Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—¿Cree que alguien está intentando deliberadamente achacarle el crimen a su novio? —preguntó Charles Enderby con su más periodístico tono.
—En mi opinión, no es probable. Verá, nadie estaba enterado de que Jim había venido a visitar a su tío. Desde luego, nunca se puede estar seguro, pero yo lo descartaría siempre como una simple coincidencia y mala suerte. Lo que hemos de averiguar es si hay alguna otra persona que tuviera un motivo concreto para matar al capitán Trevelyan. La policía está completamente segura de que este crimen no es de los que ellos llaman «externos». Quiero decir que no lo creen obra de un ladrón. La ventana forzada era para despistar.
—¿Le ha contado a usted la policía todos estos detalles?
—Prácticamente, sí —contestó Emily.
—¿Qué quiere decir con esto de prácticamente?
—Que debo estos informes a la doncella cuya hermana está casada con el agente Graves. Por lo tanto, esa mujer sabe todo lo que la policía piensa.
—Muy bien —dijo el periodista—. Así pues, este crimen no lo ha cometido una persona extraña a la víctima, sino alguien relacionado con ella.
—Por completo —replicó Emily —. La policía... es decir, el inspector Narracott, del cual tengo que decir, ya que hablamos de él, que me parece un hombre muy razonable, ha iniciado una investigación para averiguar a quién beneficia la muerte del capitán Trevelyan; y como Jim resulta muy comprometido, desde este punto de vista, lo más probable es que no se molesten en continuar sus investigaciones en otra dirección. En fin, ese será nuestro trabajo.
—¡Qué buena exclusiva sería —exclamó Mr. Enderby— si usted y yo logramos descubrir al verdadero asesino! Cuando hablasen de mí, dirían: «El experto criminalista del
Daily Wire
...» Pero eso sería demasiado hermoso para ser cierto —añadió desalentadoramente—. Cosas tan afortunadas sólo ocurren en las novelas.
—¡No diga tonterías! —exclamó Emily—. A mí me ocurren con frecuencia.
—Pero usted es sencillamente maravillosa —comentó Enderby una vez más.
Emily sacó un pequeño cuaderno de notas.
—Ahora apuntemos de un modo metódico unos cuantos detalles. El propio Jim, su hermano, su hermana y su tía Jennifer se benefician del mismo modo con la muerte del capitán Trevelyan. Claro está que Sylvia, es decir, la hermana de Jim, no mataría ni a una mosca, pero yo no diría lo mismo de su marido; ese hombre es de los que yo llamo «brutos desagradables». Como sabe, los artistas como él tienen sus líos con mujeres y otras cosas por el estilo. Es muy posible que estuviese en un apuro económico. Desde luego, el dinero que ahora caiga en su casa pertenecerá, en realidad, a Sylvia, pero eso le importa muy poco a él. No tardará mucho en manejarlo.
—Por lo visto, no es una persona muy agradable —comentó el joven.
—¡Oh, sí que lo es! Tiene muy buena presencia. Las mujeres se vuelven locas por él. Los hombres auténticos lo odian.
—Bien, ya tenemos al sospechoso número uno —dijo el periodista, escribiendo también en su cuaderno—. Investigaremos lo que hizo el viernes, cosa fácil de conseguir mediante el pretexto de entrevistar al popular escritor relacionado con el crimen. ¿Le parece bien?
—Espléndido —contestó Emily—. Después tenemos a Brian, el hermano pequeño de Jim. Se supone que está en Australia, pero no sería difícil que hubiese regresado. A veces, la gente hace cosas sin anunciarlas.
—Podríamos telegrafiarle.
—Así lo haremos. Me imagino que tía Jennifer puede descartarse. A juzgar por todo lo que he oído decir de ella, es más bien una persona estupenda. Pero tiene su carácter. Después de todo, no debemos olvidarla tampoco, ya que, al fin y al cabo, no estaba muy lejos, pues reside en Exeter.
