El misterio de la jungla negra (31 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El misterio de la jungla negra
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Las horas pasaron así, con lentitud. Nadie descendió al camarote ni él se atrevía a subir al puente; incluso los dos afiliados no se habían dejado ver.

Tremal-Naik comenzaba a experimentar algún temor y se preguntaba si les habría ocurrido a los dos
thugs
alguna desgracia.

A las ocho el sol descendió en el horizonte y la noche se cernió rápidamente sobre las azules olas del golfo de Bengala. Tremal-Naik, presa de la más viva ansiedad, subió la escala y asomó la cabeza por el puente.

Soldados y marineros estaban en la cubierta, algunos amontonados a proa con los ojos fijos en oriente, otros subidos a las jarcias, cofas, crucetas y vergas.

A popa distinguió a algunos hombres que estaban preparando embarcaciones.

Miró al puente de mando. Cuatro oficiales paseaban fumando y charlando vivazmente. No estaba el capitán Macpherson.

Volvió a la hamaca y esperó.

Los relojes de a bordo dieron las nueve, luego las diez y finalmente las once. Apenas habían cesado las últimas campanadas cuando dos sombras descendieron silenciosamente la escala.

—Rápido —dijo una voz autoritaria, —no tenemos un minuto que perder. Raimangal está a la vista.

Tremal-Naik reconoció a los dos afiliados.

—¿El capitán? —preguntó con un hilo de voz.

—Duerme —contestó Bindur. —No cabe duda de que ha bebido narcótico.

—Vamos.

Al pronunciar esta palabra la voz de Tremal-Naik tembló. Experimentó un estremecimiento tan fuerte que se turbó.

Palavan abrió una portezuela y entraron en la batería, deteniéndose ante una segunda puerta que conducía a la cámara de popa.

—Tú, Bindur, descenderás a la santabárbara y prepararás una mecha —dijo Tremal-Naik.

—¿Y yo? —preguntó Palavan. —También quiero hacer algo.

—Buscarás tres salvavidas y luego acudirás aquí.

Tremal-Naik agarró un hacha, atravesó el umbral y penetró en la cabina iluminada por una linterna.

Lo primero que vio fue un espejo que reflejaba su imagen. Al mirarse en él tuvo miedo.

Su cara aparecía horriblemente transformada, regada por gruesas gotas de sudor: tenía los ojos llameantes como hojas de puñales.

Bajó la mirada hacia un lecho cubierto por una espesa mosquitera. Un ligero suspiro llegó hasta él.

Dio tres pasos y con mano trémula levantó el velo.

El capitán Macpherson estaba tumbado en el lecho y sonreía. Sin duda estaba soñando.

Alzó sobre el durmiente el hacha, pero la volvió a bajar en seguida, como si las fuerzas le faltasen de repente.

—Este asesinato me repugna —murmuró—. ¡Es horrible matar así, a traición!

Después, alzando la voz, casi para infundirse valor, dijo:

—Pero tengo que hacerlo, ¡lo tengo que hacer por ti, Ada!

Alzó la mano armada para asestar el golpe, pero quedó paralizado.

El capitán se había sentado y lo miraba con ojos asombrados.

—¡Ada! —exclamó Macpherson con viva emoción—. ¿Quién pronuncia el nombre de mi hija? ¿Y qué haces tú aquí en mi camarote?

Un relámpago atravesó el cerebro de Tremal-Naik.

—¿Quién sois
vos?
—preguntó con voz entrecortada—. ¿De qué Ada intentáis hablar? ¿De la mía quizás?

—¿De la tuya? —exclamó el capitán enfrentándosele y desarmándolo resueltamente—. ¡Hablo de mi hija!

—¡Poderoso Brahma! ¡Si fuera cierto! ¡Una palabra, capitán; un nombre, por favor! ¿Cómo se llama vuestra hija?

—Ada Corishant —contestó el oficial cada vez más asombrado. Tremal-Naik escondió el rostro entre las manos lanzando un grito.

—¡Mi prometida! ¡Y yo estaba a punto de matar a su padre! ¡Ah! ¡Qué horrible complot!

Luego, cayendo de rodillas, exclamó:

—¡Perdón! ¡Perdón!

El capitán miraba a Tremal-Naik preguntándose si soñaba o estaba despierto.

—¡Pero explícate de una vez! —exclamó, dirigiéndose a Tremal-Naik.

Tremal-Naik, con la
voz
rota por los sollozos, en pocas palabras le reveló la trampa infernal de Suyodhana.

—¿Y tú sabes dónde está mi hija? —preguntó el capitán pálido por la emoción.

—Sí, y os llevaré a donde se encuentra —dijo Tremal-Naik.

—Devuélvemela y te juro que si te ama será tuya.

—¡Ah! ¡Gracias, capitán! Mi vida es vuestra.

—No perdamos tiempo; corramos a Raimangal. Yo estaba a punto de llegar allí y asaltar a los
thugs
en su cubil.

—Un instante: tengo dos cómplices a bordo y están a punto de hacer saltar el barco.

—Los colgaremos.

Salieron corriendo y subieron al puente.

