El misterio de Sittaford

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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Mientras la nieve cae en el pueblecito de Sittaford, sus escasos habitantes se reúnen en una sesión casera de espiritismo con un velador que anuncia el asesinato de un convecino: el capitán Trevelyan. Estupor e incredulidad, aunque a la postre los hechos dan la razón al espíritu. La policía detiene finalmente al sobrino y heredero del muerto. La novia del inculpado y un periodista de prensa sensacionalista no se dan por satisfechos e investigan por su cuenta.

Agatha Christie

El misterio de Sittaford

ePUB v1.0

Ormi
17.09.11

Título original:
The Sittaford Mystery

Traducción: José María Álvarez

Agatha Christie, 1934

Edición 1985 - Editorial Molino - 256 páginas

ISBN: 8427201079

A

M E M

con quien discutí la trama de esta novela,

con gran alarma de los que nos rodeaban

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BELLING
: Dueña de la posada Las Tres Coronas.

BURNABY
, John: Comandante retirado del ejército inglés e íntimo amigo del asesinado Trevelyan.

CURTIS
, George: Jardinero.

CURTIS
, Amalia: Charlatana esposa del anterior.

DACRES
: Abogado de Emily Trefusis.

DERING
, Martin: Excelente novelista y marido de Sylvia Pearson.

DUKE
: Aficionado a los pájaros y a las plantas; viejo y arisco inquilino de Trevelyan.

ENDERBY
, Charles: Periodista destacado del diario Daily Wire.

EVANS
, Robert: Fiel criado de Trevelyan.

GARDNER
, Jennifer: Hermana de Trevelyan con la que éste no se trataba.

GARDNER
, Robert: Esposo de la anterior.

GARDFIELD
, Ronald: Joven sobrino de la anciana Mrs. Percehouse.

KIRKWOOD
, Frederick: De la firma Walters & Kirkwood, abogados de Trevelyan.

NARRACOTT
: Inspector de policía de la ciudad de Exeter encargado de investigar el crimen de Sittaford.

PEARSON
, Brian, James y Sylvia: Hijos de Mary, difunta hermana del asesinado Trevelyan.

PERCEHOUSE
, Caroline: Anciana solterona, inquilina de Trevelyan y tía de Gardfield.

REBECA
: Esposa de Evans e hija de la dueña de Las Tres Coronas.

RYCROFT
: Anciano naturalista aficionado a la criminología.

TREFUSIS
, Emily: Agraciada joven, prometida de James Pearson, maniquí de una célebre casa de modas y protagonista de esta novela.

TREVELYAN
, Joe: Capitán retirado propietario de varias fincas.

VIOLET
: Hermosa hija de Mrs. Willett.

WARREN
: Médico de Exhampton.

WILLETT
: Señora al parecer rica quien, procedente de las colonias africanas, se instala en Sittaford.

WYATT
: Capitán retirado e inválido que vive en una de las fincas de Trevelyan.

Capítulo I
 
-
La mansión de Sittaford

El comandante Burnaby se calzó las botas de goma, se abrochó bien el cuello del abrigo, tomó de un estante cercano a la puerta una linterna protegida contra el viento y abrió con cautela la puerta principal de su pequeño chalé y atisbo el exterior.

La escena que presenciaron sus ojos era típica de la campiña inglesa, tal como la representan las tarjetas de felicitación de Navidad y los melodramas pasados de moda. Por todas partes se veía nieve acumulada en espesos montones, no un mero blanco manto de una o dos pulgadas de espesor. Durante los cuatro últimos días, había nevado copiosamente en toda Inglaterra y, en aquella región de los alrededores de Dartmoor, se había alcanzado espesores de varios pies. Los vecinos de toda la comarca se quejaban de la infinidad de cañerías que se reventaban por causa de aquel frío y el que tenía un amigo fontanero (aunque sólo fuese un aprendiz) se consideraba el más afortunado del mundo.

Para la pequeña aldea de Sittaford, siempre apartada del resto del mundo y entonces casi aislada de él, los rigores del invierno constituían un serio problema.

El comandante Burnaby, sin embargo, era un hombre decidido. Resopló un par de veces, gruñó una sola vez y se lanzó resuelto hacia la nieve.

No iba muy lejos. Recorrió ligero un corto sendero batido por el viento, atravesó la puerta de un cercado y subió por un camino, parcialmente despejado de la nieve que lo cubría, hasta una casa de granito de considerable tamaño.

Una pulcra doncella le abrió la puerta de entrada y ayudó al comandante a quitarse su pesado abrigo, las botas y la vieja bufanda.

Le abrieron una puerta y entró en una habitación que daba la impresión de parecer otro mundo.

A pesar de que sólo eran las tres y media de la tarde las cortinas estaban echadas, las luces eléctricas brillaban encendidas y un agradable fuego ardía en la chimenea. Dos damas que lucían trajes de tarde se levantaron para saludar al valiente anciano militar.

—Le agradezco que haya venido, comandante Burnaby —dijo la de más edad.

—De ningún modo, Mrs. Willett, de ningún modo. Usted sí que ha sido amable al invitarme —replicó el comandante estrechando las manos de ambas.

—Mr. Gardfield vendrá enseguida —explicó Mrs. Willett—, y también Mr. Duke. Y Mr. Rycroft
dijo
que vendría, pero no es muy de esperar a su edad y con este mal tiempo. Realmente, es
demasiado
desagradable y se siente la necesidad de hacer algo que ayude a mantener el buen humor. Violet, pon otro tronco en la chimenea.

El comandante se levantó galantemente para ponerlo él.

—Permítame, miss Violet —dijo.