Pudiera ser
que hubiese venido para visitar a su hermano, que éste le dijera alguna cosa desagradable acerca de su marido, a quien ella adora, lo cual habría dado lugar a que se acalorase demasiado, agarrase el saco de arena y le diera un golpe con él.
—¿Lo cree realmente posible? —preguntó el joven Enderby dubitativo.
—No, me parece que no, pero cualquiera
sabe
. Luego, por supuesto está el criado. Le corresponden sólo cien libras y, además, parece una buena persona, pero repito que nunca se sabe. Su esposa es sobrina de Mrs. Belling, ya sabe de quien hablo: esa Mrs. Belling que está al frente de Las Tres Coronas. Tengo la intención de llorar en su hombro cuando regrese a la fonda. Su aspecto revela un alma más bien maternal y romántica. Supongo que sentirá una terrible compasión por mí cuando se entere de que probablemente mi novio irá a la cárcel, y puede ser que la noticia le haga perder su discreción y se le escape algo útil. Por último, naturalmente, hemos de pensar en la mansión de Sittaford. ¿Sabe lo que me ha parecido muy raro?
—No. ¿El qué?
—Esas mujeres, las Willett. Las que alquilaron amueblada la casa del capitán Trevelyan en pleno invierno. Es una cosa bastante extraña.
—Sí, es muy extraño —aceptó Mr. Enderby—. En el fondo, en ese arrendamiento debe de haber algo... algo relacionado con el pasado del capitán.
Tras una pausa, el periodista añadió:
—Esa
séance
espiritista también es muy misteriosa. Pienso tratar de ella en mi periódico. Además, les pediré su opinión a Mr. Oliver Lodge y al célebre Arthur Conan Doyle, así como a algunas actrices y a otras personas.
—¿De qué
séance
me está hablando?
Mr. Enderby explicó complacido todo lo que sabía. No había nada relacionado con el asesinato que él no hubiese conseguido, de un modo u otro, oír contar.
—Algo estrambótico, ¿verdad? —dijo al terminar su relato—. Quiero decir que le hace a uno reflexionar acerca de esas cosas. Tal vez hay algo de cierto en ellas. Sin embargo, es la primera vez en mi vida que tropiezo con un hecho auténtico.
Emily se dejó dominar por un ligero estremecimiento.
—No me gustan las cosas sobrenaturales —comentó la joven—, aunque reconozco que, por esta vez, como ha dicho muy bien, parece que tengamos que concederle algún crédito. ¡Pero qué cosa más horriblemente extraña!
—Esa
séance
de espiritismo no resultó muy práctica, ¿no le parece? Si el viejo pudo llegar hasta allí y anunciar que estaba muerto, ¿por qué no dijo también quién le había asesinado? Así todo hubiera resultado muy sencillo.
—Voy creyendo que la clave puede hallarse en Sittaford —dijo Emily pensativa.
—Sí, opino que debemos realizar allí una escrupulosa investigación —comentó Enderby—. He alquilado un automóvil y pensaba salir hacia allí antes de media hora. Sería muy conveniente que me acompañase.
—Así lo haré —replicó Emily—. ¿Vendrá con nosotros el comandante Burnaby?
—Se ha empeñado en ir a pie —contestó Enderby—. Partió hacia Sittaford en cuanto terminó la encuesta. Si me pregunta lo que pienso, le diré que lo ha hecho para librarse de mi compañía al regresar hacia su vivienda. A nadie le puede resultar agradable chapotear en el fango de ese largo camino.
—¿Cree que el automóvil podrá ya recorrerlo sin dificultad?
—¡Oh, sí! Hoy es el primer día que un coche ha conseguido llegar allí.
—Bien —dijo Emily poniéndose de pie—, creo que ya es hora de que regresemos a Las Tres Coronas, donde arreglaré mi equipaje y celebraré mi representación de lamentaciones con Mrs. Belling.
—No se preocupe —dijo Enderby con cierto aire de fatuidad—. Déjemelo todo en mis manos.
