El misterio de Sittaford (4 page)

Read El misterio de Sittaford Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
4.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ahora le toca a usted decir lo que se ha de hacer.

—Yo no puedo hacer otra cosa que examinar el cadáver con más minuciosidad, y tal vez opine usted que conviene esperar que llegue el inspector. De momento, no es posible precisar la causa de la muerte. Me parece que se trata de una fractura de la base del cráneo. Y creo que podría adivinar el arma empleada —concluyó el doctor, señalando hacia el burlete verde.

—Trevelyan lo tenía siempre extendido a lo largo de la rendija inferior de la puerta para evitar las corrientes de aire —explicó Burnaby. Su voz era ronca.

—Sí, ¿eh?, pues es una especie de saco de arena muy eficaz.

—¡Dios mío!

—Por lo visto... —empezó a decir el agente, dando forma concreta a sus lentos y torpes pensamientos—... usted afirma que esto es un asesinato.

El policía dio algunos pasos en dirección a la mesa, en la que se veía un aparato telefónico.

El comandante Burnaby se acercó al doctor.

—¿Tiene usted alguna idea —preguntó respirando con dificultad— de cuanto lleva muerto?

—Unas dos horas, a mi juicio, o tal vez tres. Aunque esto no es más que una primera y burda apreciación.

Burnaby se pasó la lengua por los resecos labios.

—¿Quiere decir —insistió— que mi amigo ha podido ser asesinado hacia las cinco y veinticinco de esta tarde?

El doctor le miró con gran curiosidad.

—Si tuviese que decir una hora concreta, sería ésa, poco más o menos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Burnaby.

Warren tenía la mirada puesta en él.

El comandante se acercó como a ciegas hasta una silla, se dejó caer en ella y murmuró en voz baja, mientras una expresión de terror invadía su rostro:


¡Las cinco y veinticinco minutos!
¡Oh, Dios mío, entonces
era
cierto
después de todo!

Capítulo IV
 
-
El inspector Narracott

La mañana que siguió a la fatídica fecha de la tragedia, dos hombres estaban de pie en el pequeño despacho de Hazelmoor.

El inspector Narracott miraba a su alrededor. Unas leves arrugas aparecieron en su frente.

—Sí —dijo pensativo—, sí...

El inspector Narracott era un agente muy eficaz. Se caracterizaba por una tranquila persistencia, una mente lógica y la atención que concedía a los pequeños detalles, todo lo cual le hacía obtener éxitos donde muchos otros habían fracasado.

Era un hombre alto, de actitud reposada, ojos más bien grises y hablar lento y suave, con acento de Devonshire.

Requerido desde Exeter para hacerse cargo del caso, llegó en el primer tren de la mañana. Las carreteras estaban intransitables para los automóviles, aunque colocasen cadenas; de no ser así, hubiese llegado la misma noche anterior. En aquel momento, estaba de pie en el despacho del capitán Trevelyan y acababa de completar un minucioso examen de dicha habitación. Con él se hallaba el sargento Pollock, de la policía de Exhampton.

—Sí... —repetía el inspector Narracott.

Un rayo de sol, pálido e invernal, penetró en la habitación a través de la ventana. En el exterior se veía la campiña nevada. A unas cien yardas de la ventana, se divisaba una cerca y tras ella ascendía una empinada ladera que formaba parte de las nevadas colinas que formaban el fondo del paisaje.

El inspector Narracott se inclinó una vez más sobre el cadáver, que permanecía aún allí para facilitar la investigación. Como buen deportista, reconocía en el muerto la constitución atlética: anchos hombros, caderas estrechas y un excelente desarrollo muscular. La cabeza era pequeña y firme, y la puntiaguda barba de marino estaba muy bien recortada. La edad del capitán Trevelyan, según había comprobado, era de sesenta años; pero aparentaba no tener mucho más de cincuenta y uno o cincuenta y dos.

