Tremal-Naik y sus hombres se habían lanzado a la toldilla con los revólveres en la mano derecha y los puñales en la izquierda. Sonaron algunas detonaciones.
Una confusión indescriptible reinaba a bordo de la cañonera que, sin timón, iba de través a la corriente.
Los ingleses, cogidos entre dos fuegos, comenzaron a perder la cabeza. Pero el oficial de cuarto no había muerto todavía.
De un salto se lanzó al puente de mando empuñando el sable.
—¡A mí, marineros! —gritó.
En un abrir y cerrar de ojos los ingleses se agruparon alrededor de él y se dirigieron hacia popa empuñando cuchillos, hachas y manivelas.
El choque fue terrible. Los
thugs
de Tremal-Naik fueron rechazados por aquella avalancha de hombres.
El oficial de cuarto se apoderó del cañón, pero la victoria fue efímera. Hider se había puesto a la cabeza de los suyos y los asaltaba por la espalda, pronto a ordenar fuego.
—Señor teniente —gritó, apuntando contra él su revólver.
—¿Qué quieres, miserable? —bramó el oficial.
—Rendíos y os juro que no se tocará ni un solo cabello ni a vos ni a vuestros marineros. Os bajaremos a las embarcaciones y os dejaremos en libertad de desembarcar en una u otra orilla del río.
—¿Y qué queréis hacer con la cañonera?
—No puedo decirlo. Os rendís o mando hacer fuego.
—Rindámonos, teniente —gritaron los marineros, que se veían ya a merced de Hider.
Después de haber dudado, el teniente rompió su espada y la arrojó al río.
Los estranguladores se lanzaron sobre los marineros, los desalmaron y los hicieron descender a dos chalupas, en una de las cuales pusieron también al comandante que todavía dormía, y al oficial de máquinas.
—¡Buena suerte! —gritó el contramaestre.
—Si te cojo te haré ahorcar —respondió el teniente, mostrándole el puño.
—Como os plazca.
Y la cañonera reanudó su marcha mientras las embarcaciones se dirigían hacia la orilla del río.
Se había logrado la empresa más difícil. Ahora se trataba de perseguir a toda máquina a la fragata, que les llevaba una ventaja de muchas horas, alcanzarla en la desembocadura del río o del mar y poner en acción el segundo plan, no menos atrevido.
Desembarazado el puente de cadáveres, curados los heridos que afortunadamente no eran muchos, Tremal-Naik fue al puente de mando con Hider, mientras un gaviero se instalaba en la cruceta del mástil, provisto de un potente anteojo.
Tras una orden del nuevo comandante, Udaipur, que había tomado el mando de las máquinas, dejó la sala y se lanzó hacia el puente.
—Hay que volar, Udaipur —le dijo Tremal-Naik.
—Los hornillos están repletos de carbón, capitán. Tenemos la presión máxima.
—No basta. Hay que alcanzar al «Cornwall».
—Ponlo a cinco atmósferas —dijo Hider.
—Corremos el peligro de volar por los aires, contramaestre.
—No importa: vete.
E1 maquinista se lanzó a la sala de máquinas.
La cañonera volaba como un pájaro. Torrentes de humo negro mezclado con escorias surgían furiosamente de la chimenea demasiado estrecha; el vapor silbaba, rugía, soplaba dentro de su caparazón de hierro, y la hélice giraba con tal furia que el casco se estremecía de proa a popa y el agua saltaba espumeando hasta las bordas.
—¡Lanza la corredera! —gritó Hider.
—Quince nudos y cinco décimas —gritó, unos minutos después, un marinero.
—Corremos como uno de los más rápidos cazadores del mar —dijo el contramaestre.
—¿Alcanzaremos a la fragata? —preguntó Tremal-Naik.
—Así lo espero.
—¿En el río?
—En el mar. Sólo hay ciento veinticinco kilómetros entre Calcuta y el golfo.
—¿A cuánto navega la fragata?
—A seis millas por hora, con el mar tranquilo. Es demasiado vieja y va muy hundida de popa.
La cañonera continuaba devorando las distancias, hendiendo las aguas del río con la irresistible potencia de un cetáceo.
A las cuatro de la madrugada pasaba ante Diamond-Harbour, un pequeño puerto situado cerca de la desembocadura del Hugli, donde los vapores reciben los últimos despachos. No había allí más que una casita blanca, rodeada por seis cocoteros. Ante ella se erguía el mástil de señales, en cuya cima ondeaba la bandera inglesa.
De repente las orillas del río se ensancharon considerablemente y comenzaron a bajar casi hasta el nivel del agua. En lontananza se divisó la gran isla de Sangor, que señala el confín entre el agua del río y la del mar.
—¡El mar! —gritó el marinero instalado en la cruceta del mástil mayor.
Tremal-Naik, arrancado bruscamente de sus meditaciones, se lanzó a proa, mientras los marineros trepaban a las jarcias y a los flechastes. Todas las miradas se volvieron hacia las
sandheads
(cabezas de arena), inmensos bancos peligrosísimos proyectados por el Ganges en el golfo de Bengala.
