El brahmán miró al indio y, creyendo quizá que pertenecía a alguna casta inferior, hizo el gesto de arrojar el ramillete, como le obligaba a hacer en tales circunstancias su religión, pero el viejo
thug
lo retuvo con un gesto diciéndole con orgullo:
—Yo soy un seguidor de Kalí y pertenezco a la casta de los
sotteri
(guerreros).
—¿Qué quieres de mí? —preguntó el brahmán.
—Pedirte asilo hasta esta noche.
—¿No tienes casa?
—Sí, pero está lejos, y además tanto yo como mi compañero estamos expuestos a un gran peligro.
—¿Quién te amenaza?
—Esos cipayos que ves recorrer el río.
—¿Has robado?
—¡No!
—¿Has matado a hombres de tu casta o de la mía?
—Tampoco.
—Entonces sígueme —dijo el brahmán.
—¿Estaré seguro en tu casa…?
—Una pagoda es inviolable.
—Mira… —dijo en aquel momento Tremal-Naik. —Vienen los cipayos.
El viejo
thug
echó al río una rápida mirada. Las dos chalupas que se habían detenido cerca de la desembocadura del subterráneo de la vieja pagoda, una vez embarcados los cipayos de Bharata, estaban atravesando el Ganges a gran velocidad.
—Venid —dijo el brahmán.
Mientras los soldados remaban con toda su fuerza para llegar a la orilla opuesta y registrarla, el brahmán y los dos fugitivos atravesaron rápidamente la espesura de mangos y se adentraron en medio de un arrozal.
Allá lejos, por encima de la verde cima de los cocoteros que formaban un pequeño bosque, se veían erguirse las sutiles agujas de una pagoda, rematada por bolas de metal que el sol hacía destellar como si fuesen de oro.
El brahmán guió a sus huéspedes a través del arrozal y del bosquecillo y se detuvo ante una modesta pagoda; subió rápidamente la escalinata, empujó la gruesa puerta cubierta de planchas de bronce verduzco y los introdujo en el interior, cerrando luego la entrada con un enorme cerrojo.
—Estáis en el templo dedicado a la cuarta encarnación de Visnú —dijo. —Ningún indio osaría entrar aquí sin mi permiso.
—Los cipayos están al servicio del gobierno inglés —observó Tremal-Naik.
—Pero no dejan de ser de raza india —respondió el sacerdote brahmán.
El templo estaba casi despojado de ornamentos, pero, en medio de él, surgía un monstruoso animal de metal dorado, mitad hombre y mitad león, que representaba a Visnú en su cuarta encamación.
El brahmán se acercó a la estatua e hizo saltar un muelle escondido en el vientre del monstruoso animal; así abrió una portezuela capaz de dejar pasar a un hombre. Empujó dentro a los dos indios diciéndoles:
—Aquí estaréis seguros; nadie os descubrirá.
El interior de aquel león de cabeza humana estaba vacío y había espacio suficiente para contener cómodamente a seis personas. A través de los ojos del monstruo, grandísimos y fabricados de un material transparente, se filtraba una luz suficiente para iluminar aquel escondite.
Los dos indios se acercaron a los ojos y pudieron distinguir muy bien no sólo las paredes de la pagoda, sino también la puerta que se abría sobre la escalinata. El viejo
thug
hizo un signo de satisfacción.
—Podremos observar lo que ocurra dentro de la pagoda —dijo.
—¿Desconfías del brahmán? —preguntó Tremal-Naik.
—No —respondió el
thug. —
Los brahmanes odian a los ingleses porque son los opresores de la India, y odian también a los cipayos que han aceptado el yugo vergonzoso y que incluso han llegado a hacerse aliados de la maldita raza blanca. Ha prometido salvarnos y aunque ignore el motivo de nuestra fuga mantendrá escrupulosamente su palabra.
—¿Y crees que los cipayos nos dejarán tranquilos?
—No tengo tal esperanza. Si han logrado descubrir nuestras huellas, bloquearán la pagoda y quizás incluso se atrevan a entrar para buscarnos.
—Corremos el peligro de que nos apresen.
—¿Quién va a suponer que estamos escondidos en el cuerpo de este animal?
—Pueden tener cualquier sospecha y desventrar a la encarnación de Visnú.
—¿Indios…? ¡No! No cometerían jamás tal sacrilegio.
—Está bien, pero si bloquean la pagoda nos impedirán salir —dijo Tremal-Naik.
—Acabarán cansándose.
—Y mientras tanto el capitán partirá hacia Raimangal.
El
thug
acusó aquella observación.
—Es verdad —murmuró. —Y, si parte, será la ruina para todos los seguidores de Kalí.
—Y quizá la muerte de la muchacha que amo —dijo Tremal-Naik con un suspiro ahogado. —No, ese hombre no debe partir: es preciso que yo lo mate, para arrancar de la muerte a la Virgen de la pagoda.
El viejo
thug
había quedado silencioso, sin saber qué responder. De repente, se golpeó la frente exclamando con voz de triunfo:
—¡Hemos olvidado el
porom-hungse
!
