salido de Exhampton, y ascendieron por un camino que atravesaba agrestes páramos, hasta que llegaron a la aldea, situada precisamente al final de aquel páramo. El pueblo se componía de una pequeña herrería, una oficina de Correos, que al mismo tiempo era pastelería. Desde allí siguieron una vereda que les condujo a una hilera de pequeños chalés de granito recientemente construidos. El automóvil se detuvo ante la puerta del segundo de ellos y el conductor les informó de que se hallaban ante la casa de Mrs. Curtis.
Ésta era una mujer pequeña y delgada, de cabellos grises, cuyo aspecto revelaba un carácter enérgico y gruñón a todas horas. Estaba trastornada ante las noticias del asesinato, que hasta aquella mañana no habían llegado a Sittaford.
—Sí, claro que se alojará en mi casa, señorita, y también a su primo, si es tan amable de esperarse un poco hasta que cambie algunos muebles de sitio. Supongo que no les importará comer con nosotros, ¿verdad? ¡Quién lo hubiese pensado! ¡El capitán Trevelyan asesinado, y una encuesta judicial! Pues nosotros hemos estado aislados del mundo desde el viernes por la mañana y hoy, cuando han llegado estas terribles noticias, me he quedado de una pieza. «La muerte del capitán —le dije a mi marido— es una prueba de la maldad que hay ahora en el mundo». Pero les estoy entreteniendo con mi charla. Dispénseme, señorita. Haga el favor de entrar y el caballero también. Tengo la tetera en el fuego y les voy a servir una taza ahora mismo, porque deben de estar helados después de un viaje tan molesto, aunque hoy hace más calor si se compara con lo que hemos pasado. Por estos alrededores teníamos ocho y hasta diez pies de nieve.
Sumergidos en este mar de charlatanería, Emily y Charles Enderby visitaron su nuevo alojamiento. A la joven le prepararon una pequeña habitación cuadrada que daba al exterior, escrupulosamente limpia, desde la cual se divisaba la loma y el faro de Sittaford. El dormitorio de Charles era estrecho como un trozo de pasillo, con una ventana en la fachada principal de la casa, frente al camino, que contenía una pequeña cama, una microscópica cómoda con tres cajones y una palangana.
«Bueno, la cuestión es que ya estamos aquí», se dijo el periodista, después de que el chófer pusiera su maleta sobre la cama y de haberle pagado el viaje y la correspondiente propina. «Si ahora no nos enteramos en menos de un cuarto de hora de todo lo que merezca ser conocido acerca de cada una de las personas que viven en este pueblucho, me comeré el sombrero.»
Diez minutos más tarde, ambos jóvenes estaban sentados en la confortable cocina de la casa, donde fueron presentados a Mr. Curtis, un viejo de pelo gris y aspecto arisco, y al mismo tiempo fueron obsequiados con un té espeso, pan con mantequilla, nata de Devonshire y huevos duros. Mientras bebían y comían, escuchaban lo que se decía. Al cabo de media hora, estaban enterados de todo lo que podía saberse relativo a los habitantes de la pequeña comunidad.
En primer lugar, había una tal miss Percehouse, que vivía en el chalé número 4, una solterona de edad tan incierta como su carácter que se había instalado allí seis años antes, sin otra finalidad que esperar tranquilamente la hora de su muerte, de ser cierto lo que decía Mrs. Curtis.
—Pero lo crea o no, señorita, el aire de Sittaford es tan saludable que esa mujer se está reponiendo desde el día que llegó. Este aire es maravillosamente puro para los pulmones. Miss Percehouse tiene un sobrino que algunas veces viene por aquí a visitarla —continuó diciendo la parlanchina mujer— y precisamente ahora vive con ella en su casa. Hay que vigilar para que el dinero no salga de la familia, eso es, ni más ni menos, lo que hace el pollo. Porque no es muy divertido para un joven caballero residir aquí en esta época del año. Sin embargo, siempre hay algún modo nuevo de divertirse; y digo esto porque la llegada de ese caballero ha sido providencial para la joven dama de la mansión Sittaford. ¡Pobrecilla, la compadezco! No ha sido una idea muy feliz traerla a pasar el invierno a esa gran casona. Algunas madres son muy egoístas. La muchacha es muy bonita, dicho sea de paso. Y al joven Ronald Gardfield lo verá en casa de ella tan a menudo como le sea posible, sin olvidar tampoco a la vieja miss Percehouse.
