Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—¿Y Mr. Rycroft?
—Un hombrecillo muy raro, enormemente egoísta. Está chiflado. Le da por creerse un hombre maravilloso. Supongo que ya le habrá ofrecido su ayuda para resolver el misterio de este crimen utilizando sus profundos conocimientos en criminología.
La joven admitió que ese era el caso.
—¿Y Mr. Duke?
—No sé nada acerca de ese hombre... y eso que debería saberlo. Me parece un tipo de lo más vulgar. Siento como si tuviera que recordarlo, pero no lo consigo. Es extraño. Es como cuando se tiene un nombre en la punta de la lengua y por más esfuerzos que se hacen, no se logra recordar.
—¿Y en cuanto a las Willett?
—¡Ah, las Willett! —exclamó miss Percehouse incorporándose de nuevo sobre un codo, presa de la más viva excitación—. ¡He aquí unas mujeres realmente interesantes! Le diré alguna cosa de ellas, querida. No sé si le será útil o no. Haga el favor de acercarse a mi escritorio y abra ese cajoncito que hay arriba de todo, el de la izquierda... eso es. Ahora tráigame el sobre blanco que verá allí dentro.
Emily se acercó con dicho sobre.
—No digo que sea muy importante, porque probablemente no lo es —comentó la vieja dama—. Todo el mundo miente de un modo u otro, y miss Willett está en su perfecto derecho a hacer lo mismo como todo el mundo.
Mientras hablaba, tomó el sobre e introdujo los dedos en él.
—Se lo contaré con todo detalle. Cuando las Willett se trasladaron a este lugar, con sus elegantes trajes, sus doncellas y sus baúles modernos, la madre y Violet llegaron en el automóvil del viejo Forder, mientras que las criadas y el equipaje lo hacían en el autobús de la estación. La cosa en sí fue un acontecimiento, como puede figurarse, y yo estaba observando su paso desde mi ventana cuando noté que de uno de los baúles se desprendía una etiqueta de colores y caía sobre cierto arriate de mi jardincito.
»Ahora bien, una de las cosas que más me fastidian en este mundo es ver por el suelo trozos de papel o desperdicios de cualquier clase; de modo que envié a Ronnie con el encargo de recogerla, y ya me disponía a tirarla a la papelera cuando vi que era muy bonita y estaba impresa en colores brillantes, por lo que decidí conservarla e incluirla en los libros de recortes que me entretengo en hacer para el hospital infantil. Bueno, pues tal vez no hubiera vuelto a recordarla de no haber sido porque luego, en dos o tres ocasiones, oí mencionar a Mrs. Willett, de un modo francamente intencionado, que su hija Violet no había salido nunca de Sudáfrica y que ella misma no conocía sino aquel país, parte de Inglaterra y de la Riviera francesa.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Emily.
—Tal como se lo cuento. Ahora mire esto.
Y la anciana señora puso en manos de la joven la etiqueta del baúl. Ésta llevaba una inscripción que decía:
HOTEL HENDLE
MELBOURNE
—Melbourne es una ciudad de Australia —continuó diciendo miss Percehouse—, y no está en Sudáfrica o al menos no estaba allí en los días de mi juventud. No me atrevería a asegurar que mi hallazgo sea muy importante, pero ahí está para lo que valga. Y todavía le diré otra cosa: en varias ocasiones he oído cómo Mrs. Willett llamaba a su hija, y tiene la costumbre de emplear ese grito: «¡Cooee!», que es mucho más típico de Australia que de Sudáfrica. Todo eso me parece bastante sospechoso. ¿Por qué han de ocultar que vienen de Australia, si vienen de allí?
—Ciertamente, es curioso —comentó Emily—. Y también lo es que hayan venido a pasar el invierno a un país como éste.
—Eso salta a la vista —replicó la anciana—. ¿Las ha conocido ya?
