Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
Mr. Curtis contestó con un gruñido.
—Pues que ese joven caballero que la policía ha detenido por el asesinato es el que ella le va detrás. Y ha venido aquí a olfatear lo que pueda y ver qué puede averiguar. Pero fíjate bien en mis palabras, —declaró la mujer entre golpes de tazas y platos—: si hay algo que descubrir, ¡ella lo descubrirá!
En el mismo instante en que Charles y Emily salían para ir a visitar al comandante Burnaby, el inspector Narracott estaba sentado en el saloncito de la mansión de Sittaford intentado formarse una impresión concreta de Mrs. Willett.
No le había sido posible entrevistarse antes con ella, pues los caminos habían estado intransitables hasta aquella mañana. Difícilmente hubiera podido decir lo que esperaba encontrar allí, pero nunca hubiera supuesto lo que en realidad encontró. Por de pronto, era Mrs. Willett y no él quien se había hecho dueña de la situación.
La elegante dama se presentó en seguida en la sala, como un eficaz hombre de negocios. El policía vio a una mujer alta, de rostro delgado y ojos despiertos. Iba vestida con un complicado traje de punto de seda, que casi rozaba los límites que la conveniencia fija a los que viven en el campo. Sus medias eran de fina y costosa seda natural, y calzaba unos magníficos zapatos de lujosa piel y altos tacones. En los dedos llevaba varias sortijas de gran valor y en el cuello lucía un collar con numerosas perlas de imitación de las mejores y más caras.
—¿Tengo el honor de hablar con el inspector Narracott? —preguntó Mrs. Willett—. Naturalmente, tenía usted que venir a esta casa. ¡Qué tragedia más espantosa! Apenas puedo creerlo. Hasta esta mañana, como ya sabrá, no nos ha llegado la noticia. Hemos sufrido una impresión terrible. Haga el favor de sentarse, inspector. Le presento a mi hija Violet.
Él no se había dado casi cuenta de la muchacha, que entraba detrás de su madre y, sin embargo, era muy bonita, alta, simpática y con unos grandes ojos azules.
Mrs. Willett tomó también asiento.
—¿Hay algo en que pueda serle útil, inspector? Yo conocía muy poco al pobre capitán Trevelyan, pero si piensa que puedo decirle alguna cosa...
El inspector le contestó lentamente:
—Agradecidísimo, señora. Desde luego, uno nunca sabe de antemano lo que será útil y lo que no lo será.
—Lo comprendo muy bien. Es muy posible que en esta casa encuentre detalles que arrojen luz sobre este desagradable misterio, aunque me atrevo a ponerlo en duda, pues el capitán Trevelyan había retirado todas sus pertenencias personales. El pobre hombre temía que nosotras le revolviéramos sus cañas de pescar y demás cachivaches.
Y ensayó una sonrisa.
—Ustedes no se conocían, ¿verdad?
—Quiere decir antes de que alquiláramos esta casa, ¿no es así? Pues no, no le conocíamos aún. Y después le pedí varias veces que viniese por aquí, pero nunca lo hizo. Se ve que el pobre viejo era terriblemente tímido. Ésa es, a mi juicio, la causa de que no quisiera tratarse con nosotros. He conocido docenas de hombres como él. Se dice de ellos que aborrecen a las mujeres y otras muchas cosas desagradables, cuando en realidad, se trata sólo de timidez natural. Si yo hubiera conseguido que me visitara —explicó miss Willett con aire resuelto—, pronto habría acabado con todas esas tonterías. Esta clase de hombres sólo necesitan alguien que les saque de ellos mismos.
El inspector Narracott empezó a comprender la resuelta actitud defensiva que el capitán Trevelyan había adoptado hacia sus inquilinas.
—Se lo pedimos ambas infinidad de veces —continuó Mrs. Willett—. ¿No es así, Violet?
—¡Oh! Sí, mamá.
—Pero él era un auténtico lobo de mar —dijo la dama—. Y ya sabe, inspector Narracott, que no hay mujer que no se enamore de un marino.
El inspector Narracott se dio cuenta de que hasta entonces la entrevista había sido dirigida por completo por Mrs. Willett. Estaba convencido de que se encontraba frente a una mujer extraordinariamente inteligente, aunque también podía ser tan inocente como aparentaba. Sin embargo, él creía que no lo era.
—El punto acerca del cual estoy ansioso de obtener detalles es el siguiente... —explicó el policía, e hizo una pausa.
—Usted dirá, inspector.
—El comandante Burnaby, como usted sin duda sabe, descubrió el cadáver de su amigo. Y la causa de que hiciera tal cosa tiene su origen en una escena que ocurrió en esta casa.
—¿A qué se refiere?
—Pues me refiero a la sesión de espiritismo. Lo siento mucho, pero...
El policía se volvió rápidamente.
Un débil gemido acababa de escaparse de los labios de la joven.
—¡Pobre Violet! —exclamó su madre—. Aquello la impresionó de un modo terrible... nos impresionó a todos. No hay palabras para explicarlo. Yo no soy supersticiosa, pero realmente la escena fue de lo más increíble que conozco.
