Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
Pollock entró en el comedor para despedir a Evans. El inspector salió por la puerta principal y se encaminó con pasos rápidos hacia la posada Las Tres Coronas.
El inspector Narracott no se proponía visitar al comandante Burnaby hasta haber celebrado una prolongada entrevista con Mrs. Belling, propietaria de Las Tres Coronas. Mrs. Belling era una mujer gruesa y muy excitable, y tan charlatana, que no se podía hacer otra cosa que escuchar pacientemente hasta que se agotara aquel chorro de trivialidades.
—...y era una noche como no se había visto nunca —concluyó—. ¡Poco podíamos imaginar cualquiera de nosotros lo que en aquellos momentos le estaba ocurriendo al pobre caballero! ¡Esos malditos vagabundos! Siempre lo estoy diciendo, no una vez, sino docenas de veces: no puedo soportar esos tipos tan desagradables. ¡Seguro que habrá sido alguno de ellos! El capitán no tenía ni un mal perro que le protegiese. Esos golfos no le plantan cara a un perro ¡Ah, nunca puede una saber lo que ocurre por ahí cerca!
»Sí, Mr. Narracott —continuó diciendo la charlatana mujer en contestación a una pregunta del policía—, el comandante está desayunando en este momento. Lo encontrará en el salón del café. ¡Qué noche debe de haber pasado el buen hombre, sin pijama ni nada por el estilo! Comprenda, yo soy una pobre mujer viuda con nada apropiado para prestarle. En fin, no quiero ni pensarlo. Él me dijo que no me molestase por tan poca cosa. Estaba trastornado. ¡No era de extrañar, puesto que su mejor amigo acababa de ser asesinado! ¡Qué perfectos caballeros tanto el uno como el otro, aunque el capitán tenía fama de ser un tacaño! ¡Ah, bueno, bueno...! Siempre he pensado que era muy peligroso vivir allí arriba, en Sittaford, a muchas millas de distancia de cualquier otro pueblo. Y ya ve que el pobre capitán ha ido a caer en el mismo Exhampton. ¡En esta vida ocurre siempre lo que menos se espera! ¿No es verdad, Mr. Narracott?
El inspector corroboró que, indudablemente, así era. Luego añadió:
—¿Quiénes se hospedaban ayer en su casa, Mrs. Belling? ¿Había algún extranjero?
—Espere, déjeme pensar: Estaban Mr. Moresby y Mr. Jones, dos comerciantes honradísimos, inspector; y también un joven caballero de Londres. Nadie más. Ya es bastante para la época en que estamos. Aquí pasamos un invierno muy tranquilo. ¡Oh! Ahora recuerdo que estaba otro caballero joven que llegó en el último tren: «el jovencito narigudo», como yo le llamé. No se ha levantado todavía.
—¿En el último tren? —dijo el inspector—. El que llega a las diez de la noche, ¿no es así? Pues entonces opino que no necesitamos preocuparnos por su presencia. ¿Qué me dice del otro, del que vino de Londres? ¿Lo conoce usted?
—No lo había visto nunca en mi vida antes de ahora. No es un comerciante, ¡ni mucho menos! En este instante no puedo recordar su nombre, pero lo encontrará en el libro de registro. Se marchó a Exeter en el primer tren de esta mañana, el de las seis y diez. ¡Es curioso! ¿Qué tendría que hacer por estos andurriales? He ahí una cosa que me gustaría saber.
—¿Mencionó a qué se dedicaba?
—Ni una palabra de eso.
—¿Le vio salir de la posada?
—Llegó a la hora del almuerzo, salió hacia las cuatro y media, y regresó alrededor de las seis y veinte.
—¿Y dónde fue cuando salió?
—No tengo ni la más remota idea, inspector. Tal vez se limitó a dar un paseíto por ahí. Se marchó cuando aún no nevaba, pero de todos modos, la tarde no era de las que invitaban a pasear.
—De modo que salió a las cuatro y media y regresó a las seis y veinte —repitió el inspector pensativamente—. ¡Ya es bien extraño! ¿No mencionó para nada al capitán Trevelyan?
Mrs. Belling negó con la cabeza de un modo categórico.
—No, Mr. Narracott, no mencionó absolutamente a nadie. Se mostró muy reservado. Era un joven de agradable aspecto, pero yo aseguraría que estaba preocupado por algo.
El inspector asintió, mostrando su conformidad, y cruzó la habitación para inspeccionar el libro de registro.
—«James Pearson, de Londres» —leyó el inspector—. Bien, el nombre no nos dice gran cosa. Tendremos que hacer algunas averiguaciones relativas a este Mr. James Pearson.
Dicho esto, se encaminó al salón del café en busca del comandante Burnaby.
El comandante era la única persona que ocupaba el salón. Estaba bebiendo un café de apariencia algo turbia y frente a él, apoyado en una botella, se mantenía abierto el
Times
del día.
—¿El comandante Burnaby?
—Así me llamo.
—Yo soy el inspector Narracott, de Exeter.
