Las tripulaciones de los numerosos barcos anclados a lo largo de las orillas comenzaban a despertarse. En aquella confusión de mástiles, cordajes y velas, aparecían hombres estirando sus miembros, mientras alguna monótona canción resonaba ya en el aire tranquilo.
Tremal-Naik se había puesto en pie. Sus miradas se habían fijado en la imponente mole del fuerte William, que se mostraba gigantesco en la semioscuridad.
—¿Dónde está la fragata? —preguntó con acento salvaje.
El
porom-hungse
se había puesto en pie también y escudriñaba la orilla ansiosamente con sus ojuelos negros de mirada de fuego.
—¡Allí! ¡Mira! Ante la segunda catarata… —gritó.
Tremal-Naik miró en la dirección que le indicaba y vio a poca distancia de la catarata, que comunicaba con los fosos del fuerte, una fragata de formas esbeltas, pero bastante hundida de popa a causa de la carga.
Un denso humo mezclado con escorias salía como un torbellino por la chimenea, formando en el aire una especie de sombrilla de gigantescas dimensiones. A la primera claridad del alba se veía sobre la toldilla a numerosos soldados y marineros ocupados en arrastrar y almacenar cajas y bocoyes, y en retirar los cables que ya se habían soltado de la orilla, mientras otros daban vueltas al cabrestante de proa para arrancar el ancla del fondo del río. Se comprendía a primera vista que aquel buque se preparaba para partir.
Tremal-Naik lanzó un grito de fiera herida.
—¡Se me escapa! ¡Rápido! ¡Rápido o todo se ha perdido…!
El
porom-hungse
hizo un gesto de cólera y luego se dejó caer en el banco murmurando:
—¡Demasiado tarde! ¡Suyodhana está perdido!
Los seis
thugs
redoblaron sus esfuerzos y el barco, impulsado por aquellos brazos robustos, reanudó su carrera. Las bordas gemían bajo los poderosos golpes de los remos y el agua se alzaba hasta por encima de la proa.
—¡Rápido! ¡Rápido! —gritaba Tremal-Naik, completamente fuera de sí.
—Es inútil —dijo de repente el viejo
thug,
abandonando el timón.
En aquel momento la fragata había abandonado el muelle y descendía majestuosamente por el río, vomitando torrentes de humo y lanzando silbidos agudos. También los remeros de la chalupa, agotados por la larga carrera, abandonaron los remos y miraron con ojos feroces al barco que pasaba a pocos metros de ellos.
De repente vieron a Tremal-Naik precipitarse a coger un fusil que estaba apoyado en el banco de popa, montarlo precipitadamente y apuntarlo hacia el buque.
Había aparecido en el puente de mando un hombre y el cazador de serpientes de la jungla negra le había reconocido.
—¡El! ¡El capitán! —gritó con voz entrecortada.
Estaba a punto de disparar cuando el
porom-hungse
le arrancó bruscamente el arma.
—No cometas semejante tontería —le dijo—. ¿Quieres que nos maten a todos?
Tremal-Naik se volvió hacia él con los puños levantados.
—¿Es que no le has visto? —preguntó.
—¿Y si hubieras fallado? —preguntó el
porom-hungse,
cruzando los brazos—. Todavía no se ha perdido todo y tú puedes salvarte y salvar a tus hermanos de las
sunderbunds
—continuó el viejo faquir—. ¿Te has olvidado de Hider? Nos espera cerca del «Devonshire».
Tremal-Naik no respondió; parecía aniquilado.
—A la orilla —ordenó el
porom-hungse.
La embarcación viró y remontó lentamente la corriente, dirigiéndose hacia el muelle del Strand. Estaba a punto de arribar cuando un marinero, que parecía haber estado escondido detrás de un gran montón de cajas y bocoyes, se lanzó hacia la orilla diciendo:
—¡Pronto: desembarcad!
Aquel hombre era Hider, el contramaestre del «Devonshire». Oyendo aquella voz, Tremal-Naik se puso en pie rápidamente y luego con un salto de tigre alcanzó la escalinata de la orilla.
—¡Ha partido! —gritó aproximándose al contramaestre.
—Ya lo sé —respondió Hider.
—Pero también tu cañonera debe partir, ¿verdad?
—Sí, esta noche, a medianoche.
—Entonces no se ha perdido todo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el contramaestre con estupor.
—Que podemos alcanzar al «Cornwall» —respondió Tremal-Naik.
—¿Cómo?
—En el «Devonshire».
Hider lo miró sin responder. Creía que al indio se le había trastornado el cerebro.
—¿Me has comprendido? —preguntó Tremal-Naik con una especie de exaltación.
—No, te lo juro.
—¿No es tu cañonera mucho más rápida que la fragata?
—Es verdad.
—Entonces alcanzaremos el barco del capitán y lo echaremos a pique.
—¡Echar a pique la fragata…! ¿Estás loco?
—¿Lo crees imposible?
