—¿Lo logrará? —bisbiseó el maharata al oído de Tremal-Naik.
—Darma es inteligente —respondió el cazador de serpientes.
—¿Y si falla?
Tremal-Naik experimentó un estremecimiento.
—Daremos la batalla —dijo después con voz firme—. ¡Calla y observa!
El indio no había oído todavía nada, tan silencioso era el paso del feroz animal; de repente éste se detuvo, recogiéndose sobre sí mismo. Tremal-Naik apretó fuertemente la mano de Kammamuri. El tigre sólo estaba a diez pasos del indio. Pasaron dos segundos y luego el tigre dio un salto soberbio. Hombre y animal cayeron por tierra y se oyó un sordo crujido, como de huesos que se quiebran. Tremal-Naik y Kammamuri se lanzaron hacia el fuego, dirigiendo las carabinas hacia el corredor.
—¡Bravo, Darma! —dijo Tremal-Naik, pasándole una mano por el robusto lomo.
Se aproximó al indio y lo miró. El tigre le había aplastado la cabeza entre los dientes.
—Darma no podía ejecutar el golpe con mayor destreza —se admiró Tremal-Naik. —Verás, Kammamuri, que con este bravo compañero haremos grandes cosas. Me parece que la salvación de la que amo es ya una cosa, fácil.
—También lo creo yo, patrón. Será un magnífico golpe cuando Darma caiga en medio de la horda: pondremos en fuga a todos.
—Y nosotros nos aprovecharemos para raptar a Ada.
—¿Y dónde la llevaremos?
—En principio a la cabaña; luego veremos si será mejor llevarla a Calcuta o más lejos.
—¡Silencio, patrón!
—¿Qué pasa?
—¡Escucha!
A lo lejos se oyó una aguda nota. Los dos indios la reconocieron en seguida.
—¡El
ramsinga
! —Exclamaron.
Un golpe sordo y formidable resonó por los corredores y repercutió varías veces. Era un estrépito semejante al que habían oído la noche de su llegada a Raimangal para buscar a su fiel compañero Hurti, y que tanto les había sorprendido.
Tremal-Naik tembló de pies a cabeza y tuvo la impresión de que sus fuerzas se centuplicaban. Dio un salto de tigre alzando la carabina.
—¡Medianoche! —exclamó, con un tono de voz que nada tenía de humano.
No supo decir nada más. Emitió un grito entrecortado y se lanzó furiosamente por la galería, seguido de Kammamuri y el tigre.
Parecía una fiera en lugar de un hombre. Tenía los ojos inyectados en sangre y blandía en su mano derecha el cuchillo, pronto a destrozar cualquier obstáculo. No tenía miedo de nadie. Mil indios no lo hubieran detenido en su loca carrera.
El
hauk
continuaba redoblando, desatando todos los ecos de las cavernas y de las galerías, llamando a reunión a los sectarios de la misteriosa diosa; y en la lejanía se oían las agudas notas del
ramsinga
y un confuso murmullo de voces. El terrible momento se aproximaba; la medianoche estaba a punto de sonar.
Tremal-Naik redoblaba su velocidad importándole poco que se oyeran sus pasos precipitados.
De repente en el fondo de una galería apareció una inmensa claridad y se oyó retumbar un tumulto de gritos.
—¡Aquí están! —gritó Tremal-Naik con voz entrecortada.
Kammamuri se lanzó hacia él y reuniendo todas sus fuerzas lo detuvo.
—¡Ni un paso más! —le conminó. —Si aprecias la vida de tu Ada, no des un paso más. Si irrumpes en esa caverna antes de tiempo estaremos perdidos. ¡Y ella también estará perdida! No te precipites, patrón, y la salvaremos.
—Tendré calma, pero no nos detengamos aquí, Kammamuri.
—No, no nos detendremos. Ven conmigo, pero no cometas una imprudencia o te abandono. Dame la mano.
Kammamuri agarró la mano izquierda de Tremal-Naik y ambos se adentraron en la caverna. Poco después se detenían detrás de una enorme columna, desde donde podían ver sin ser descubiertos.
Un extraño espectáculo se ofrecía a sus ojos.
Ante ellos se abría una amplísima caverna, excavada en el granito rojo como los famosos templos de Ellora, sostenida por veinticuatro columnas adornadas de extrañas esculturas, cabezas de elefantes, leones y divinidades. A los pies de cada columna se distinguía a Parvadi, diosa de la muerte, sentada sobre un león, y a la diosa Ganesa con sus ocho brazos, sentada entre dos elefantes que unían sus trompas por encima de su cabeza.
En los cuatro ángulos había estatuas de Siva y en el medio se erguía el simulacro de una diosa monstruosa, con la lengua roja saliéndole de la boca, un cinturón de manos y un collar de cráneos, una diosa semejante a la que Tremal-Naik había visto en la pagoda.
De la bóveda, cubierta por altos relieves que representaban los combates de Rama con el tirano Ravana, raptor de la bella Sita, y las guerras de los Kurus y los Pandus por la posesión de Babrata Varca, pendían numerosas lámparas de bronce, que esparcían a su alrededor una luz azulenca, lívida y cadavérica.