—Buenos días, inspector. ¿Tiene ya algún indicio?
—Sí, señor, creo que ya tenemos una pequeña pista. Creo que puedo decirlo con cierta seguridad.
—Me complace mucho oírlo —dijo el comandante secamente. Su actitud era de resignado escepticismo.
—Ahora hay uno o dos puntos sobre los que me gustaría ampliar mi información, comandante Burnaby —explicó el inspector—, y creo que probablemente usted pueda decirme lo que necesito saber.
—Haré todo lo que esté en mi mano —dijo Burnaby.
—¿Tenía el capitán Trevelyan algún enemigo que usted conociese?
—No le conocí un solo enemigo en todo el mundo —contestó Burnaby con gran decisión.
—Ese hombre, Evans, ¿le parece una persona digna de confianza?
—Siempre lo he creído así. Me consta que Trevelyan se fiaba de él.
—¿Y no había ningún resentimiento contra él por causa de su matrimonio?
—No, nada de resentimientos. Lo único que pasaba era que a Trevelyan no le gustaba ver alteradas sus costumbres. Usted ya sabe que era un viejo solterón.
—Ya que hablamos de solterones, aclaremos otro detalle. No estando casado el capitán Trevelyan, ¿sabe si había hecho algún testamento? Y en el caso de que no existiese ninguna disposición testamentaria, ¿tiene alguna idea de quiénes heredarán sus propiedades?
—Trevelyan hizo testamento —contestó Burnaby rápidamente.
—¡Ah, sabe eso!
—Sí, porque me nombró albacea. Él mismo me lo había dicho.
—¿Sabe en qué forma lega su dinero?
—No puedo decírselo porque lo ignoro.
—Tengo entendido que el capitán Trevelyan estaba en muy buena posición.
—Trevelyan era rico —replicó Burnaby—. Yo aseguraría que era mucho más rico de lo que puedan imaginar los que le rodeaban.
—¿Qué parientes tenía, lo sabe usted?
—Tenía una hermana y algunos sobrinos y sobrinas, según creo. Nunca se vio mucho con ellos, pero tampoco me consta que hubiera reñido con ninguno.
—Insistiendo en lo del testamento, ¿sabe dónde lo guardaba?
—Está en la oficina de Walter & Kirkwood, esos abogados que hay aquí en Exhampton. Ellos se ocuparon de redactarlo.
—Entonces, comandante Burnaby, puesto que usted es albacea, tal vez convendría que me acompañase ahora en mi visita a los señores Walter & Kirkwood. Me gustaría tener una idea exacta del contenido de ese testamento tan pronto como fuera posible.
—¿Para qué desea saber eso? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver el testamento con lo que ha ocurrido?
El inspector Narracott no parecía dispuesto a explicar su conducta con tanta rapidez.
—Este caso no es tan sencillo como podría parecer —dijo—. A propósito, ahora recuerdo otra pregunta que quería hacerle: tengo entendido, comandante Burnaby, que usted le preguntó al doctor Warren si la muerte había ocurrido a las cinco y veinticinco.
—Así es —contestó el comandante ásperamente.
—¿Qué es lo que le hizo concretar esa hora con tanta precisión, Mr. Burnaby?
—¿Y por qué no podía yo calcularla con cierta exactitud? —preguntó a su vez el comandante.
—Bueno, podía haber alguna circunstancia que le rondara por la cabeza.
Hubo una larga pausa antes de que el comandante Burnaby replicase a esta observación. Durante ella fue creciendo el interés del inspector. Era bien patente que el comandante deseaba ocultar alguna cosa. Resultaba casi cómico observar los esfuerzos que para ello estaba haciendo.
—¿Quiere explicarme por qué no se me puede ocurrir a mí citar las cinco y veinticinco, por ejemplo? —preguntó Burnaby con expresión casi feroz—. ¿O las seis menos veinticinco... o las cuatro y veinte, pongo por caso?
—Tiene razón, señor —contestó el inspector Narracott con la mayor dulzura posible.
No quería indisponerse con el comandante en aquel crítico momento, pero se prometió investigar la cuestión hasta el fondo antes de que acabase el día.
—Hay otra cosa, caballero, que me llama la atención —continuó diciendo el policía.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Me refiero al arrendamiento de la casa que el capitán tenía en Sittaford. Yo no sé lo que pensará usted acerca de ello, pero a mí me parece muy curioso.
—Ya que usted me lo pregunta —replicó Burnaby—, le diré que es condenadamente extraño.
—¿Es ésa su opinión?
—Es la opinión de todo el mundo.
—¿En Sittaford?
—En Sittaford y hasta en Exhampton. Esa mujer debe de estar loca.
—Bien, he oído decir que en cuestión de gustos no hay nada escrito —contestó el inspector.
—Pues es un gusto bien estrafalario para una mujer de su clase.
—¿Conoce a esa señora?
—La conozco. Mire, precisamente estaba en su casa cuando...
—¿Cuando qué? —preguntó Narracott al ver que el comandante se interrumpía de un modo brusco.