—No, señora, pensaba ir a su casa esta misma mañana, sólo que no sé con qué pretexto.
—Yo le proporcionaré una excusa —dijo bruscamente miss Percehouse—. Haga el favor de alcanzarme mi estilográfica, el bloc de papel de carta y un sobre. Muy bien. Ahora, déjeme reflexionar un poco.
Y la ingeniosa dama guardó un instante de silencio. Después, sin previo aviso, su aguda voz estalló en formidables alaridos:
—¡Ronnie, Ronnie, Ronnie...! ¿Se habrá vuelto sordo este chico? ¿Por qué no viene nunca en cuanto se le llama? ¡Ronnie, Ronnie...!
Finalmente, Ronnie se presentó al trote y llevando en la mano derecha una gran brocha de pintor.
—¿Ocurre algo, tía Caroline?
—¿Qué quieres que ocurra? Que te estoy llamando, eso es todo. Dime: ¿te dieron algún pastel especial en el té de ayer por la tarde, cuando estuviste en casa de las Willett?
—¿Pastel especial?
—Sí, hombre, algún pastel o canapés, o alguna cosilla. ¡Qué lento eres, muchacho! ¿Qué te dieron ayer con el té?
—¡Ah, sí! Me dieron un pastel de café que estaba muy rico —dijo por fin Ronnie muy sonrojado—, y también sirvieron canapés de
foie-gras...
—Pastel de café... —repitió Mrs. Percehouse—. Ya tengo lo que necesito.
Y empezó a escribir sin perder un segundo.
—Bueno, Ronnie, ya puedes volver con tus pinturas. No te quedes ahí parado con la boca abierta. Ya te extirparon las amígdalas cuando tenías ocho años, de modo que no hay motivo para que no la cierres.
Y concluyó su carta, que decía así:
Mi querida Mrs. Willett:
Me he enterado de que ayer tarde tomaron ustedes el té con un delicioso pastel de café. ¿Sería tan amable de proporcionarme la receta para hacerlo? Tal vez le llame la atención que le pida esto, pero tenga en cuenta que soy una pobre inválida y mi dieta, que admite muy pocas variaciones, me tiene aburrida. Mrs. Trefusis, a quien le presento, se ha prestado a llevarle la presente carta, pues Ronnie está muy ocupado esta mañana. ¿No es espantosa esa noticia de la fuga del presidiario? «Sinceramente suya,
Caroline Percehouse»
Metió la carta en el sobre, lo cerró y escribió sobre él la dirección.
—Aquí tiene, joven. Es muy probable que se encuentre la puerta sitiada por los periodistas. He visto pasar por la carretera un buen número de ellos que subían en el autocar de Forder. Pero no se apure, pregunte por Mrs. Willett y diga que lleva una carta mía, y verá cómo la recibirán en seguida. No necesito recomendarle que abra bien los ojos y que saque todo el partido posible de esta visita. Sé muy bien que usted lo hará de todos modos.
—Es usted muy amable —dijo Emily—, realmente amable.
—Me gusta ayudar a los que saben ayudarse a sí mismos —replicó Mrs. Percehouse—. Dígame una cosa: todavía no me ha preguntado qué pienso acerca de mi sobrino Ronnie y me figuro que estará en su lista, porque también vive en este pueblo. Es un buen chico a su modo, aunque desesperadamente débil. Siento muchísimo tener que decir que casi lo creo capaz de cualquier cosa por dinero. ¡Fíjese, si no, en lo que está haciendo conmigo! El muy tonto es incapaz de ver que yo le querría diez veces más si se rebelase de vez en cuando y me enviara al diablo. Aún queda otra persona en el pueblo de la que no hemos hablado: el capitán Wyatt. Creo que fuma opio, y es muy posible que sea el hombre de peor genio que existe en Inglaterra. ¿Hay algo más que quiera saber?
—No se me ocurre nada más —contestó Emily—. Me parece que lo que me ha contado abarca cuanto yo pudiera desear.