Charles Enderby y Emily se cruzaron significativas miradas. El primero recordaba que Ronald Gardfield había sido mencionado como uno de los que formaban el grupo que se entretuvo jugando con los espíritus.
—Y esa chalé que hay al lado del mío, el número 6 —continuó Mrs. Curtis—, acaba de ser alquilado. Lo ha arrendado un caballero que se llama Duke. Bueno, llamémosle caballero si a ustedes les parece bien; desde luego, tal vez lo sea, aunque también puede no serlo. No se sabe nada de él; la gente no está tan enterada en estos tiempos como antes acostumbraba a estarlo. Él ha procurado pasar inadvertido de la manera más disimulada posible. Al parecer, es un hombre tímido. A juzgar por su aspecto, se podría creer que ha sido militar, pero de todos modos, si lo ha sido, no se le han pegado mucho los modales del ejército. No se puede decir lo mismo del comandante Burnaby; en él se reconoce al antiguo militar desde el primer momento en que se le echa los ojos encima.
»En el número 3 vive Mr. Rycroft, un viejecito. Se dice que este señor iba a cazar pájaros a tierras extrañas para el Museo Británico. Creo que es lo que llaman naturalista. Casi siempre está fuera de su casa, paseando por el páramo mientras el tiempo se lo permite, y tiene una magnifica biblioteca con muchos libros. Su casa está casi toda llena de estanterías.
»En el número 2 está un señor inválido, el capitán Wyatt, con un criado indio. Ese pobre hombre siente mucho el frío, ¡vaya si lo siente! Me refiero al criado, no al capitán, y eso no tiene nada de particular, viniendo de ese país tan cálido. El calor artificial que mantiene dentro de su casa les espantaría a ustedes. Entrar allí es como meterse en una estufa.
»El número 1 es la vivienda del comandante Burnaby. Este señor vive solo y yo voy por la mañana muy temprano a ayudarle en las faenas de la casa. Es un caballero muy correcto, ya lo creo, aunque tiene algunas rarezas. Él y el capitán Trevelyan estaban tan estrechamente unidos como ladrones de la misma banda. Eran amigos de toda la vida. Ambos tienen colgadas en las paredes de sus casas la misma clase de cabezas y trofeos de caza.
»En cuanto a Mrs. Willett y su hija, nadie puede decir nada de ellas. Allí sobra el dinero. Compran en casa de Amos Parker, en Exhampton, y ese tendero me ha dicho que su cuenta semanal sube siempre a más de ocho o nueve libras. ¡Les parecería increíble la cantidad de huevos que consumen en aquella casa! Se trajeron aquí las doncellas que tenían en Exeter, pero a ellas no les gusta esta vida y quieren dejar la casa, cosa que no puedo censurarles. Mrs. Willett las envía a Exeter dos veces por semana en su propio automóvil y, gracias a eso y a lo bien que viven en la casa, aceptan continuar sirviendo en ella. Pero si me preguntan mi opinión, les diré que es muy extraño que una dama elegante como esa señora se entierre por gusto en un lugar como éste. En fin, supongo que ya les he molestado bastante con mi charla y que lo mejor será que me ponga a lavar los cacharros del té.
Y diciendo esto, la buena mujer se tomó un respiro, en lo que la imitaron Charles y Emily. Aquel torrente de información obtenida con tan poco esfuerzo les había dejado abrumados.
Charles se aventuró a lanzar una pregunta:
—¿Sabe si ha regresado ya el comandante Burnaby?
Mrs. Curtis se quedó parada bandeja en mano.