—Es un asunto muy curioso —afirmó el inspector Narracott.

—¡Ah! —exclamó el sargento Pollock.

El inspector se volvió hacia él.

—¿Qué opina de todo esto?

—Bueno... —empezó a decir el sargento Pollock, rascándose la cabeza. Era un hombre precavido, al que no le gustaba anticipar más de lo estrictamente necesario—. Bueno —repitió—, por lo que he podido observar, inspector, yo aseguraría que el criminal se acercó a esta ventana, forzó el cierre y se dispuso a revolver la habitación. El capitán Trevelyan me imagino que estaba en el piso superior. Sin duda alguna, el ladrón creía encontrarse solo en la casa.

—¿Dónde está situado el dormitorio del capitán?

—En el piso de arriba, inspector, encima de esta habitación.

—En esta época del año, ya es oscuro a las cuatro de la tarde. Si el capitán Trevelyan se hubiese encontrado en su dormitorio, es de suponer que la luz estaría encendida y, entonces, el ladrón la hubiera visto al aproximarse a esa ventana.

—¿Quiere decir que hubiese esperado a mejor ocasión?

—Ningún hombre en su sano juicio entrará a robar en una casa en la que hay una luz encendida. Si alguien forzó esta ventana, lo hizo creyendo que la casa estaba vacía.

El sargento Pollock volvió a rascarse la cabeza.

—Es un poco raro, lo admito; pero el caso es que así fue.

—Bueno, de momento dejemos aparte este detalle. Continúe.

—Está bien. Supongamos que el capitán oye un ruido en el piso inferior. Baja a investigar. El ladrón lo oye venir, arranca entonces esta especie de almohadilla, se oculta detrás de la puerta y, cuando el capitán entra en la habitación, al darle la espalda, le golpea en la cabeza.

El inspector Narracott asintió.

—Sí, es bastante probable. Lo golpearon cuando estaba frente a la ventana. Sin embargo, Pollock, no me gusta.

—¿No, señor?

—No, porque, como le decía, no me parece razonable que alguien se dedique a entrar a robar en una casa a las cinco de la tarde.

—Bueno, tal vez ese hombre pensara que era el momento más oportuno.

—Es que aquí no se trata sólo de la oportunidad de introducirse en la casa por haber encontrado la ventana sin cerrar. Estamos ante un caso de allanamiento de morada premeditado. Fíjese en la confusión que se observa en todo este despacho. ¿Adonde se hubiera dirigido en primer lugar un ladrón vulgar? A la vitrina donde se guarda la plata.

—Esto es muy cierto —admitió el sargento.

—Y esta confusión, este caos... —continuó Narracott—, estos cajones abiertos con el contenido tan revuelto... ¡Bah! ¡No perdamos el tiempo en palabrería!

—¿Palabrería? —exclamó el sargento extrañado.

—Fíjese en la ventana, sargento.
¡No estaba cerrada ni ha sido forzada para abrirla!
Sólo estaba entornada y, desde fuera, la abrieron procurando fingir que la forzaban.

Pollock examinó el cierre de la ventana atentamente, soltando una maldición para sí mismo cuando lo hubo hecho:

—Está en lo cierto, señor —dijo con respetuoso acento—. ¿A quién se le habrá ocurrido?

—Alguien que deseaba echar tierra en nuestros ojos, cosa que no ha conseguido.

El sargento Pollock quedó muy reconocido de que su jefe emplease el adjetivo «nosotros». Con estas pequeñeces, el inspector Narracott sabía conquistar el cariño de sus subordinados.

—Entonces, esto no es un robo. En su opinión, señor, se trata de un trabajo desde el interior, ¿no es así?

El inspector Narracott asintió.