—Así pues, ¿es cierto que ocurrió?
Mrs. Willett abrió los ojos, muy asombrada.
—¿Que si es cierto? ¡Claro que lo es! En aquel momento pensé que se trataba de una broma, de una broma incalificable y de muy mal gusto. Mis sospechas recayeron sobre el joven Ronald Gardfield...
—¡Oh, no, mamá! Estoy segura de que él no movió la mesa. Además, juró de un modo formal que él no la había movido.
—Estoy explicando lo que yo pensé en aquel momento, Violet. ¿Qué otra cosa podía creer sino que se trataba de una broma?
—El caso es curioso —dijo el inspector hablando muy despacio—. Tengo entendido que usted estaba muy trastornada, Mrs. Willett.
—Lo estábamos todos. Hasta entonces aquel juego había sido... ¡oh!, sólo una ligera distracción un poco loca. Ya debe de conocer esas cosas. Constituyen una buena distracción para las tardes de invierno. Y entonces, de repente... ¡aquello! Fue muy desagradable.
—¿Por qué desagradable?
—¡Caramba! Naturalmente, yo pensé que alguien lo estaba haciendo intencionadamente, para gastarnos una broma, como dije antes.
—¿Y ahora?
—¿Qué quiere decir eso de ahora?
—Me interesa lo que usted piensa ahora.
Mrs. Willett extendió las manos expresivamente.
—Pues no sé qué pensar. Es... es incomprensible.
—Y usted, miss Willett, ¿qué opina?
—¿Yo?
La muchacha se estremeció.
—Yo... yo no sé. Nunca lo olvidaré. Todas las noches sueño con ello. Jamás volveré a proponer otra sesión de espiritismo.
—Supongo que Mr. Rycroft dirá que estas cosas son serias y auténticas —comentó la madre—. Él cree en todo esto. Realmente, yo también me siento inclinada a creer en ello. ¿Qué otra explicación cabe en este caso sino que se trata de un legítimo mensaje dictado por un espíritu?
El inspector negó con la cabeza. Lo de la mesa oscilante podía ser una pista falsa. Intento que su siguiente pregunta pareciera casual.
—¿No les parece muy desierto este lugar para pasar el invierno, Mrs. Willett?
—¡Oh, nos gusta mucho! ¡Qué cambio tan grande! Ya sabe que nosotras somos sudafricanas.
Se tono era vivo, pero hablaba sin dar importancia a las palabras.
—¿De veras? ¿De qué parte de Sudáfrica son ustedes?
—¡Oh! De El Cabo. Violet no había estado nunca en Inglaterra hasta ahora. Está encantada con este país. ¡Encuentra la nieve tan romántica! Por lo demás, la casa es realmente muy confortable.
—¿Y qué fue lo que les hizo venir a este rincón del mundo?
En la voz del policía no había sino una discreta curiosidad.
—¡Hemos leído tantos libros acerca de Devonshire, y especialmente de Dartmoor! Leímos uno en el barco que trataba de la interesante feria de Widdecombe. Siempre tuve el deseo de visitar la región de Dartmoor.
—Bien, pero ¿por qué se fijaron en Exhampton? Esta pequeña ciudad no es muy conocida.
—Bueno, estábamos leyendo esos libros, como acabo de decirle, y había un muchacho a bordo que siempre hablaba de Exhampton... ¡Se mostraba tan entusiasmado!
—¿Cómo se llamaba ese joven? —preguntó el inspector—. ¿Procedía de esta parte del mundo?
—Espere: ¿cómo se llamaba? Me parece recordar que su nombre era Cullen. No, se llamaba Smythe. ¡Qué tonta soy! No consigo recordarlo. Ya sabe lo que pasa a bordo de un barco, inspector, allí se conoce a infinidad de personas con las que uno promete volver a encontrarse... y una semana después de haber desembarcado, no puede uno acordarse con seguridad ni de sus nombres.
La dama sonrió.
—¡Pero era un muchacho tan simpático...! No era muy guapo, tenía el pelo rojizo y siempre estaba sonriendo de un modo delicioso.
—Y entusiasmadas por sus descripciones, decidieron alquilar una casa en esta zona —dijo el inspector sonriendo.
—Así es. ¿Verdad que parece una locura?
«No tiene un pelo de tonta —pensó Narracott—. Es más lista de lo que parece.» Empezaba a darse cuenta del método de Mrs. Willett: siempre llevaba la guerra al territorio enemigo.
—Por consiguiente, ustedes escribieron a los agentes inmobiliarios interesándose por alquilar una casa.
—Sí, señor, y entonces nos enviaron detalles de Sittaford. Nos pareció que era precisamente lo que andábamos buscando.
—No comparto su gusto en esta época del año —contestó el inspector con cierta risita.
—Creo que lo mismo pensaríamos nosotras si hubiésemos vivido siempre en Inglaterra —replicó Mrs. Willett con un tono convincente.
El inspector se levantó.
—¿Cómo se enteraron del nombre de un agente inmobiliario de Exhampton para escribirle? —preguntó el policía—. Es una cosa que presenta ciertas dificultades.