—Eso es lo que pienso hacer —replicó Emily faltando por completo a la verdad—. ¡Es tan maravilloso tener a alguien en quien poder realmente confiar!
Emily era, indudablemente, una joven muy cumplida.
A su regreso a Las Tres Coronas, Emily tuvo la buena suerte de encontrarse con la propietaria, que se encontraba en el vestíbulo.
—¡Oh, Mrs. Belling! —exclamó—. Tengo que marcharme esta misma tarde.
—Bueno, señorita, supongo que se va a Exeter en el tren de las cuatro y diez, ¿eh?
—No, me voy a Sittaford.
—¿A Sittaford?
El semblante de Mrs. Belling mostró la más viva curiosidad.
—Sí, señora, y quería preguntarle si sabe de algún sitio donde pudiera alojarme allí durante mi estancia.
—¿Quiere pernoctar allí?
La curiosidad iba en aumento.
—Sí, no tengo más remedio... ¡Oh! Mrs. Belling, ¿no habría por aquí algún sitio donde pudiésemos hablar un momento sin que nadie nos oyera?
Con cierta presteza, la dueña de la fonda le indicó el camino que conducía a su propio dormitorio. Era una pequeña habitación muy confortable, en la que ardía un buen fuego.
—No se lo contará a nadie, ¿verdad? —empezó Emily, que sabía muy bien que de todos los comienzos confidenciales que existen en la tierra éste es el que provoca el mayor interés y la simpatía de quien lo escucha.
—No, claro que no, señorita; nadie sabrá una palabra —repitió Mrs. Belling, cuyos oscuros ojos brillaban excitados.
—Verá Mr. Pearson, como usted ya sabe...
—¿Ese joven caballero que se albergó aquí el viernes pasado y a quien la policía ha detenido?
—¿Detenido...? ¿Quiere decir que lo han detenido de verdad?
—Sí, señorita, aún no hace ni media hora.
Emily palideció.
—¿Está... está segura de lo que dice?
—¡Oh, sí, señorita! Nuestra querida Amy se lo ha oído decir al sargento.
—¡Es espantoso! —exclamó Emily. Se esperaba ya la noticia, pero esto le vino al pelo—. Pues como yo le iba a decir, Mrs. Belling, yo... yo soy su prometida. Y estoy segura de que él no lo ha hecho: ¡Oh, querida, todo eso es terrible!
Y al decir esto, Emily se puso a llorar. No hacía mucho rato que ella le había anunciado a Charles Enderby su intención de representar tan triste escena, pero no pudo por menos que sorprenderse por la facilidad con que le brotaron las lágrimas. Llorar cuando uno quiere no es tarea fácil. Y es que, en aquella ocasión, había algo muy real que motivaba sus lágrimas: la noticia recibida, que de verdad la asustaba. No debía dejarse dominar por sus sentimientos. Semejante debilidad no le reportaría la menor ventaja a Jim. Tenía que mostrarse resuelta, lógica y serena, para ver las cosas claras. Éstas eran las cualidades que contarían en aquel juego. Los lloros y las lamentaciones no han ayudado nunca a nadie.
Aunque, bien mirado, era un gran alivio abandonarse a sus propios sentimientos. Después de todo se suponía que tenía que llorar un poco. Sus lágrimas serían un infalible método para conquistar la simpatía de Mrs. Belling y predisponerla a su favor. Además, ¿por que no desahogarse un poco mientras representaba su comedia? Una buena orgía de llanto en la que todas sus aflicciones, sus dudas y sus incontestables temores hallarían salida.
—Bueno, bueno, querida mía, no se lo tome así — dijo Mrs. Belling. Y al mismo tiempo, rodeó con uno de sus grandes y maternales brazos los hombros de Emily, dándole ligeros golpecitos en su afán de consolarla.