—Sí, señor. Sólo me extraña una cosa y es que, a mi juicio, el asesino entró realmente por la ventana. Tal como usted y Graves dijeron en su informe, y como yo puedo confirmar por mí mismo, se observan todavía varias manchas correspondientes a los sitios en que se fundieron trozos de nieve al ser pisados por las botas del criminal. Estas manchas húmedas existen solamente en la habitación en que estamos. El agente Graves hizo constar que no encontró nada parecido en el vestíbulo cuando él y el doctor Warren pasaron por él. En cambio, en esta habitación las vio inmediatamente. En consecuencia, parece confirmarse que el asesino fue admitido por el capitán Trevelyan a través de la ventana. Por consiguiente, debe haber sido alguien a quien el capitán conocía. Usted, sargento, que es de aquí, ¿puede decirme si el capitán era de esos hombres que se crean enemigos con facilidad?

—No, señor, aseguraría que no tenía un solo enemigo en el mundo. Era un poco tacaño, un pajarraco bastante raro en sus costumbres y no toleraba la menor debilidad o descortesía por parte de los demás; pero, por todos los santos del cielo, todo el mundo sentía un gran respeto hacia él.

—Un hombre sin enemigos... —recalcó Narracott pensativo.

—Por lo menos aquí.

—Muy bien dicho, porque no podemos saber si se había creado alguno durante su carrera naval. Mi experiencia personal me enseña, sargento, que el hombre que despierta enemistades en un sitio, las despierta también en cualquier otro donde vaya, aunque he de aceptar que no es imposible dejar de lado esa posibilidad. Así llegamos, lógicamente, a tener que considerar el siguiente móvil, el que con más frecuencia se presenta en toda clase de crímenes: el lucro. El capitán Trevelyan, según tengo entendido, era un hombre rico.

—Sí, y apasionado por el dinero en todos sus aspectos, pero avaro. No era un hombre al que se le pudiera sacar fácilmente una suscripción.

—¡Ah! —exclamó Narracott reflexivamente.

—Es una lástima que haya nevado tanto —dijo el sargento—. Si no fuera por esto, podríamos haber seguido sus pisadas.

—¿No vivía nadie más en la casa? —preguntó el inspector.

—No. Durante los últimos cinco años el capitán Trevelyan no ha tenido más que un criado, un buen chico que sirvió en la marina. Cuando vivía en la casa de Sittaford, iba diariamente una mujer a limpiar, pero ese hombre, Evans, cocinaba y se ocupaba de todas las necesidades de su amo. Ahora hará un mes o algo así que se casó, lo que contrarió mucho al capitán. Yo creo que ésta fue una de las razones que le decidieron a alquilar la casa de Sittaford a esa señora sudafricana. No quería que ninguna mujer viviese en su misma casa. Aquí, en Exhampton, Evans vive aquí cerca, a la vuelta de la esquina, en Fore Street, con su mujer, y todos los días venía a servir a su amo. Le he hecho venir para que usted lo vea. Su declaración es que se marchó de la casa a las dos y media de ayer tarde porque el capitán no lo necesitaba ya.

—Bien, me gustará verlo. Tal vez pueda decirnos algo útil.

El sargento Pollock lanzó una mirada de curiosidad a su jefe. Le extrañaba el raro tono con que había pronunciado las últimas palabras.

—¿Cree que...? —empezó a decir.

—Creo —replicó el inspector Narracott con decisión— que en este asunto hay mucho más de lo que hemos podido apreciar a simple vista.

—¿A qué se refiere? —preguntó el sargento.

Pero el inspector rehusó ser más explícito.

—¿Decía usted que ese hombre, Evans, está ahora aquí?

—Esperando en el comedor.

—Bien, lo veré ahora mismo. ¿Qué clase de individuo es?

El sargento Pollock servía más para explicar hechos que para hacer descripciones exactas.

—Pues un buen tipo, retirado de la armada. Mal adversario para una pelea, diría yo.

—¿Bebe?

—Esa no es la peor de las cosas que podría decir de él.

—¿Y qué me dice de su mujer? ¿No sería algún capricho del capitán o algo por el estilo?

