—Sí. Aún están en el cuartel de la Infantería de Marina. Ése es nuestro punto débil, Jeremy. Los quiero aquí, donde podamos controlar con quién hablan. Y los quiero lo antes posible.
—Tienes a los mejores. Creo que todo irá bien.
Falkenberg asintió.
—Pero mantén los ojos abiertos, Jerry, y ten cuidado con los hombres hasta que el CD se haya ido. He contratado al doctor Whitlock para que nos compruebe las cosas, pero todavía no me ha informado, aunque supongo que debe de estar en Hadley.
Savage hizo caso del gesto de Falkenberg y se sentó en la única silla de la habitación. Tomó el vaso de whisky que le tendía Calvin con un gesto de agradecimiento de la cabeza.
—Te los has gastado contratando expertos, ¿eh? Dicen que es el mejor disponible… ¡Oh, qué bueno que es esto! En esas naves de la OfRed no tienen nada que beber.
—Cuando Whitlock informe, tendremos una reunión del Estado Mayor —dijo Falkenberg—. Hasta entonces, sigamos con el plan. Se supone que Bradford nos enviará el batallón mañana, y justo después empezará a reclutar voluntarios del Partido. Se supone que los hemos de entrenar. Naturalmente, todos ellos serán leales a Bradford. No al Partido Progresista y, desde luego, no a nosotros.
Savage asintió y alzó el vaso hacia Calvin, para que se lo volviese a llenar.
—Ahora, cuénteme algo de esos matones con los que lucharon camino hacia aquí, sargento mayor —pidió Falkenberg.
—Una banda callejera, coronel. No eran malos en lucha individual, pero no tenían organización alguna. Desde luego no eran enemigos para casi un centenar de nosotros.
—Una banda callejera.—John se tiró de su labio inferior, con aire especulativo, luego sonrió—. ¿Cuántos de los chicos de nuestro batallón eran matones como ellos, sargento mayor?
—Por lo menos la mitad, señor. Incluyéndome a mí.
Falkenberg asintió con la cabeza.
—Creo que sería una buena cosa que los Infantes se encontrasen con algunos de esos chicos, sargento mayor. De un modo informal, naturalmente.
—¡Señor! —el rostro de Calvin relucía por la anticipación.
—Bien —prosiguió Falkenberg—. Los reclutas van a ser nuestro auténtico problema. Seguro que algunos de ellos querrán intimar con las tropas; tratarán de sonsacar a los hombres sobre sus carreras y unidades. Y los hombres beberán, y cuando beben hablan. ¿Cómo se enfrentará con eso, suboficial en jefe?
Calvin pareció pensativo.
—Durante un tiempo no será problema. Mantendremos a los reclutas lejos de los hombres, exceptuando a los instructores, y los instructores no hablan con los reclutas. Una vez hayan pasado el entrenamiento básico la cosa será más peliaguda, pero, ¡infiernos, coronel!, a las tropas les encanta mentir acerca de sus campañas. Simplemente les animaremos a adornar las cosas un poco. Y sus historias serán tan exageradas, que nadie se las va a creer.
—De acuerdo. No tengo que decirles a ustedes dos que, durante un tiempo vamos a estar patinando sobre hielo bastante delgado.
—Nos las apañaremos, coronel. —Calvin era positivo en esto. Llevaba largo tiempo con Falkenberg y, aunque cualquier hombre puede cometer un error, la experiencia le decía a Calvin que Falkenberg hallaría un modo en que salir de cualquier agujero en el que cayesen.
Y si no era así… bueno, en cada sala de suboficiales, sobre la puerta, había un cartel que decía: «Sois Infantes de Marina para morir, y la Armada os mandará a donde podáis hacerlo». Calvin había pasado bajo ese cartel camino de alistarse, y millares de veces después.
—Entonces, esto es todo, Jeremy —dijo Falkenberg.
—Sí, señor —dijo firmemente Savage. Se puso en pie y saludó—. ¡Maldita sea, lo bien que se siente uno al volver a hacer esto!
Y su rostro perdió años de vejez.
—Es bueno tenerte de vuelta a bordo —le contestó Falkenberg. Se puso en pie para devolverle el saludo—. Y gracias, Jerry. Por todo…
El batallón de Infantes de Marina llegó al día siguiente. Fueron llevados en marcha hacia el campamento por oficiales regulares del CD, que entregaron las tropas a Falkenberg. El capitán al mando del grupo de acompañamiento debería quedarse por allí a mirar, pero Falkenberg le encontró algo que hacer y mandó al mayor Savage a que le acompañara. Una hora más tarde no había en el campamento nadie más que la gente de Falkenberg.
Dos horas más tarde, las tropas estaban al trabajo, construyéndose su propio campamento base.
Falkenberg lo contemplaba desde el porche del rancho.
—¿Algún problema, sargento mayor? —preguntó.
Calvin se rascó la rala barba que surgía de su mentón. Se afeitaba dos veces al día mientras estaba de guarnición, y en ese momento se estaba preguntando si ya necesitaba la segunda afeitada.