—Nada —contestó Burnaby.
El inspector fijó en él una escrutadora mirada. Allí había algo que le hubiese gustado aclarar. El apuro y la turbación del comandante no se le escaparon. Había estado a punto de confesar... ¿el qué?
«Todo a su debido tiempo», se dijo Narracott. «Ahora no es el mejor momento para pasarle a éste la mano a contrapelo.»
En voz alta, añadió inocentemente:
—Según ha dicho, caballero, ayer estuvo de visita en la casa de Sittaford. Esa señora vive ahora allí... ¿cuánto tiempo hace que llegó?
—Un par de meses.
El comandante manifestaba visiblemente su ansiedad por huir del resultado de las imprudentes palabras que se le habían escapado. A consecuencia de ello, se mostró más locuaz que de costumbre.
—Se trata de una señora viuda con su hija, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Ha dado ella alguna razón que justifique la elección de esa residencia?
—Le diré... —y el comandante se restregó la nariz, dubitativo—. Es una mujer que habla mucho, una mujer de esas enamoradas de la naturaleza, que parecen vivir fuera del mundo, ese tipo de cosas. Pero, a pesar de todo...
Se detuvo momentáneamente como desamparado, y el inspector Narracott acudió en su auxilio.
—A usted no le pareció natural.
—Sí, algo así es lo que quería decir. Se trata de una dama bastante elegante, aunque algo anticuada en su manera de vestir, pero tiene una hija que es bonita e inteligente. Lo natural es que las dos residieran en el Hotel Ritz o en el Claridge, o en cualquier otro gran hotel de Londres. Ya sabe la clase de vida que le gusta llevar a esa gente.
Narracott asintió.
—Sin embargo, parece ser que no hacen una vida muy reservada, ¿verdad? —preguntó el inspector—. ¿Cree que trataban de... ¿cómo diría...? ¿de vivir escondidas?
El comandante Burnaby negó con vigorosos movimientos de cabeza.
—¡Oh, no, de ningún modo! Ellas son muy sociables, tal vez demasiado sociables. Me explicaré: en un pueblo tan pequeño como Sittaford no se estila fijar compromisos con tanta antelación y, cuando uno recibe una invitación para ir a su casa, resulta un poco fuera de lugar. Esas señoras son excesivamente amables y muy hospitalarias, y acaso demasiado hospitalarias para nuestras ideas inglesas.
—La influencia de la vida colonial —dijo el inspector.
—Sí, supongo que sí.
—¿Y no tiene ningún motivo para pensar que conociesen de antes al capitán Trevelyan?
—Por el contrario, estoy seguro de que no lo conocían.
—Parece muy seguro.
—Joe me lo hubiera dicho.
—¿Y no cree que el motivo para alquilar esa casa puede haber sido... bien, trabar conocimiento con el capitán?
Se vio claramente que esta idea resultaba nueva para el comandante, quien la ponderó durante algunos segundos.
—¡Caramba! Nunca se me había ocurrido eso. Ciertamente, recuerdo que siempre fueron muy obsequiosas con él. Y no es que Joe les diera muchas oportunidades. Por más que pienso que era la actitud habitual de ellas. Eran excesivamente amistosas, como buenas coloniales que son —añadió aquel ex soldado que nunca había salido de las islas.
—Comprendo. Ahora hablemos de la casa. Tengo entendido que el capitán Trevelyan fue quien la hizo construir.
—Así es.
—¿Y no ha vivido nadie más en ella en ninguna ocasión? Quiero decir que si había sido alquilada anteriormente.
—Nunca.
—Entonces, no podemos pensar que la casa haya sido el motivo de atracción. Es un verdadero rompecabezas. Apostaría diez contra uno a que todo esto no tiene nada que ver con el crimen, pero son cosas que me chocan por su extraña coincidencia. Esa casa que el capitán Trevelyan alquiló para él, Hazelmoor, ¿de quién es?
—De miss Laspent, una señora de mediana edad que se ha ido a pasar el invierno a una pensión de Cheltenham. Hace lo mismo todos los años. Por regla general deja cerrada su casa, pero la alquila cuando puede, lo que no es frecuente.
No parecía que aquel camino prometiera algo de interés. El inspector meneó la cabeza con desaliento.
—Según me han dicho, los agentes intermediarios fueron los Williamson —indicó Narracott.
—Sí, señor.
—¿Tienen su oficina en Exhampton?
—En la puerta de al lado de Walter & Kirkwood.
—¡Ah, muy bien! Entonces, si le parece, comandante, tal vez nos convenga visitarlos de paso que vamos a ver a Walter & Kirkwood.
—Encantado, pero no encontrará de ningún modo a Kirkwood en su oficina hasta después de las diez. Ya sabe cómo son los abogados.
—De todos modos, ¿vamos allí?
El comandante, que había concluido su desayuno hacía rato, asintió con una inclinación de cabeza y se levantó de su silla.
Un joven de mirada inteligente se levantó para recibirlos en la oficina de los señores Williamson.