—Siempre dije, desde que empezó este maldito asunto, que el no lo hizo. Yo le tengo por un joven caballero muy normal. Esos policías son todos unos solemnes cabezotas, ya lo he dicho muchas veces antes de ahora. Lo más probable es que haya sido algún ladrón vagabundo, eso es. Ahora no se angustie, mi querida niña, porque todo acabará bien, ya verá que sí.
—¡Es que le tengo un cariño tan grande...! —gimió Emily.
¡Pobre Jim, querido, dulce, infantil, desmañado y absurdo Jim! ¡Tenía que comprometerse por completo haciendo lo peor que podía hacer y en el peor momento posible! ¿Qué oportunidad podía salvarle frente a aquel sereno y resuelto inspector Narracott?
—¡
Tenemos
que salvarlo! —exclamó la joven.
—¡Naturalmente que lo haremos! ¡No faltaba más! —replicó Mrs. Belling consolándola.
Emily se restregó los ojos vigorosamente, lanzó un postrer sollozo, carraspeó y, levantando su orgullosa cabeza, volvió a preguntar:
—¿Dónde puedo alojarme en Sittaford?
—¿Allí arriba, en Sittaford? ¿Está empeñada en ir allí, querida mía?
—Así es —afirmó Emily resueltamente.
—Bueno, está bien —y Mrs. Belling meditó antes de dar su respuesta—. Sólo hay un sitio donde puede albergarse un forastero. Sittaford es muy pequeño. Se compone de la casa grande, la mansión que fue construida por el capitán Trevelyan y que ahora está alquilada a una dama sudafricana; y después no quedan más que los seis chalés que el capitán Trevelyan hizo edificar. En el número 5 vive un tal Curtis, que suele ser el jardinero del capitán, y allí encontrará a Mrs. Curtis. Ella alquila habitaciones durante la temporada de verano, Mr. Trevelyan se lo permite. No hay ningún otro sitio en el que pueda alojarse. También encontrará allí la casa del herrero y una pequeña oficina de Correos, pero Mary Hibbert tiene seis niños y una cuñada que vive con ella, y la esposa del herrero está esperando su octavo hijo, de modo que supongo no sobrará sitio en esas viviendas. ¿Pero cómo se le ha ocurrido ese viaje a Sittaford, señorita? ¿Ha alquilado un automóvil?
—Voy a ir en el que ha alquilado Mr. Enderby.
—¡Ah! ¿Y dónde se alojará él? Me gustaría saberlo.
—Supongo que tendrá que ir también a casa de Mrs. Curtis. ¿Cree que tendrá habitación para los dos?
—No me parece que eso sea muy correcto para una joven como usted —comentó Mrs. Belling.
—Es primo mío —explicó Emily.
Ella se daba perfecta cuenta de que no le convenía, en ningún modo, que en la mente de Mrs. Belling interviniese en contra suya un sentimiento de dignidad ofendida.
Al oír la respuesta, se desarrugó el entrecejo de la mujer.
—Bien, en ese caso —admitió con un refunfuño—, no tengo nada que decir. Y si no se encuentra a su gusto con Mrs. Curtis, es probable que la instalen en la casa grande.
—Lamento mucho haberme portado como una idiota —dijo Emily desviando la conversación y frotándose de nuevo los ojos.
—Es muy natural. Creo que ahora se sentirá mejor.
—En efecto —dijo Emily, sin faltar esta vez a la verdad—, me encuentro muchísimo mejor.
—Sí, unas lágrimas y una buena taza de té son dos excelentes remedios para combatir esas preocupaciones. Y ahora debe tomar esa tacita, querida, antes de salir para ese recorrido en el que tanto frío pasará.
—¡Oh! Se lo agradezco mucho, pero no creo que realmente...
—No importa si la quiere o no, pero se la va a tomar —afirmó Mrs. Belling, levantándose con decisión y dirigiéndose hacia la puerta—. Y dígale a Amelia Curtis, de mi parte, que la trate bien, que se ocupe de que coma a sus horas y la distraiga si se aflige demasiado con sus penas.