Colocó el tronco con gran maestría en el centro del fuego y regresó una vez más al sillón que la dueña de la casa le había indicado. Procurando que no se notase, lanzó encubiertas miradas a su alrededor, asombrado de que un par de mujeres pudiesen alterar de ese modo el aspecto de una habitación y todo ello sin hacer nada extraordinario que destacase a primer golpe de vista.

La casa de Sittaford había sido construida hacía diez años por el capitán Joseph Trevelyan, cuando se retiró de la Armada. Era un hombre acaudalado y siempre habla tenido muchas ganas de residir en Dartmoor. Escogió el pueblecito de Sittaford, que no estaba escondido en el rondo de un valle, como la mayor parte de las aldeas y granjas, sino que escalaba con sus casitas una enhiesta loma, bajo la sombra del faro de Sittaford. Adquirió allí una buena extensión de terreno y edificó en ella una casa confortable, provista de su propio generador de electricidad para el alumbrado y una bomba que realizara el trabajo de bombear agua. Además, para hacer más rentable su propiedad, construyó también seis pequeños chalés, cada uno sobre una parcela de unos mil metros cuadrados y a lo largo del camino.

El primero de esos chalés, es decir el colindante con su jardín particular, se lo cedió a su viejo amigo y camarada, John Burnaby; las restantes se vendieron poco a poco, pues aún quedaban algunas personas que, por capricho o por necesidad, gustaban de vivir fuera del mundo. El pueblo, en realidad, se componía tan sólo de tres pintorescas pero abandonadas casas de campo, una herrería y una combinación de oficina de correos y pastelería. La ciudad más cercana, Exhampton, dista de allí seis millas y se llega a ella por una fuerte pendiente que requirió colocar este cartel: «¡Conductores, poned la primera!», tan popular en las carreteras de la región de Dartmoor.

El capitán Trevelyan, como ya se ha dicho, disfrutaba de una excelente posición. A pesar de esto, o quizá por eso mismo, era un hombre que sentía una irrefrenable pasión por el dinero. A finales de octubre, un agente inmobiliario domiciliado en Exhampton le escribió una carta en la que le preguntaba si le interesaría alquilar su mansión de Sittaford. Un presunto inquilino se había interesado por ella y deseaba arrendarla durante el invierno.

El primer impulso del capitán Trevelyan fue el de rechazar la proposición. El segundo consistió en solicitar más detalles. Resultó que la persona interesada era Mrs. Willett, una viuda con una hija que acababa de llegar de Sudáfrica y deseaba instalarse en Dartmoor para pasar allí el invierno.

—¡Maldita sea! ¡Esa mujer debe de estar loca! —exclamó el capitán Trevelyan—. ¡Eh, Burnaby! ¿No piensas tú lo mismo?

Burnaby lo pensaba también y así se lo manifestó con el mismo acaloramiento que el empleado por su amigo.

—De todos modos —añadió—, no tienes porqué alquilársela. Deja que esa chiflada se vaya a cualquier otro lugar, si es que tiene ganas de congelarse. ¡Hay que ver, viniendo como viene de Sudáfrica!

Pero en aquel momento, entró en juego la codicia del capitán Trevelyan. Una oportunidad así de alquilar su casa en pleno invierno no se le presentaría una sola vez entre cien. Volvió a escribir preguntando qué alquiler estaba dispuesta a pagar la solicitante.

Una oferta de doce guineas a la semana cerró las negociaciones. El capitán Trevelyan se fue a Exhampton, alquiló allí una modesta casa en las afueras que le costaba dos guineas
[1]
por semana, y le arrendó su mansión de Sittaford a Mrs. Willett, con la condición de percibir por anticipado la mitad del alquiler.

—Una loca y su dinero son dos cosas que no pueden estar mucho tiempo juntas —razonó el avaro capitán.

Aunque Burnaby pensaba aquella tarde, mientras examinaba disimuladamente a Mrs. Willett, que no tenía el aspecto de haber perdido la razón. Era una mujer de elevada estatura, algo extraña en sus maneras, pero con una fisonomía que reflejaba más sagacidad que locura. Le gustaba mucho vestirse con elegante ostentación, hablaba con un marcado acento colonial y parecía muy satisfecha de haber conseguido alquilar aquella residencia. Así lo manifestaba claramente, lo cual, como Burnaby pensó en más de una ocasión, contribuía a que aquel extraño negocio pareciese más singular aún. No era del tipo de mujer a quien se le pudiera atribuir una pasión por la vida solitaria.

Como vecina, había resultado de una amabilidad casi empalagosa. Las invitaciones para visitar la casa de Sittaford llovían en todas partes. Al capitán Trevelyan no cesaba de repetirle: «Considere la casa como si no la hubiese alquilado.» Sin embargo, Trevelyan no era muy amigo de las mujeres. Se decía que había sufrido calabazas en su juventud. Con notable persistencia, rehusó todas las invitaciones. Ya hacía dos meses que las Willett se habían instalado allí y apenas quedaba rastro del interés que había despertado su llegada al lugar. Burnaby, reservado y silencioso por naturaleza, continuaba el estudio de la señora de la casa, tan absorto que no sintió la menor necesidad de seguir la conversación. Le gustaba comprobar que no estaba loca, ni mucho menos, como así era en realidad. Por fin, llegó a una conclusión satisfactoria. Su mirada se fijó en Violet Willett. Una bonita muchacha, y delgada, desde luego, como casi todas las de hoy en día. ¿Qué se podía admirar en una mujer si perdía su aspecto femenino? Los periódicos decían que las curvas volvían a estar de moda. Ya era hora.

Sintió la necesidad de atender a la conversación.

—Al principio, nos temimos que no pudiese venir a vernos —dijo Mrs. Willett—. Nos dijo algo por el estilo, ¿recuerda? Por eso nos ha complacido mucho que después nos dijera que de todos modos vendría.

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