—Por lo menos, dificilísimo. Y además yo no mando el «Devonshire». Si quisiera intentar cualquier cosa el comandante me pondría los grilletes en las manos y en los pies.
—Eso no ocurrirá; tengo mi plan. ¿Cuántos afiliados hay a bordo de la cañonera?
—Somos seis.
—¿A cuánto asciende toda la tripulación?
—A treinta y dos hombres —respondió Hider.
—Es necesario embarcar otros diez afiliados.
¡Es imposible!
—Todo es posible cuando se quiere —dijo el
porom-hungse,
que había asistido a aquella conversación. —Tremal-Naik es el enviado de Suyodhana y tú harás lo que él quiera.
—Que me diga qué debo hacer para embarcarlos y le obedeceré —dijo el contramaestre. —Estoy dispuesto a intentar todo con tal de salvar a nuestros hermanos de las
sunderbunds.
—¿Qué está embarcando ahora el «Devonshire»? —preguntó Tremal-Naik.
En los relojes de la ciudad inglesa era medianoche cuando el «Devonshire», que desde la mañana había encendido sus fuegos, abandonó a todo vapor el muelle del fuerte William, descendiendo velozmente por la negra corriente del Hugli.
La noche era bastante oscura. Ni luna ni estrellas en el cielo, que estaba cubierto por una negra franja de vapores. Pocas luces, en su mayor parte inmóviles, encendidas dentro de las cabañas de Kiddepur o en la proa de las embarcaciones ancladas en la orilla. Solamente hacia el norte se distinguía un extraño resplandor, una especie de alba blanquecina, debida a los millares de llamas que iluminaban la Ciudad Inglesa y la Ciudad Negra de Calcuta.
El capitán del buque, de pie en el puente, ordenaba la maniobra con voz metálica, dominando el fragor de los tambores de las hélices que mordían furiosamente las aguas y el formidable ronquido de la máquina. En el puente, mozos y marineros se dedicaban, a la vaga claridad de unas pocas linternas, a almacenar los últimos bocoyes y las últimas cajas que todavía obstaculizaban el puente. Ya había desaparecido Kiddepur en las espesas tinieblas, y ya habían sido tragadas por la oscuridad las últimas luces de las embarcaciones cuando un hombre, que hasta entonces había manejado el timón, atravesó agachado el puente haciendo una señal a un indio que estaba cerrando la escotilla cercana al palo mayor.
—Apresúrate —le dijo al pasar cerca de él.
—Estoy dispuesto, Hider —respondió el otro.
Pocos minutos después los dos indios descendían la escala que conducía a la cámara común, que en aquel momento estaba desierta.
—¿Y bien? —preguntó brevemente Hider.
—Nadie ha sospechado nada.
—¿Has contado los bocoyes señalados?
—Sí, son diez.
—¿Dónde los has colocado?
—A popa.
—¿Juntos?
—Cerca uno de otro —dijo el afiliado.
—¿Has advertido a los demás?
—Todos están dispuestos. A la primera señal se arrojarán sobre los ingleses.
—Es preciso actuar con prudencia. Esos hombres son capaces de prender fuego a la pólvora y hacer saltar a amigos y enemigos.
—¿Cuándo daremos el golpe?
—Esta noche, luego de que le hayamos suministrado un buen narcótico al comandante.
—¿Qué debemos hacer mientras tanto?
—Mandarás dos hombres a apoderarse de la armería y luego te cuidarás de las máquinas con los otros dos fogoneros. Tendremos necesidad de tu habilidad.
—No es la primera vez que trabajo en las calderas.
—Bien. Comienzo a actuar.
Hider volvió a subir a cubierta y dirigió su mirada al puente. El comandante paseaba de un lado a otro con los brazos cruzados sobre el pecho, fumando un cigarrillo.
Hider se dirigió a popa y sin dejarse ver descendió bajo cubierta, para detenerse ante la cabina del comandante. La puerta estaba cerrada; la abrió y se encontró en una pequeña cámara de ocho pies cuadrados, tapizada en rojo y amueblada elegantemente. Se acercó a una mesita sobre la que había una botella de cristal llena de limonada.
Una sonrisa diabólica le brotó en los labios.
—Cada mañana la botella sale vacía —murmuró. —El capitán, antes de acostarse, bebe siempre.
Hurgó en su pecho y extrajo un frasquito microscópico que contenía un líquido rojizo. Lo olfateó varias veces y luego dejó caer en la botella tres gotas.
La limonada hirvió, volviéndose roja, pero luego volvió a su color primitivo.
—Dormirá dos días —dijo. —Vamos a buscar a los amigos.
Salió y abrió una puertecilla que conducía a la bodega. Se oyó un ligero rumor debajo de la popa, seguido de un crujido, como si se montase un arma de fuego.
—¡Tremal-Naik! —llamó el
thug.
—¿Eres tú, Hider? —preguntó una voz ahogada. —Abre; aquí dentro nos ahogamos.
El
thug
cogió una linterna sorda, la encendió y se aproximó a los diez bocoyes colocados juntos.