Emily salió rápidamente al camino y advirtió que durante aquella mañana el tiempo estaba cambiando. La niebla se espesaba por todos lados.
«Este pueblucho es uno de los peores de Inglaterra para vivir —pensó la joven—. Cuando no nieva, llueve o sopla un viento de mil demonios, llega la niebla. Y si brilla el sol, hace tanto frío, que se quedan insensibles los dedos de las manos y de los pies.»
Estas reflexiones fueron interrumpidas por una ronca voz que sonó casi junto a su oído derecho.
—Dispénseme —dijo el desconocido—, ¿ha visto pasar por aquí a un bull terrier?
Emily, sorprendida, volvió la cabeza. Apoyado en una valla había un hombre alto y seco, de cutis bronceado, ojos inyectados de sangre y cabello grisáceo. Se sostenía con ayuda de una muleta y contemplaba a la joven con enorme interés. Ella no tuvo ninguna dificultad en identificarlo como el capitán Wyatt, el inválido propietario del chalé número 3.
—No, señor, no lo he visto —le contestó Emily.
—Esa maldita perra se me ha escapado —explicó el capitán—. Es un animal muy cariñoso, pero algo loco. Y como pasan tantos automóviles, me temo que...
—Yo no diría que pasen muchos por este camino —indicó la joven.
—Sin embargo, en verano suelen venir por aquí no pocos autocares —explicó Mr. Wyatt en tono áspero—. Es una excursión matutina que sólo cuesta tres chelines y seis peniques desde Exhampton. Suben hasta el faro de Sittaford y, a mitad de camino, después de salir de Exhampton, se paran para tomar un refresco.
—Muy bien, pero como ahora no estamos en verano... —objetó miss Trefusis.
—No obstante, parece como si lo fuera, porque ahora mismo acaba de llegar uno de los autocares. Supongo que vendrá lleno de periodistas que vienen a dar un vistazo a la mansión de Sittaford.
—¿Conocía bien al capitán Trevelyan? —preguntó Emily.
En su opinión, el incidente de la perra no pasaba de ser un mero subterfugio del capitán Wyatt, dictado por su natural curiosidad. La joven se daba perfecta cuenta de que su persona era, en aquel momento, objeto principal de la atención de todo Sittaford; por consiguiente, era de lo más natural que Mr. Wyatt desease conocerla como cualquier otro vecino.
—No le conocía lo que se dice muy bien —contestó el capitán a la pregunta que le acababa de hacer la joven—. Él fue quien me vendió este chalé.
—Vaya —replicó Emily para alentarlo.
—Un verdadero tacaño, eso es lo que era el buen señor —afirmó el capitán Wyatt—. El contrato que firmamos especificaba que él tenía que arreglar la casa a gusto del comprador y, como le pedí que me pintase los marcos de las ventanas, que eran de color chocolate, de un tono limón, se empeñó en que yo pagara la mitad. Alegó que el contrato decía que se entregaría con un color uniforme.
—No le resultaba muy simpático —comentó la muchacha.
—Siempre tenía discusiones con él —dijo Mr. Wyatt—. Aunque lo cierto es que yo siempre me enemisto con todo el mundo —añadió como comentario—. En un pueblo como éste, no hay más remedio que enseñar a los vecinos que le dejen a uno vivir solo y tranquilo, porque si no, se pasan el día llamando a la puerta y dejándose caer por casa de uno a charlar. No me importa ver gente cuando estoy de buen humor, pero cuando a mí me apetezca y no a ellos. No me gustaba que Trevelyan viniese por mi casa dándose aires de señor feudal cada vez que se le antojaba. Ahora ya no habrá por aquí ni un alma que me moleste con sus inconveniencias —añadió con manifiesta satisfacción.
—¡Oh! —exclamó Emily.