—Nada que una buena fiesta entre soldados no pueda solucionar, coronel. Con su permiso, esta noche sacaré unos cuantos barriles de whisky y les dejaré correrse una, antes de que lleguen los reclutas.
—De acuerdo.
—Luego no servirán para mucho antes de mañana al mediodía, pero ahora vamos según lo previsto. Y el trabajo extra les irá bien.
—¿Cuántos se largarán?
Calvin se alzó de hombros.
—Quizá ninguno, coronel. Tenemos bastantes cosas para mantenerlos ocupados, y ellos no conocen demasiado bien este lugar. Con los reclutas la historia será distinta, y una vez vengan ellos, quizá un par se larguen.
—Sí. Bueno, vea lo que puede hacer. Vamos a necesitar a cada hombre. Ya oyó el resumen de la situación que nos hizo el presidente Budreau.
—Sí, señor. Eso hará que la tropa esté contenta. Parece que vamos a tener una buena pelea.
—Creo que puede usted prometerle a la tropa, sin equivocarse, algo de dura lucha, sargento mayor. Y también será mejor que entiendan que, si no ganamos en esta ocasión, no hay lugar al que ir. Esta vez no vendrá a rescatarnos la Flota.
—No ha habido rescates en la mitad de las misiones en las que hemos estado, coronel. Mejor será que vaya a ver al capitán Fast para lo del alcohol. ¿Se unirá a nosotros hacia la medianoche, señor? A los hombres les gustaría eso.
—Iré, sargento mayor.
La predicción de Calvin erró: las tropas no sirvieron para nada durante todo el día siguiente. Los reclutas llegaron al día después.
El campamento era un hormiguero de actividad. Los Infantes de Marina volvieron a aprender las lecciones del entrenamiento básico. Cada manípulo de cinco hombres cocinaba por sí mismo, hacía su propia colada, se construía sus propias tiendas con telas sintéticas y cuerdas, y contribuía hombres para trabajar en los revestimientos y las empalizadas del campamento.
Los reclutas hacían el mismo tipo de trabajo, bajo la supervisión de los oficiales y suboficiales mercenarios de Falkenberg. La mayor parte de los hombres que habían venido con Savage en el transporte colonial de la OfRed eran oficiales, centuriones, sargentos y técnicos, mientras que dentro del batallón de Infantería de Marina había un número inusitadamente alto de monitores y cabos. Entre ambos grupos había suficientes mandos como para todo un regimiento.
Los reclutas aprendieron a dormir en sus abrigos militares y a vivir en condiciones de campaña, sin uniformes que no fueran los trajes de combate de sinticuero y las botas. Se cocinaban su propia comida y se construían sus alojamientos y no dependían de nadie de fuera del regimiento. Al cabo de dos semanas se les enseñó a construirse su propia armadura con Nemourlón. Cuando la hubieron terminado, vivieron con ella, y cualquier hombre que no hubiera cumplido con sus deberes se encontraba con la armadura rellena de plomo que la hacía más pesada. Se hizo común el ver a manípulos, escuadras, e incluso secciones enteras de reclutas o veteranos en marchas de castigo, después de que hubiera anochecido.
Los voluntarios tenían poco tiempo para fraternizar con los veteranos de la Infantería de Marina. Savage, Calvin y los otros mandos, los tenían ocupados incesantemente con entrenamientos, problemas de combate, ejercicios de campaña y trabajo de mantenimiento. Las formaciones de reclutas eran más pequeñas cada día, a medida que algunos hombres eran empujados a abandonar el servicio, pero de algún lugar seguía llegando un chorro continuo de nuevos voluntarios.
Todos éstos eran hombres jóvenes y llegaban, en pequeños grupos, directamente al campamento. Aparecían en la sala de suboficiales al toque de diana, y a menudo venían acompañados por infantes veteranos. Había bajas en sus formaciones, tal cual las había entre los voluntarios del Partido Progresista, pero muchos menos de ellos abandonaban el servicio… estaban ansiosos por tener entrenamiento de combate.
Tras seis semanas, el vicepresidente Bradford visitó el campamento. Llegó para encontrarse a todo el regimiento en formación, con los reclutas a un lado de la explanada, los veteranos en el otro.
El sargento mayor Calvin les estaba leyendo algo a los soldados:
—Hoy en la Tierra es el 30 de abril —la voz de Calvin retumbaba; no tenía necesidad de ningún megáfono—. Hoy es el Día de Camerone. El 30 de abril de 1863, el capitán Jean Danjou de la Legión Extranjera, con dos oficiales y sesenta y dos legionarios, se enfrentó con dos mil mexicanos en la granja de Camerone.
»La batalla duró todo el día. Los legionarios no tenían ni agua ni comida, y poca munición. El capitán Danjou resultó muerto. Su puesto fue ocupado por el teniente Villain, quien también fue muerto.
»A las cinco de la tarde, los únicos que quedaban eran el teniente Clement Maudet y cuatro hombres. Cada uno de ellos tenía un solo cartucho. A la orden de carga, cada hombre disparó su último cartucho y cargó contra el enemigo a la bayoneta.