—¿El faquir del brazo anquilosado?
—Sí, Tremal-Naik.
—¿Qué quieres decir?
—Quizás ese hombre pueda salvarnos.
—¿Cómo?
—No lo sé, pero tengo gran fe en el viejo Nimpor. Es temido y respetado, sabe hacerse obedecer por todas las demás sectas de faquires y encantadores de serpientes y lo puede todo. Avisémosle de nuestra peligrosa situación y verás cómo encuentra algún modo de hacernos salir de aquí y ponernos a salvo.
—¿Y quién se encargará de avisarle? —preguntó preocupado Tremal-Naik.
—El brahmán.
En aquel momento resonó un golpe en la pagoda, despertando el eco de la gran cúpula.
—¡Los cipayos! —exclamó el viejo
thug,
con un estremecimiento.
—Silencio —recomendó Tremal-Naik.
El brahmán debía de esperar aquella visita, porque apenas había resonado la llamada en la pagoda cuando los dos fugitivos lo vieron salir de una especie de biombo detrás del cual quizás estaba orando y dirigirse con paso presuroso hacia la puerta.
Tremal-Naik y el viejo
thug
espiaban sus movimientos a través de los ojos transparentes del monstruo que les servía de escondite.
El sacerdote descorrió el grueso cerrojo y abrió lentamente la puerta, teniendo sin embargo los brazos extendidos de modo que impedía el acceso a la pagoda.
Cuatro soldados armados de fusiles se presentaron precedidos por un sargento en el que Tremal-Naik y su compañero reconocieron en seguida a Bharata.
—¿Qué deseáis? —preguntó el brahmán fingiendo la mayor sorpresa.
Los cinco indios, al encontrarse ante aquel sacerdote que pertenecía a una casta tan elevada, permanecieron un poco perplejos; pero el sargento, más resuelto dijo:
—Perdóname, sacerdote de Brahma, si te he importunado. En lugar de encontrarte a ti creía que encontraría a dos hombres que desde ayer seguimos encarnizadamente.
—¿Y venís a buscarlos en esta pagoda? —preguntó el brahmán con estupor creciente.
—Tenemos la sospecha de que se han refugiado aquí —dijo Bharata. —Hemos seguido sus huellas y si no nos hemos engañado los dos indios deben haber llegado a los alrededores de la pagoda.
—Aquí no ha entrado nadie.
—¿Estás seguro?
—No he visto a nadie, conque podéis iros a buscar en otra parte a esos dos hombres.
Diciendo esto, hizo gesto de cerrar la puerta del templo. Bharata, que quizá no estaba persuadido de lo que había oído, le impidió cerrarla.
El brahmán arrugó la frente.
—¿Te atreves? —dijo.
—Yo no me atrevo a nada —respondió el sargento con acento resuelto. —Busco a esos dos hombres y nada más.
—¿Qué quieres?
—Visitar la pagoda.
—¿Hombres armados en un templo dedicado a Visnú, el dios conservador, que todos los indios temen y adoran?
—Dejaremos las armas de fuego, si esto te place, pero entraremos.
—Bien, hacedlo —respondió el brahmán temiendo que una resistencia mayor aumentase las sospechas del sargento.
—Te lo agradecemos —respondió simplemente el sargento Bharata.
Hizo que sus hombres dejasen las armas de fuego y luego, volviéndose hacia un segundo grupo de cipayos que se habían detenido al pie de la escalinata, les dijo:
—Vosotros rodead la pagoda y, si veis huir a alguien, disparad.
Dicho esto, entró junto con los otros cuatro, manteniendo su mano derecha sobre la guarda del sable para estar dispuesto a desenvainarlo en caso de peligro.
La pagoda no ofrecía escondrijos que visitar, ya que apenas tenía anexa una sola habitación que servía de vivienda al brahmán. Sin embargo, los cinco cipayos exploraron minuciosamente todos los rincones, golpearon las piedras del pavimento para asegurarse de que bajo ellas no existían pasajes subterráneos y luego se detuvieron ante la estatua monstruosa del dios.
Bharata quizás hubiera querido cerciorarse de que estaba vacía, pero no osó cometer semejante profanación. También él era un indio y, aunque se encontraba desde hacía muchos años al servicio del capitán, no había renunciado a su religión.
—¿Me aseguras que ningún hombre se ha refugiado en esta pagoda? —preguntó nuevamente al brahmán.
—No ha entrado ninguna persona —respondió tranquilamente el sacerdote.
Los cinco salieron lentamente del templo lanzando alrededor una última mirada y descendieron por la escalinata.
El brahmán esperó a que se hubieran alejado, luego cerró la puerta y, habiendo dado una vuelta por el templo, se puso a observar por detrás de un pequeño agujero casi escondido por una cabeza de elefante esculpida en un bloque de piedra negra.