Cuarenta indios casi desnudos, con el tatuaje de la serpiente en el pecho, el lazo de seda alrededor de su cintura y el puñal en la mano, estaban sentados alrededor, a la moda musulmana, es decir con las piernas cruzadas, y miraban a la monstruosa divinidad de bronce. Uno de ellos tenía al lado un enorme tambor, un
hauk,
adornado con plumas y crines, y de vez en cuando lo golpeaba haciendo resonar las bóvedas de la caverna.
Tremal-Naik, al llegar al umbral de aquella sala se había detenido detrás de una columna colosal, sorprendido y aterrorizado al mismo tiempo, pero apretando convulsivamente las armas.
—¡Ada…! —murmuró recorriendo con una sola mirada toda la caverna—. ¿Dónde está mi Ada…?
Un rayo de alegría brilló en los ojos del pobre indio.
—¡El sacrificio no ha comenzado todavía! —exclamó. —Bendito sea Siva.
—No hables así de fuerte, patrón —recomendó Kammamuri, estrechando el cuello del tigre. —Si todos los indios que habitan el subterráneo están aquí, raptar a tu mujer no será imposible.
—¡Sí, sí, la salvaremos, Kammamuri! —exclamó Tremal-Naik con exaltación. —Haremos una horrible matanza.
—Silencio…
El
hauk
sonaba doce golpes y los cuarenta indios se alzaron al mismo tiempo.
Tremal-Naik experimentó un encogimiento en el corazón y se agarró a la columna como si temiese no saber dominarse…
—¡Medianoche! —dijo con voz sofocada.
—Calma, patrón —le recomendó por última vez Kammamuri agarrándole por el cinturón.
Una puerta se abrió con gran estrépito y un indio de alta estatura, delgadísimo, con la faz adornada por una barba larga y negra, ojos brillantes y el cuerpo envuelto en un rico manto de seda amarilla, entró en la caverna.
—¡Salve a Suyodhana, hijo de las sagradas aguas del Ganges! —exclamaron a coro los cuarenta indios.
—¡Salve a Kalí y a sus hijos! —respondió el indio con voz grave.
Al divisar a aquel hombre Tremal-Naik lanzó una sorda imprecación.
—¡Mira a ese hombre! —exclamó entre dientes.
—Sí, ya lo sé, es el jefe de estos malditos.
—Es el mismo que me apuñaló.
Suyodhana atravesó rápidamente el templo, se inclinó ante la monstruosa divinidad de bronce y volviéndose hacia los indios gritó con voz atronadora:
—Ha sonado la última hora de la Virgen de la pagoda, hermanos. Manciadi ha muerto.
Un murmullo amenazador recorrió las filas de los indios.
—Que suenen los
taré
—ordenó Suyodhana.
Dos indios tomaron sendas trompetas larguísimas y arrancaron de ellas algunas notas tristes como lamentaciones.
Cien indios cargados de leña irrumpieron en la caverna y levantaron frente a la diosa, al pie de una columnata, una gigantesca pira sobre la que vertieron torrentes de aceite perfumado.
Un grupo de
dewadasi
saltó haciendo piruetas a la sala, haciendo tintinear campanillas y mazorcas de plata, y rodeó a la diosa Kalí.
Los indumentos de aquellas danzarinas eran fastuosos, gráciles y hacían resaltar la belleza y la gracia de sus actitudes. Sutilísimas corazas de oro, sembradas de diamantes de luz maravillosa, brillaban sobre sus pechos, sujetas al talle por una larga faja de cachemira; unos cortos faldellines de seda roja resaltaban sobre los pantalones blancos que descendían hasta los tobillos. Llevaban en los brazos y en las piernas anillos y campanillas de plata, y ligeros velos, de colores vivísimos, cubrían sus cabezas.
Al sonido del
hauk y
de los fúnebres
taré
comenzaron en torno a la diosa Kalí una danza desenfrenada, haciendo voltear por el aire sus velos de seda azul o roja, y formando un entrecruzamiento de un efecto mágico y sorprendente.
De repente la danza cesó. Las
dewadasi
desfilaron ante la diosa tocando la tierra con la frente y se retiraron a un lado uniéndose en un grupo espléndido y pintoresco.
Los indios, que habían vuelto a sentarse, a una señal de Suyodhana se volvieron a poner en pie. Tremal-Naik comprendió que el suplicio iba a comenzar.
En lontananza resonó el redoble de tambores. Tremal-Naik se enderezó con los ojos llameantes y los puños cerrados en las culatas de sus pistolas.
—¡Aquí están! —rugió con indefinible acento de odio.
Los tambores se aproximaban y su redoble repercutía indefinidamente bajo las negras bóvedas de la caverna y por los tenebrosos corredores. Pronto se oyeron voces discordantes y salvajes, acompañadas por el sonido de los
tam-tam.
El tigre emitió un sordo gruñido y agitó la cola.
Se abrió una gran puerta y entraron diez estranguladores con grandes vasos de terracota cubiertos de piel, que los indios llaman
mirdengs.