—Cuatro hombres a la santabárbara —gritó el capitán, —y que se detenga a los traidores que están a punto de dar fuego a la mecha.

En vez de cuatro, veinte hombres se precipitaron hacia el depósito de municiones. Poco después se oyeron dos zambullidas seguidas de algunos disparos.

—Se han lanzado al mar —dijo un oficial acudiendo al puente.

—Que se ahoguen —dijo el capitán—. ¿Está segura la pólvora?

—¡Sí!

—¡Dios nos protege! ¡A toda máquina hacia el Mangal!

LA VICTORIA DE TREMAL-NAIK

El «Cornwall», escapado milagrosamente del estallido de su santabárbara, navegaba ahora a todo vapor hacia las
sunderbunds.

Tremal-Naik había relatado ya todo y el capitán Corishant quería caer sobre la cañonera de Hider antes de que la tripulación pudiese darse cuenta del ataque y avisar al formidable Suyodhana del golpe fallado y de la traición.

Presa de una ansiedad indescriptible, el capitán, de pie en el castillo de proa, provisto de un fuerte anteojo, escrutaba ansiosamente las tinieblas y señalaba la ruta a los timoneles para evitar los numerosos bajos fondos. Tremal-Naik a su lado aguzaba su vista de águila para tratar de descubrir la embocadura del Mangal.

—¡Rápido! ¡Rápido! —repetía—. ¡Si los
thugs
se dan cuenta del ataque, Ada está perdida!

—Ahora que sé dónde se encuentra ella y tú me guías no tengo ningún temor, mi valiente indio —respondía el capitán—. ¡Ah! ¡Finalmente podré verla, después de tantos años! ¡Qué alegría! ¡El destino me debía esta revancha!

—¡Y pensar que yo estaba a punto de mataros y que vuestra cabeza debía salvar a Ada de la muerte! ¡Qué drama tan horrible!

—¿Y estabas realmente resuelto a matarme?

—¡Sí, capitán! Si el narcótico hubiera sido más poderoso…

—¿Qué narcótico? —preguntó Corishant, asombrado.

—El que Bindur y Palavan echaron en vuestro té frío.

—¡Pero si no lo bebí! ¡Ah…!

—¿Qué os pasa?

—¡Recuerdo haber probado el té, pero estaba demasiado amargo!

—Dios me ha asistido.

—Y ha sido vuestra salvación, capitán. Si no os hubierais despertado yo no habría dudado en mataros y quizás…

—¡El Mangal! —gritó en aquel momento el oficial de cuarto.

—¿Dónde? —preguntó el capitán.

—Ante nosotros, señor.

No se había engañado el oficial. Ante el «Cornwall», a medio kilómetro de distancia, se veían brillar en las tinieblas dos puntos luminosos, uno rojo y otro verde.

—¡El «Devonshire!» —exclamó Tremal-Naik.

—¡Atrás las máquinas! —ordenó el capitán.

Transportado por su propio impulso, el barco prosiguió su carrera cincuenta o sesenta metros y luego permaneció inmóvil.

—Botad tres chalupas al mar: y que cuarenta hombres armados se embarquen con tres espingardas —dijo el capitán.

Después, volviéndose hacía Tremal-Naik, continuó:

—Ahora te toca a ti, si quieres la mano de mi hija.

—Ordenad, mi vida es vuestra —respondió el indio.

—Es necesario que hagas prisionera a la tripulación de la cañonera.

—Lo haré.

—Pero es preciso que no huya nadie.

—Nadie huirá.

—Y que eviten los tiros de fusil para no alarmar a los centinelas de los
thugs.

—No dispararemos ni un tiro. Hider me espera y le engañaré.

—Pues bien, vete, valiente.

Las tres chalupas estaban dispuestas y todos los hombres a punto. Tremal-Naik descendió a la mayor y dio orden de avanzar en el mayor silencio.

El capitán permaneció a bordo, apoyado en el parapeto de proa, presa de mil inquietudes. Durante algunos instantes pudo percibir a las tres chalupas que se alejaban sin hacer ruido y luego las perdió de vista.

Pasaron muchos minutos de espera angustiosa y luego se oyeron gritos, ruidos para volver a quedar todo silencioso.

—¿Distinguís algo? —preguntó el capitán, con voz quebrantada, a los oficiales que estaban a su alrededor.

—¡Sí! —gritó uno—. ¡Los fanales están virando!

—¡La cañonera viene hacia nosotros! —gritaron los restantes.

Un hurra resonó ante ellos: era un grito de victoria.

Poco después el «Devonshire» venía a situarse cerca de la fragata y Tremal-Naik subió a bordo diciéndole al capitán:

—Hecho: Hider y todos los
suyos
están prisioneros.

—Gracias, valiente —dijo Corishant, estrechándole vigorosamente la mano derecha. Después añadió en seguida:

—¡Vamos a Raimangal!

—Pero la fragata no podrá remontar el Mangal.

—Lo remontaremos en la cañonera. Que otros veinte hombres resueltos vengan conmigo.

Abandonaron la fragata y se embarcaron en el «Devonshire», que reanudó su carrera a toda marcha, adentrándose por el Mangal. Tremal-Naik había asumido el mando y la hacía volar por las aguas fangosas del río.