Hubo una pausa. Era la primera en aquella conversación. Narracott creyó ver un relámpago de disgusto, más aún, de ira, en los ojos de Mrs. Willett. Había tropezado con algo en que ella no había pensado y para lo cual no tenía una respuesta preparada. La dama se volvió hacia su hija.
—¿Cómo fue, Violet? En este momento, no puedo recordarlo.
En los ojos de la muchacha se apreciaba un estado de ánimo muy diferente: parecía asustada y como temblorosa.
—¡Oh, por supuesto! Es la cosa más natural del mundo —explicó Mrs. Willett—. El nombre nos lo proporcionaron en la oficina de información de los almacenes Selfridges. Es una tienda maravillosa y muy bien organizada. Yo siempre me dirijo a ella cuando necesito enterarme de cualquier cosa. En aquella ocasión les pedí el nombre del mejor agente inmobiliario de aquí y ellos me lo dieron.
«Es rápida —pensó el inspector—, muy rápida; pero no todo lo rápida que hacía falta ahora. Ya te he pescado, señora mía.»
A continuación, recorrió toda la casa examinándola precipitadamente y sin interés. Allí no había nada. Ni papeles, ni cajones cerrados, ni armarios misteriosos.
Mrs. Willett lo acompañó sin cesar con su brillante charla. Después se despidió de ella, dándole las gracias con cortesía.
Cuando partía, lanzó una rápida mirada hacia el rostro de la hija por encima del hombro de la madre. Era imposible equivocarse acerca de la expresión de aquel semblante.
Era miedo lo que él veía en el hermoso semblante. Un terror que aparecía escrito allí de un modo bien palpable, en ese momento en que ella creía que nadie la observaba.
Mrs. Willett seguía hablando aún:
—¡Cielos! Se me olvidaba decirle que aquí tenemos un grave inconveniente: el problema doméstico, inspector. Las sirvientas no quieren vivir en estos lugares campestres. Todas las mías han estado, desde que llegaron, amenazando que dejarían la casa, y estas noticias del asesinato parece que han acabado de trastornarlas, por si faltara poco. No sé qué puedo hacer. Tal vez con criados resolvería el problema. Es eso lo que me recomiendan en la oficina de empleo de Exeter.
El inspector contestó cualquier cosa de un modo mecánico. No escuchaba aquel torrente de palabras. Estaba pensando en la expresión que acababa de sorprender en el rostro de la muchacha.
Mrs. Willett había sido muy hábil, pero no lo suficiente.
Salió de la casa reflexionando al respecto.
Si las Willett no tenían nada que ver con la muerte del capitán Trevelyan, ¿por qué estaba Violet tan asustada?
Entonces disparó su último cartucho. Con el pie ya puesto en el umbral de la entrada, se volvió y dijo:
—A propósito, ¿conocen ustedes al joven Pearson?
Esta vez no hubo duda acerca de la pausa que siguió a su pregunta: un mortal silencio de algunos segundos. Entonces, Mrs. Willett habló:
—¿Pearson? —dijo—. No recuerdo.
Su voz se vio interrumpida. Un extraño y profundo suspiro desde la habitación del fondo, seguido del ruido de una caída. El inspector atravesó el vestíbulo y entró en la habitación como un relámpago.
Violet Willett se había desmayado.
—¡Pobre niña! —exclamó Mrs. Willett—. Toda esta tensión nerviosa y estas emociones la han vencido. Esa terrible sesión de espiritismo y el asesinato por añadidura. Nunca ha sido muy fuerte. Le agradezco mucho su ayuda, inspector. Sí, hágame el favor de dejarla en el sofá. Si fuese tan amable de tocar el timbre... Yo creo que ya no hay nada más en que pueda ayudarme. Le quedo muy reconocida.
El inspector no tuvo más remedio que salir al camino mientras sus labios se contraían en una torva línea.
Jim Pearson estaba prometido, como sabía él muy bien, a aquella encantadora y bonita muchacha que había visto en Londres.
Entonces, ¿por qué Violet Willett se desmayaba con la sola mención de su nombre? ¿Qué relación había entre Jim Pearson y las Willett?
Mientras atravesaba el portillo del cercado se detuvo un momento, indeciso, y sacó de su bolsillo el pequeño cuaderno de notas. En él había copiado una lista de los habitantes que vivían en los seis chalés edificados por el capitán Trevelyan, acompañada de breves notas referentes a cada nombre. El grueso dedo índice del inspector Narracott se posó sobre la lista, señalando los apuntes del chalé número 6.
«Sí —se dijo—, lo mejor es que el próximo sea él.»
Atravesó rápidamente el sendero y realizó un firme repiqueteo con el llamador del número 6, es decir, del chalé habitado por Mr. Duke.
Adelantándose por el sendero que terminaba en la puerta principal de la casa del comandante, Mr. Enderby llamó con alegre ademán. La puerta fue abierta casi inmediatamente y Mr. Burnaby, con el rostro enrojecido, apareció en el umbral.