—¡Ah! —murmuró después de unos instantes. —Se preparan para bloquear la pagoda. Bien, hacedlo; si vosotros sois pacientes, también lo seremos nosotros, hombres malditos vendidos a la raza que oprime a nuestro país.
Dejó el observatorio, se dirigió hacia la monstruosa divinidad e hizo saltar el muelle. A través de la portezuela aparecieron en seguida las cabezas de Tremal-Naik y del viejo
thug.
—Por ahora nada tenéis que temer —dijo el brahmán.
—¿Se han ido?
—No, bloquean la pagoda.
—Sin embargo, es preciso que huyamos —dijo Tremal-Naik. —Nos esperan en otra parte.
—Si salís, esos renegados os aprehenderán —respondió el brahmán.
—Escucha —dijo el
thug. —
¿Tienes un hombre de confianza?
—Sí, el muchacho encargado de traerme los víveres.
—¿Cuándo vendrá?
—Dentro de poco.
—Es necesario que vaya a buscar a un
porom-hungse
que se llama Nimpor. Ese faquir, que es amigo nuestro, nos salvará.
—¿Dónde se encuentra?
—En la pagoda dedicada a Krisna. Lo llaman el faquir de la flor, porque tiene una plantita en su mano izquierda.
—Mandaré a buscarlo —dijo el brahmán—. ¿Qué deberán decirle?
—Que sus dos amigos, Tremal-Naik y Moh, se encuentran sitiados por los soldados en esta pagoda.
—Añadirás que los cipayos están guiados por el sargento del capitán Macpherson.
—Antes de la noche tendréis noticias del
porom-hungse,
os lo prometo —dijo el brahmán.
Les llevó una cazuela llena de arroz condimentado con pescado, una botella de jugo de
tody
ligeramente fermentado y bananas de esa especie pequeña y exquisita que en todas las épocas ha constituido la comida preferida de los sabios y sacerdotes de Brahma, por lo que el árbol que las produce es denominado por los modernos botánicos
musa sapienti.
Hecho esto, volvió a cerrar la portezuela recomendando a los dos prisioneros que comiesen con apetito y descansasen sin ningún temor.
Tremal-Naik y el viejo
thug,
que estaban hambrientos, ya que no habían probado bocado desde la noche anterior, se apresuraron a hacer desaparecer los víveres y luego se tendieron lo mejor que pudieron, dejando sus puñales al alcance de la mano, y se durmieron plácidamente.
Ya dormían desde hacía bastantes horas cuando fueron despertados por el salto del muelle. Temiendo siempre una traición, se alzaron rápidamente con los puñales en la mano.
La oscuridad había invadido el interior del monstruoso animal, pero por la portezuela abierta vieron entrar un poco de luz, suficiente para distinguir la cara leal del sacerdote brahmán.
—El muchacho ha vuelto ahora —les dijo.
—¿Ha llevado el mensaje? ¿Qué le ha respondido el faquir? —preguntó Tremal-Naik.
—Que esta noche os veréis libres.
—¿Cómo?
—No lo sé, pero me ha dado orden de iluminar el templo y prepararme para recibir una procesión, ya que deben festejar el
madame-pon-gol.
Ya ayer por la noche en todas las casas de la ciudad india se ha celebrado el
poerum-pongol.
—¿Vendrá entonces él?
—Sí, y creo adivinar su plan —dijo el sacerdote.
—¿Cuál sería?
—Transportaros quizá fuera de aquí junto con el dios para bañarlo en las aguas del Ganges.
—¿Sabe Nimpor que estamos escondidos aquí dentro?
—He encargado al muchacho que se lo dijese.
—Debe de ser tarde —dijo el viejo
thug.
—El sol está a punto de ocultarse.
—¿Y los cipayos? —preguntó Tremal-Naik.
—Siguen vigilando en el exterior —respondió el sacerdote—. Sin embargo, les engañaremos.
—¿No se opondrán a la fiesta?
—Que prueben a hacerlo, si tienen valor. Nadie, ni siquiera las autoridades inglesas, pueden impedirnos la celebración de nuestras fiestas.
Volvió a cerrar la portezuela, fue a espiar a los soldados que habían acampado a poca distancia de la pagoda y habían puesto centinelas en distintos puntos para impedir cualquier evasión, y por medio de una escalerilla que ascendía alrededor de la cúpula subió a lo alto de la pagoda.
Desde aquella altura sus ojos podían abarcar un gran espacio de la campiña circundante. A los últimos rayos del sol poniente, el brahmán podía observar las espléndidas orillas del río gigante, los campos que se extendían detrás de la pagoda con sus bosques de cocoteros, sus plantaciones de índigo y de algodón y sus arrozales, y podía distinguir también en lontananza la Ciudad Blanca y Negra, yaciendo blandamente en la orilla izquierda del Ganges. El sol se ocultaba en medio de un océano de fuego, haciendo flamear con sus últimos rayos las aguas del sagrado río y las cúpulas de las innumerables pagodas que se erguían entre el verde oscuro de las palmas, los tamarindos, los cocoteros, los
tara
y los
banian.