Luego, detrás de aquellos diez entraron otros veinte con grandes
gautha,
especie de campanillas de bronce, y luego otros doce provistos de
ramsinga, taré
y
tam-tam.
Finalmente, detrás de aquellos hombres, que hacían un ruido espantoso, apareció la infeliz Ada con su coraza de oro constelada de diamantes, calzones de seda blanca y los cabellos sueltos sobre los hombros.
La víctima, que aquellos hombres sin piedad se preparaban a sacrificar en la hoguera, estaba pálida como un cadáver.
Dos estranguladores cubiertos por una larga túnica de seda amarilla la sostenían y otros diez le seguían cantando los elogios de su heroísmo y prometiéndole infinitas felicidades en el paraíso de Kalí, en recompensa de sus virtudes.
El momento terrible estaba ya cerca. Suyodhana había ya prendido fuego a la pira y las llamas se alzaban, como serpientes, hacia la bóveda de la caverna; ya los estranguladores, ensordeciéndola con mil aullidos, la arrastraban hacia el fuego; ya los tambores y los
taré
entonaban la marcha de la muerte.
Un grito desgarrador resonó en la caverna.
—¡Tremal-Naik! —gritó la víctima.
En el fondo del negro corredor resonó un grito feroz:
—¡Destroza, Darma…! ¡Destroza…!
El gran tigre de Bengala sólo esperaba aquella orden. Salió de su escondite con las fauces abiertas y las garras tensas, emitió un ronco rugido, y luego se lanzó con un salto gigantesco y cayó en medio de la multitud de los estranguladores.
Un grito de terror brotó de todas las gargantas a la vista del feroz carnívoro que ya había lanzado a tierra con dos potentes zarpazos a dos hombres.
—¡Destroza, Darma…! ¡Destroza…! —repitió la misma voz de antes.
Luego resonaron cuatro detonaciones que lanzaron por tierra a cuatro indios y obligaron a arrodillarse a los restantes. Y en medio de la nube de humo apareció el cazador de serpientes de la jungla negra, con la faz desencajada y empuñando el cuchillo.
Romper con irresistible impulso las filas de los indios aterrorizados, agarrar a la jovencita que había caído por tierra desmayada, apretarla entre los brazos y desaparecer bajo la galería con Kammamuri y el tigre a sus talones, fue para Tremal-Naik cosa de un solo momento.
Los subterráneos de Raimangal, habitados por los sectarios de Kalí, eran enormemente vastos, quizás bastante más que los famosos subterráneos de Mavalipuran y Ellora.
Infinitas galerías surcaban el subsuelo en mil direcciones, algunas tan bajas que un hombre no podía permanecer en pie y otras altísimas y amplias, algunas rectas, otras tortuosas, algunas que subían hasta casi la superficie pantanosa de la isla y otras que descendían a las entrañas de la tierra.
Por un lado antros horribles, húmedos, fríos, obscurísimos y deshabitados durante siglos; por otro, cavernas, grutas, pagodas adornadas con monstruosas y extrañas figuras de la mitología india y llenas de columnas, y muchos pozos que daban accesos a subterráneos todavía más tenebrosos y quizás ignorados incluso de los propios estranguladores.
Una vez llevado a cabo su golpe de mano, Tremal-Naik se había lanzado bajo las negras bóvedas de la primera galería que se abría ante él, seguido por Kammamuri y el tigre. No sabía donde terminaba aquella galería, pero no se preocupaba. No veía, pero esto, por lo menos por el momento, le tenía sin cuidado.
Le bastaba con huir; le bastaba con poner entre sí y los estranguladores el mayor espacio posible, antes de que se recuperasen de la sorpresa y del terror desencadenado por la imprevista aparición del tigre y que organizaran la caza del hombre.
Había arrojado parte de sus municiones para ir más ligero y corría con la máxima velocidad sin desviarse.
Entre sus brazos estrechaba a la jovencita desvanecida y, poniendo todo cuidado para librarla de cualquier choque, repetía de vez en cuando:
—¡Salvada…! ¡Salvada…!
Kammamuri le seguía a duras penas, tambaleándose en la oscuridad, flanqueado por el fiel Darma que de cuando en cuando lanzaba un sordo gruñido.
—Detente, patrón —repetía el pobre maharata. —Yo me pierdo.
Tremal-Naik, por el contrario, aceleraba su carrera y respondía invariablemente:
—¡Adelante…! ¡Adelante…! ¡Ada está salvada…!
Corría ya diez minutos cuando chocó contra una pared que le cerraba el paso. El choque fue tan fuerte que cayó pesadamente a tierra, arrastrando con él a la muchacha.
Se levantó en seguida manteniendo siempre entre sus brazos a la jovencita, y chocó contra Kammamuri, que, transportado por el impulso, estuvo a punto de romperse el cráneo contra la pared.
—¡Patrón! —exclamó el maharata, aterrorizado—. ¿Qué sucede?
—¡El camino está cortado! —aclaró Tremal-Naik dirigiendo a su alrededor una mirada feroz.