—¡Oh! ¡No, señor, no piense semejante cosa del capitán Trevelyan! No era en absoluto de esa clase de hombres. Más bien se le conocía como enemigo de las mujeres, en todo caso.

—¿Y se supone que Evans era muy fiel a su amo?

—Esa es la creencia general, señor, y yo creo que se sabría algo de no ser así. Exhampton es un pueblo pequeño.

El inspector Narracott asintió con una inclinación de cabeza.

—Bien —dijo—, aquí ya no nos queda nada más que ver. Ahora interrogaré a Evans y echaré una ojeada al resto de la casa; después iremos a Las Tres Coronas, donde hablaremos con el comandante Burnaby. Aquella indicación de él acerca de la hora del crimen resulta muy curiosa. Así que las cinco y veinticinco, ¿eh? Él debe saber algo que aún no ha contado, o si no, ¿por qué indicó esa hora con tanta exactitud?

Los dos hombres se encaminaron hacia la puerta.

—Este asunto es muy extraño —indicó el sargento Pollock con la mirada fija en los papeles desordenados que estaban por el suelo—. Toda esta comedia del robo...

—Esto no es precisamente lo que a mí me parece más extraño —replicó Narracott—. Dadas las circunstancias, es lo más lógico que se podía hacer. No, lo que me parece más extraño es lo referente a la ventana.

—¿Lo de la ventana, señor?

—Sí. ¿Por qué entraría por ella el asesino? Suponiendo que fuese alguna persona conocida de Trevelyan y a quien éste hubiera recibido sin dificultad, ¿por qué no entró por la puerta principal? Eso de dar la vuelta a la casa para entrar por la ventana del despacho en una noche como la pasada, me parece un procedimiento complicado y desagradable, sobre todo durante una nevada tan espesa como la que entonces caía. Sin embargo, alguna razón debía existir.

—Tal vez —sugirió Pollock— el criminal no quería que lo pudiesen ver desde la carretera cuando entraba en la casa.

—No creo que por aquí cerca hubiese muchas personas que pudieran verle, en una tarde como la de ayer. Nadie que pudiera evitarlo estaría fuera. No, ha de haber otra razón. Bueno, tal vez aparezca bien clara a su debido tiempo.

Capítulo V
 
-
Evans

Encontraron a Evans esperando en el comedor. Al verlos entrar, se levantó respetuosamente. Era un hombre de baja estatura y bastante fornido. Tenía los brazos muy largos y la costumbre de entrelazar las manos mientras estaba de pie. Con su rostro recién afeitado y sus pequeños ojos de cerdo, presentaba un aspecto de jovialidad y de eficiencia que le redimía de su apariencia de
bulldog
.

El inspector Narracott clasificó mentalmente sus impresiones: «Inteligente, astuto y práctico. Parece estar azorado.» Después le preguntó:

—Usted es Evans, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Cuáles son sus nombres de pila?

—Robert Henry.

—Bien, dígame ahora todo lo que sepa acerca de este asunto.

—Pues no sé nada, señor. Sólo que me ha trastornado por completo. ¡Y pensar que mi capitán ha sido la víctima!

—¿Cuándo vio a su amo por última vez?

—Yo diría que eran las dos de la tarde, señor. Acababa de recoger el servicio del almuerzo y dejé la mesa tal como la ve, preparada para la cena. El capitán me había dicho que no necesitaba que volviese a su casa.

Other books

The Merchant's Partner by Michael Jecks
Chardonnay: A Novel by Martine, Jacquilynn
Electric Blue by Jamieson Wolf
Down the Great Unknown by Edward Dolnick
Eight Men Out: The Black Sox and the 1919 World Series by Asinof, Eliot, Gould, Stephen Jay
Hellfire by Jeff Provine
Embraced by Faulkner, Carolyn
The Fall of the Stone City by Kadare, Ismail
High Plains Hearts by Janet Spaeth