Ningún barco aparecía en la línea del horizonte, ni tampoco a este lado de la isla Sangor; ninguna luz brillaba en la semioscuridad.
Un grito de rabia salió de los labios de Tremal-Naik.
—¡Gaviero! —gritó el indio que se encontraba en la cruceta del mástil, con un anteojo apuntado.
—¡Capitán!
—¿Se ve la fragata?
—Todavía no.
—Udaipur, fuerza la marcha.
—Tenemos la máxima presión —observó el maquinista.
—¡A seis atmósferas! —gritó Hider, que se mordía la barba—. Cuatro hombres de refuerzo para las calderas.
—Saltaremos por los aires —refunfuñó Udaipur.
Cuatro indios bajaron a la sala de máquinas. Los hornos quedaron rellenos de carbón.
La cañonera ya no corría; saltaba sobre las olas azules del golfo, silbando y estremeciéndose. Un calor tórrido subía de la bodega y un humo negrísimo salía furiosamente por el tubo de la chimenea.
—¡Derecho a la isla Raimatla! —gritó Hider al timonel.
La distancia que les separaba de la isla desaparecía rápidamente. Todos los indios se habían subido a las embarcaciones suspendidas de las grúas o a las jarcias o a los flechastes del mástil y escrutaban el horizonte.
En el puente reinaba un silencio absoluto, roto solamente por las terribles pulsaciones de la máquina y los silbidos del vapor que salía por las válvulas.
—¡Barco a proa! —gritó de repente el gaviero.
Tremal-Naik experimentó un estremecimiento, como si hubiera sido tocado por una pila eléctrica.
¿Dónde? —gritó.
—Al Sur.
¡La fragata! ¡La fragata! —gritaron los indios.
Tremal-Naik, presa de una indescriptible emoción, lanzó un grito de triunfo.
—¿A dónde va? —preguntó con voz trémula. —Observa bien.
—Siempre al este. Rodea la isla por el exterior, temiendo quizás no encontrar bastante agua en el canal.
—Maniobra de forma que vayamos a su encuentro —ordenó Tremal-Naik.
Tremal-Naik abandonó el puente de mando y descendió a la cámara de popa; Hider se colocó al timón.
La cañonera, que navegaba a velocidad tres veces mayor que la fragata, no empleó mucho tiempo en contornear la isla.
A las diez de la mañana salía del canal formado por Raimatla y las tierras próximas, escondiéndose detrás de la punta extrema de un islote desierto que surge frente a Jamera. Con una sola mirada Hider se aseguró de que la embarcación enemiga estaba aún lejos.
—¡Tremal-Naik! —gritó.
El cazador de serpientes apareció en el puente, pero ya no era el mismo hombre de antes. El tinte bronceado de su piel se había vuelto oliváceo como el de un malayo; sus ojos aparecían bastante agrandados mediante signos blancuzcos bien trazados. Con un sombrero de paja en la cabeza, una saya roja en los costados, dos largos
kriss
ondulados suspendidos del cinto, era completamente irreconocible.
—¿Me reconoces? —preguntó al contramaestre, que lo miraba con admiración.
—Te reconozco porque a bordo no he visto malayos.
—¿Crees que me reconocerá el capitán?
—No, no es posible.
—Dime ahora cómo se llaman los dos afiliados embarcados en el “Cornwall.
—Palavan y Bindur.
—Conservaré en la mente estos nombres. Es preciso botar al agua una embarcación.
A una señal del contramaestre, se botó una
yola.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Hider a Tremal-Naik.
—Esperar aquí a la fragata y después subir a bordo
—¿Y yo?
—Irás a esconderte en el canal de Raimangal. A la primera detonación saldrás al mar y me recogerás.
Agarró una cuerda y descendió a la embarcación que ya le habían preparado.
La cañonera se alejó rápidamente. Una hora después era sólo un punto negro apenas visible en el horizonte.
Casi en el mismo instante por el sur aparecía otro punto coronado por un penacho de humo.
Tremal-Naik lo miró.
—¡La fragata! —exclamó. —Ada, dame fuerzas para llevar a cabo mi última empresa. Después serás mi esposa… ¡y seremos finalmente felices!
Agarró los remos y se puso a bogar furiosamente, alejándose de la isla, cuyas costas ya resultaban evidentes sobre el fondo azul del cielo. Se había hecho de día.
La fragata se aproximaba forzando sus máquinas y se agrandaba a ojos vista. Tremal-Naik continuaba remando, intentando cortarle la ruta.
A mediodía apenas le separaban del «Cornwall» quinientos pasos. Era el momento esperado por el cazador de serpientes.
Esperó que una ola inclinase su embarcación y se lanzó violentamente sobre la borda y la volcó, agarrándose después a la quilla.
—¡Socorro! —¡Socorro!— gritó con voz tronante.
Algunos marineros se lanzaron a la proa de la fragata. Luego fue botada al mar una chalupa tripulada por cuatro hombres y se dirigió hacia el náufrago.