Pronto su rapidez se acrecentó espantosamente. Toneladas de carbón desaparecían en los hornos al rojo vivo; el vapor salía de las válvulas emitiendo silbidos agudos; un estremecimiento formidable sacudía la embarcación desde la quilla hasta la punta de sus mástiles, desde el bauprés a la popa. Tremal-Naik y el capitán, asaltados por una furiosa impaciencia, una especie de delirio, aún no estaban contentos. Sus voces resonaban a cada momento estimulando a maquinistas y fogoneros, que se asaban vivos ante los hornos.

Transcurrieron tres horas, tres horas largas como tres siglos para el indio.

El canal se iba poco a poco estrechando y eran numerosas las islas e islotes fangosos por en medio de los cuales la cañonera se lanzaba hendiendo masas compactas de vegetales podridos. Todo indicaba que el viaje estaba a punto de acabar.

De repente desde uno de los mástiles se oyó un grito:

—¡
El banian
!

Hacia el norte había aparecido el gigantesco árbol con sus innumerables troncos. Tremal-Naik se sintió presa de los pies a la cabeza de una violenta conmoción.

—¡Ada! —exclamó—. ¡Heme aquí al fin de mis penas!

Se lanzó de un salto desde el puente de mando y corrió a proa.

La orilla estaba desierta. Solamente unos marabúes estaban encaramados en las ramas del
banian,
crascitando lúgubremente. La vista de aquellas aves fúnebres le hizo correr un estremecimiento por los huesos.

—¡Atrás las máquinas! —gritó.

Cesó el golpeteo de los tambores de la hélice. La cañonera, transportada por su propio impulso, fue a chocar con la proa en la costa de la isla, encallando allí.

El capitán se aproximó a Tremal-Naik, que se había detenido, apretando con mano convulsiva la borda.

—¿Nadie? —le preguntó.

—Nadie —respondió Tremal-Naik.

—Entonces los sorprenderemos en su cubil.

—Así lo espero.

—¿Conoces la entrada?

—Sí, capitán.

—¿Será accesible?

—Así lo creo.

—¡A tierra, pues!

—Una palabra: dejad que entre yo primero. Me conocen y os abriré el paso. Cuando oigáis un silbido avanzad resueltamente.

Sin más dilación Tremal-Naik se puso a correr como loco hacia el árbol, trepó por él, llegó a su cima y se dejó caer dentro.

Al pie de la escalera ardía una antorcha y junto a ella vigilaba un
thug,
con una carabina en la mano.

—Adelante —dijo el centinela, reconociendo al indio.

—¿Qué sucede en los subterráneos? —preguntó Tremal-Naik.

—Nada.

—¿Y Ada?

—Espera en la pagoda su regalo de bodas.

El
thug
se aproximó a un enorme tambor suspendido de la bóveda y lo golpeó por tres veces.

En la lejanía se oyeron
tres
golpes iguales. —Te esperan —dijo el
thug,
dándole la antorcha.

—¡Entonces muere!

Tremal-Naik, rápido como un relámpago, se había lanzado sobre el
thug con
el puñal en la mano. El estrangulador cayó sin lanzar un grito.

Tremal-Naik apartó el cadáver y luego lanzó un silbido. El capitán y sus hombres, que ya habían entrado, se le unieron.

—Hay vía libre —dijo el indio. —Podemos avanzar.

—¿Y mi hija? —preguntó el capitán con voz alterada por la emoción.

—Nos espera en la gran caverna.

—¡Adelante! ¡Montad los fusiles!

—No, dejad que yo vaya delante. Los sorprenderemos más fácilmente.

—Ve; te seguiremos a poca distancia.

Su carrera a través de aquellos largos corredores duró diez minutos.

Doce golpes sonoros resonaron en aquellos espantosos subterráneos cuando llegó él a la pagoda, en medio de la cual se agigantaba la siniestra figura de Kalí, la monstruosa divinidad de los
thugs
indios.

Un extraño espectáculo, jamás visto, se presentó ante sus ojos.

Bajo la bóveda relucían ricas y extrañas lámparas que lanzaban torrentes de luz azulenca, lívida.

De las paredes pendían millares y millares de lazos y millares de puñales.

Ante una pileta de mármol blanco llena de agua en la que culebreaba el pececillo sagrado de las aguas del Ganges, sentado sobre un cojín de seda carmesí, estaba Suyodhana, envuelto en un gran manto de seda amarilla, y alrededor de él, de pie e inmóviles como estatuas, estaban cien
thugs.

Tremal-Naik, anhelante y estupefacto, se detuvo en medio de la pagoda, asestado por aquellas cien miradas agudas como puntas de puñales.

—Bienvenido —dijo Suyodhana con una extraña sonrisa— ¿Vuelves vencido o vencedor?

—¿Dónde está Ada? —preguntó Tremal-Naik con angustia.

Un sordo murmullo recorrió el círculo de los
thugs.

—Ten paciencia —dijo el gran jefe—. ¿Dónde está la cabeza del capitán?

—Hider me sigue, y dentro de unos minutos te la presentaré.

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