—Sí, señor, ya lo creo que ha vuelto. Llegó, paso tras paso, algo así como una media hora antes de que ustedes se presentaran. «¡Eh, señor!», le grité al verlo. «Supongo que no habrá recorrido a pie todo el camino desde Exhampton.» Y él me contestó con su más severo tono: «¿Por qué no? Un hombre que tiene dos buenas piernas no necesita cuatro ruedas. Ya sabe usted, Mrs. Curtis, que yo hago este recorrido una vez a la semana sin falta.» «¡Oh, sí, señor!», repliqué yo. «Pero en las circunstancias actuales es muy distinto. Después del disgusto que le habrá producido ese asesinato, y de las molestias de la policía y de la encuesta judicial, es maravilloso que aún le queden fuerzas para hacer esa caminata.» Mas él se limitó a refunfuñar un poco y siguió andando hacia su casa. Me pareció que tenía muy mala cara. Es un milagro que pudiese llegar a Exhampton aquella terrible noche del viernes. A eso le llamo yo ser valiente, porque hay que tener en cuenta su edad. ¡Caminar de ese modo y recorrer tres millas bajo una furiosa tempestad de nieve! Ustedes dirán lo que quieran, pero los jóvenes de nuestros días no son ni sombra de lo que fueron sus abuelos. Ese Mr. Ronald Gardfield, por ejemplo, nunca hubiese hecho una cosa semejante, y en mi opinión, que es también la de Mrs. Hibbert, la empleada de Correos, e igualmente la de Mr. Pound, el herrero, el joven Gardfield no debió nunca dejarle salir solo como lo hizo en una noche tan peligrosa. Su obligación era acompañarlo. Si el comandante Burnaby hubiese perecido víctima de un alud, todo el mundo le hubiera echado la culpa a Mr. Gardfield. Así son las cosas.
Terminada su perorata, desapareció triunfalmente por la puerta del fregadero entre el repiqueteo de los cacharros del té.
Mr. Curtis se pasó su vieja pipa, con ademán reflexivo, desde el lado derecho de la boca al izquierdo.
—Las mujeres —comentó— tienen charla para rato. —y tras una pausa, murmuró—: Y la mitad de las veces no saben nada de lo que hablan.
Emily y Charles escucharon su sentencia sin romper el silencio. Convencidos de que, por el momento, no era probable que obtuvieran más noticias, el periodista comentó en voz baja y aprobadora:
—Eso es muy cierto. Sí, es la pura verdad.
—¡Ah! —exclamó Mr. Curtis, y cayó en un placentero y contemplativo silencio.
Charles se puso de pie.
—Estoy pensando que debo salir y tratar de ver al viejo Burnaby —dijo— para advertirle que las fotografías las haremos mañana por la mañana.
—Yo iré contigo —replicó Emily—. Necesito saber qué piensa realmente el comandante acerca de mi pobre Jim y qué ideas tiene respecto al crimen en general.
—¿Tienes algunas botas de goma o algo por el estilo? Te advierto que está todo terriblemente fangoso.
—Me compré unas magníficas botas Wellington en Exhampton —contestó Emily.
—¡Qué práctica eres! Piensas en todo.
—Desgraciadamente —respondió la joven—, esto no te ayuda mucho a descubrir quién cometió al asesinato. Cualquiera se atrevería a meterse a asesino —añadió pensativa.
—Bueno, no vayas a asesinarme por eso —comentó el joven periodista con cierto sarcasmo.
Y ambos salieron juntos. Mrs. Curtis regresó inmediatamente a la cocina.
—Se han ido a casa del comandante —le explicó su marido.
—¡Ah! —exclamó la buena mujer—. Dime, ¿qué piensas tú de todo esto? ¿Son novios o no lo son? He oído contar que a los primos que se casan les esperan una serie de calamidades: sus hijos nacen sordomudos o medio idiotas, y otras desgracias por el estilo. Él la trata con una dulzura que se advierte en seguida. En cuanto a ella, es sagaz y astuta como mi tía abuela Sarah Belinda, ¿no te parece? Sabía sacar partido de ella misma y de todos los hombres. Me pregunto detrás de qué va. ¿Sabes lo que estoy pensando, Curtis?