—¡Socorro! —repitió Tremal-Naik.
La embarcación volaba por encima del agua mientras la fragata menguaba su marcha. En cinco minutos recogieron al náufrago, que agarró las manos de un marinero y subió a bordo farfullando:
—¡Gracias, amigos!
Los marineros volvieron a tomar los remos y se dirigieron al «Cornwall». Arrojaron una escala y el falso malayo, chorreando agua y con los ojos hábilmente pasmados, fue conducido en presencia del oficial de cuarto.
—¿Quién eres? —le preguntó éste.
—Paranga, de Singapur —contestó Tremal-Naik mirando a su alrededor con curiosidad.
—¿Pertenecías a algún barco?
—Sí, al «Hannati» de Bombay, hundido hace unos cuatro días a cien millas de la costa.
—¿Con el mar tranquilo?
—Sí, se había abierto una vía de agua en la popa.
—¿Y la tripulación?
—Se ha ahogado. Las embarcaciones estaban averiadas y apenas se botaron al agua se fueron a pique.
—¿Tienes hambre?
—Hace doce horas que he comido mi último bizcocho.
—Maestro Brown; lleva a este pobre diablo a la cocina.
El encargado de los víveres, viejo lobo de mar con una gran barba gris, se quitó de la boca una colilla de cigarro y guió al falso malayo hacia proa.
Ante Tremal-Naik pusieron una cazuela llena de humeante sopa, que él atacó vigorosamente.
—Tienes buen apetito, jovencito —le dijo el maestro, esforzándose por sonreír.
—Tengo el estómago vacío. A propósito, ¿cómo se llama este barco?
—Es el «Cornwall».
Tremal-Naik miró con sorpresa al lobo de mar.
—¡El «Cornwall»! —exclamó.
—¿Te disgusta el nombre, quizás?
—Todo lo contrario.
—¿Entonces?
—Recuerdo que en una fragata que llevaba un nombre semejante se habían embarcado dos indios amigos míos.
—¡Anda! ¡Qué coincidencia! ¿Y cómo se llaman?
—El uno Palavan y el otro Bindur.
—Estos dos indios están aquí, jovencito.
—¡Oh! ¡Qué suerte! ¿Podría verlos?
—En seguida te los envío.
El maestre volvió a subir la escala y poco después se presentaron dos indios ante Tremal-Naik. Uno era alto, delgado y dotado de una agilidad de mono; el otro era de media estatura, membrudo y más semejante a un malayo que a un indio.
Tremal-Naik miró a su alrededor para ver si estaban solos y luego tendió hacia ellos su mano derecha, mostrándoles el anillo. Los dos indios cayeron a sus pies.
—¿Quién eres? —preguntaron con voz ahogada.
—Un enviado de Suyodhana —respondió Tremal-Naik en voz baja.
—Habla, manda. Nuestra vida está en tus manos.
—¿Corremos peligro de que nos oigan?
—No te preocupes por ello: están todos en el puente —dijo Palavan.
—¿Dónde está el capitán Macpherson?
—En su cabina; duerme todavía.
—¿Sabéis adonde va la fragata?
—Nadie lo sabe. El capitán Macpherson ha dicho que ya lo comunicará cuando lleguemos a nuestro destino.
—¿Entonces tampoco los oficiales saben nada?
—Nada.
—Por consiguiente, matando al capitán con él desaparecerá el secreto.
—Sin duda; pero tememos que la fragata vaya a Raimangal a asaltar a nuestros hermanos.
—No os habéis engañado, pero la fragata no desembarcará a sus hombres.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Haremos que salte por los aires antes de que llegue a la isla.
—Cuando tú lo quieras prenderemos fuego a la pólvora.
—¿Cuándo creéis que llegaremos a Raimangal?
—Hacia medianoche.
—¿Cuántos hombres hay a bordo?
—Un centenar.
—Está bien. A las once mataré al capitán y luego volaremos el barco. Una palabra más.
—Habla.
—Es preciso que el capitán duerma profundamente a las once.
—Echaré un narcótico en su botella de té frío —dijo Palavan.
—¿Se podrá llegar a su camarote sin ser visto?
—El camarote comunica con la batería. Esta noche la puerta estará abierta.
—Con esto basta. A las once venid a buscarme.
Tremal-Naik se puso de nuevo a comer. Devoró un bistec capaz de alimentar a tres personas, vació una tras otra varías tazas de excelente ginebra, hizo que le dieran una pipa y luego se subió a una hamaca y se tumbó en ella murmurando:
—Subir al puente no es oportuno. El capitán podría reconocerme.
Trató de adormecerse, pero estaba demasiado agitado. Miles de pensamientos asaltaban su mente. Pensaba en las aventuras pasadas. Pensaba en el último golpe que estaba a punto de realizar. Cosa extraña, incomprensible para él; cada vez que pensaba en el asesinato que estaba a punto de cometer se sentía invadir por un sentimiento nuevo para él; parecía que aquel delito le produjese horror.