—Para eso no hay nada mejor que tener un criado colonial —dijo el capitán—. Comprenden bien lo que son las órdenes. ¡Abdul! —rugió más que gritó.
Un individuo de elevada estatura, tocado con un turbante, salió del chalé y se quedó esperando atentamente.
—Haga el favor de pasar y tomar alguna cosa —indicó Mr. Wyatt a Emily—. De paso, verá mi modesta casa.
—Lo siento mucho —replicó ella—, pero ahora tengo mucha prisa.
—¡Oh, no, qué va a tener usted! —exclamó el capitán.
—Sí, señor. Tengo una cita.
—¡Cualquiera entiende ese modo de vivir que se estila ahora! —comentó el capitán Wyatt—. ¡Siempre alcanzando trenes a todo correr, fijando citas, mirando la hora para cualquier cosa. ¡Todo eso son majaderías! Levántese con el sol, predico yo, coma cuando sienta apetito y no se comprometa jamás a hacer nada en una hora o fecha determinada. ¡Ya le enseñaría yo a vivir bien a la gente si quisiera escucharme!
El resultado de esa exaltada idea de enterrarse a vegetar en tan desesperante lugar no era muy alentador, pensó Emily. Nunca había visto una ruina de hombre comparable al averiado capitán Wyatt y eso le causaba cierta lástima. Sin embargo, considerando que la curiosidad del pobre inválido estaba suficientemente satisfecha por el momento, insistió de nuevo en lo de su cita y pudo proseguir su camino.
La mansión de Sittaford tenía una puerta principal de roble macizo, en la que se destacaba un artístico llamador, una inmensa esterilla de alambre y un limpísimo y abrillantado buzón de latón. Todo aquello denotaba, como Emily no pudo dejar de advertir, un hogar confortable y decoroso. Una limpia y atildada doncella se presentó al sonar el timbre de la puerta.
Emily dedujo en seguida que el demonio del periodismo había pasado por allí antes que ella, pues la doncella se apresuró a decirle en tono distante:
—Mrs. Willett no recibirá a nadie esta mañana.
—Dispense, yo le traigo una carta de miss Percehouse —indicó Emily.
Esto claramente cambió mucho las cosas: el rostro de la doncella expresó cierta indecisión, pero no tardó en cambiar de tono y decir con amabilidad:
—¿Quiere hacer el favor de entrar?
La visitante fue introducida a través de lo que los agentes inmobiliarios llaman «un vestíbulo soberbio» y desde allí a un gran salón. En la chimenea ardía un buen fuego y en el ambiente se percibían trazas de una ocupación femenina de la habitación. Mientras esperaba, Emily contempló unos tulipanes de cristal, una complicada bolsa de labor, un sombrero de muchacha y una muñeca vestida de Pierrot con unas larguísimas piernas; estos objetos aparecían repartidos con cierto abandono por aquella habitación. La joven observó que no había ninguna fotografía.
Terminada su detenida inspección de todo lo que había que ver, Emily se calentaba las manos frente al fuego cuando se abrió la puerta y entró una muchacha de su misma edad o poco menos. Era una chica muy hermosa, según pudo ver miss Trefusis, e iba vestida de un modo elegante y caro, y al mismo tiempo la visitante pensó que jamás había visto a una joven en un estado de aprensión nerviosa tan grande. No obstante, procuraba disimularlo y casi lo conseguía. Miss Willett hacía meritorios esfuerzos para aparentar que estaba tranquila.
—Buenos días —dijo saludando a Emily y estrechándole la mano—. Siento muchísimo que mamá no pueda bajar, pero esta mañana ha decidido quedarse en la cama.
—¡Oh, cuánto lo lamento! Temo haber venido en un momento inoportuno.
—¡No, por supuesto que no! Nuestra cocinera está copiando ahora la receta del pastel. Estamos encantadas de que miss Percehouse se haya interesado por tenerla. ¿Se hospeda usted en su casa?