»No hubo supervivientes.
La tropa permanecía en silencio. Calvin miró a los reclutas: estaban rígidamente firmes bajo el ardiente sol. Por fin, el sargento mayor habló:
—No espero que ninguno de vosotros lo entienda. No tipos como vosotros. Pero quizá, alguno de vosotros, algún día, sepa qué significa Camerone.
»Esta noche, cada hombre recibirá una ración extra de vino. Los veteranos de combates también recibirán medio litro de brandy. Ahora, atención a las órdenes…
Falkenberg llevó a Bradford al interior del rancho. Estaba amueblado como cantina de oficiales, y se sentaron en un rincón de la sala. Un camarero trajo bebidas.
—¿Y para qué era todo eso? —inquirió Bradford—. ¡Estos hombres no son legionarios extranjeros! ¡Se supone que está usted entrenando a una Guardia Nacional planetaria!
—Una Guardia Nacional a la que le va a caer entre manos una lucha infernal —le recordó Falkenberg—. Cierto, en esta formación no tenemos ninguna descendencia de la Legión Extranjera, pero tiene que recordar usted que nuestro cuadro básico está formado por Infantes de Marina del CD. O ex infantes. Si dejásemos de celebrar el Día de Camerone, organizarían un motín.
—Supongo que sabe usted lo que está haciendo —resopló Bradford. Su rostro casi había perdido la perpetua media sonrisa que siempre mostraba, pero aún había algún resto de ella—. Coronel, tengo una queja de los hombres que hemos asignado como oficiales: la gente de mi Partido Progresista ha sido totalmente segregada del resto de la tropa, y esto no les gusta en lo más mínimo. Ni a mí tampoco.
Falkenberg se alzó de hombros.
—Usted decidió darles graduación antes de entrenarlos, señor Bradford. Eso les convierte en oficiales honoríficos, pero que no tienen ni idea de nada. Se les vería ridículos, si los mezclase con los veteranos, o incluso con los reclutas, antes de que hayan aprendido lo básico de la carrera militar.
—Se ha deshecho usted de un montón de ellos, y…
—Por la misma razón, señor. Nos ha puesto usted una tarea difícil. Los enemigos nos superan en número y no tenemos posibilidad de recabar ayuda exterior. Dentro de unas pocas semanas nos enfrentaremos a cuarenta mil hombres del Partido de la Libertad y no puedo responder de las consecuencias si, encima, las tropas están mandadas por oficiales incompetentes.
—De acuerdo. Pero yo prefiero tener un batallón de buenos hombres de los que me pueda fiar que un regimiento de tropas que pueden desbandarse bajo el fuego. Después de que tenga un mínimo indispensable de tropas de primera clase, consideraré el aceptar otras, para tareas de guarnición. Justo ahora, lo que necesitamos son hombres que puedan luchar.
—¿Y no los tiene aún…? Esos Infantes de Marina parecen bien disciplinados.
—En formación, desde luego que lo parecen. Pero, ¿se cree que el CD iba a desprenderse de tropas fiables?
—Quizá no —concedió Bradford—. De acuerdo, usted es el experto. Pero, ¿de dónde infiernos está obteniendo usted a los otros reclutas? Son carne de presidio, chicos con fichas policiales. ¡Y los mantiene aquí, mientras corre a gorrazos a la gente de mi partido!
—Sí, señor.— Falkenberg hizo una seña para que les sirviesen otra ronda—. Señor vicepresidente…
—¿Desde cuándo nos hablamos de un modo tan formal? —preguntó Bradford. Había vuelto su sonrisa.
—Lo siento. Suponía que había venido usted aquí a leerme la cartilla.
—No. Claro que no. Pero, como sabe, tengo que responder ante el presidente Budreau. Y Hamner. He logrado que sus actividades sean asignadas a mi departamento, pero eso no significa que le pueda decir al Consejo de Ministros que se vaya a freír espárragos…
—Correcto —aceptó Falkenberg—. Bueno, acerca de los reclutas: cogemos lo que podemos conseguir. Lleva tiempo entrenar a gente inexperta, y si los pandilleros callejeros se portan mejor que sus matones del partido, es algo a lo que yo no puedo hacerle nada. Puede decirle al Consejo que, cuando tengamos unos cuadros de los que nos podamos fiar, seremos más lenientes con los voluntarios. Incluso podemos formar algún tipo de milicia a tiempo parcial. Pero justo ahora, lo que necesitamos son hombres lo bastante duros como para que puedan ganar en esa lucha que se nos viene encima, y yo no conozco un modo mejor en que lograrlos.
Después de esto Falkenberg se encontró con que lo llamaban cada semana a informar al Palacio Presidencial. Normalmente, sólo veía a Bradford o a Hamner; el presidente Budreau había dejado bien claro que consideraba la fuerza militar como un mal, cuya necesidad no estaba clara; y sólo la insistencia de Bradford mantenía abastecido al regimiento.
En una de las conferencias, Falkenberg conoció al jefe Horgan, de la Policía de Refugio.
—El jefe tiene una queja, coronel —dijo el presidente Budreau.