Quitó las tapas y de los bocoyes salieron diez estranguladores, medio asfixiados, entumecidos y empapados de sudor por el excesivo calor que reinaba allí. Tremal-Naik se lanzó hacia Hider.
—¿Y el «Cornwall»? —le preguntó—. ¿Hay esperanza de alcanzarlo?
—Sí, si el «Devonshire» acelera la marcha.
—¡Es preciso abordarlo! ¡Ay de nosotros si no lo alcanzamos!
—Cálmate, Tremal-Naik. Ante todo, nos apoderaremos de las máquinas.
—¿Y después?
—Después iré a ver si el capitán ha bebido el narcótico que le he puesto en la limonada. Entonces entraréis en la cámara de popa y al primer silbido subiréis al puente. Los ingleses, cogidos por sorpresa, se rendirán.
—¿Están armados?
—Sólo tienen cuchillos.
—Apresurémonos.
—Estoy dispuesto. Voy a atar al oficial de máquinas.
Apagó la linterna, volvió a la cámara de popa y salió al puente justo en el momento en que el capitán dejaba el puente de mando.
—Todo va bien —murmuró el
thug,
viendo que se dirigía a popa.
Cargó su pipa y descendió a la sala de máquinas. Los tres afiliados estaban en su puesto, ante los hornos, hablando en voz baja.
El oficial de máquinas fumaba sentado en un taburete y leía un librito.
Hider con una ojeada advirtió a los afiliados que se mantuvieran dispuestos y se aproximó a la linterna que colgaba justamente encima de la cabeza del oficial.
—Permítame, sir Kuthingon, que encienda la pipa —dijo el contramaestre al inglés. —Arriba sopla un viento que apaga el fuego.
—Con placer —respondió el oficial.
Se alzó para retroceder. En aquel mismo instante el estrangulador lo agarró por la garganta tan fuertemente que le impidió emitir el grito más leve; luego con una sacudida vigorosa lo arrojó sobre la mesa.
—Estáte callado y nadie te hará daño —dijo Hider.
Los afiliados, a una señal suya, lo ataron y amordazaron, para arrastrarlo hasta ponerlo detrás de un gran montón de carbón.
—Que nadie lo toque —dijo Hider. —Y ahora vamos a ver si el capitán ha bebido el narcótico.
—¿Y nosotros? —preguntaron los afiliados.
—No os moveréis de aquí bajo pena de muerte.
—Está bien.
Hider encendió tranquilamente su pipa y subió la escala.
La cañonera navegaba ahora entre dos orillas completamente desiertas y su espolón hendía grupos de vegetales flotantes.
Los marineros estaban todos en cubierta y miraban distraídamente la corriente, charlando o fumando. El oficial de cuarto paseaba por el puente de mando charlando con el maestro armero.
Hider, muy satisfecho, se frotó alegremente las manos y, una vez vuelto a popa, descendió la escala de puntillas.
Cuando llegó ante el camarote del comandante arrimó la oreja a la puerta y oyó un sonoro ronquido. Giró la manija, abrió y entró, después de haber sacado de su cinturón un puñal para defenderse si era necesario.
El capitán se había bebido casi toda la botella de limonada y dormía profundamente.
Hider salió de la cabina y descendió a la bodega. Tremal-Naik y sus compañeros le esperaban empuñando los revólveres.
—¿Y bien? —preguntó el cazador de serpientes, poniéndose en pie.
—Las máquinas ya son nuestras y el capitán ha bebido el narcótico —respondió Hider.
—¿Y la tripulación?
—Está toda en cubierta y sin armas.
—Subamos.
—Despacio, compañeros. Necesitamos coger a los marineros entre dos fuegos, para impedir que se hagan fuertes bajo el castillo de proa. Tú, Tremal-Naik, quédate aquí con cinco hombres, mientras yo con los otros restantes llego a la cámara común. Al primer disparo, subid al puente.
—De acuerdo.
Hider empuñó un revólver con su mano derecha y un hacha con la izquierda, y atravesó la bodega, llena de cañones desmontados, bocoyes y barriletes. Le seguían cinco
thugs.
De la bodega el destacamento pasó a la cámara común y subió la escalera.
—Preparad las armas y… ¡fuego a discreción! —ordenó Hider.
Los seis hombres irrumpieron en el puente lanzando gritos salvajes.
La tripulación, cogida por sorpresa, se lanzó hacia la proa, sin saber todavía de qué se trataba.
Resonó un disparo de revólver que dio en tierra con el maestro armero.
—¡Kalí! ¡Kalí! —aullaron los
thugs.
Era el grito de guerra de los estranguladores y fue seguido por una tremenda granizada de proyectiles.
Algunos hombres rodaron por el puente. Los demás, desorientados, sorprendidos por aquel imprevisto ataque que ciertamente no esperaban, se precipitaron a proa lanzando gritos de terror.
—¡Kalí! ¡Kalí! —resonó en popa.