—Espere a verle. Budreau se fía de él, y es peligroso. Representa a los tecnólogos dentro del Partido Progresista. No podemos apañárnoslas sin él, pero sus ideas políticas son ridículas: quiere eliminar toda la burocracia. Si lograse sus propósitos, no tendríamos gobierno alguno. Y su gente se atribuye los méritos de todo, como si en un gobierno lo único que contase fuera la tecnología. No tiene ni idea de cómo hay que gobernar: de la gente que hay que tener contenta, de las reuniones… todo le parece una estupidez. Cree que se puede edificar un partido, portándose como un ingeniero.
—En otras palabras, no conoce las realidades políticas —intervino Falkenberg—. Vale. Entonces, supongo que nos hemos de deshacer de él.
Bradford sonrió, asintiendo de nuevo.
—Eventualmente. Pero por el momento necesitamos su influencia sobre los técnicos. Y, naturalmente, no sabe nada de los acuerdos que usted y yo hemos hecho.
—Naturalmente.— Falkenberg seguía sentado tranquilo y estudió mapas hasta que el interfono anunció que Hamner estaba fuera. Se preguntó distraídamente si la oficina sería un lugar seguro en el que hablar. Bradford era el hombre con más probabilidades de ir plantando micrófonos en los despachos de los demás, pero no debía de ser el único que pudiese beneficiarse con el espionaje, así que ningún lugar debía de estar totalmente a salvo.
Si han colocado micrófonos no hay mucho que yo pueda hacer, pensó Falkenberg. Y muy probablemente esta habitación estará limpia.
George Hamner era un hombre grande, más alto que Falkenberg y aún más robusto que el sargento mayor Calvin. Tenía los movimientos relajados de los grandullones, y mucha de la tranquila confianza que acostumbra a dar un tamaño como el suyo. La gente no buscaba peleas con George Hamner. Cuando se dieron la mano, su apretón fue muy suave, pero luego cerró la mano decididamente, probando con cuidado a John. Cuando notó la presión que le respondía, pareció sorprendido, y los dos hombres se quedaron un momento en silencio, antes de que Hamner se relajase y le hiciera un saludo a Bradford.
—Así que es usted nuestro flamante coronel de la Guardia Nacional —dijo Hamner—. Espero que sepa en lo que se está metiendo. Aunque debería decir que espero que
no
lo sepa. Porque si conoce nuestros problemas y, a pesar de todo, se queda con el cargo, tendré que preguntarme si realmente estará usted cuerdo.
—No hago más que oír lo graves que son los problemas de Hadley —le contestó Falkenberg—. Y si bastantes de ustedes me lo siguen repitiendo, acabaré por creerme que no tienen solución; pero en este mismo momento no lo veo así. De modo que los del Partido de la Libertad nos superan en número… ¿Qué clase de armas tienen con las que causar problemas?
Hamner se echó a reír.
—Es usted uno de los que van directos al grano, ¿eh? Eso me gusta. No hay nada espectacular en lo que se refiere a sus armas, sólo que son muchas. Y los bastantes problemas pequeños hacen un problema grande, ¿no? El CD no ha permitido nada grande: ni tanques ni coches blindados… ¡Infiernos si no hay los bastantes coches normales como para poderlos usar en nada! Nunca se construyó una red de distribución de energía o carburante, así que no hay modo en el que los coches nos pudieran ser de utilidad. Tenemos un metro y un par de monorraíles para los transportes en la ciudad, y lo que queda del ferrocarril… pero no me ha pedido usted una conferencia sobre los modos de transporte, ¿verdad?
—No.
Hamner se echó a reír.
—Es mi preocupación favorita del momento. No tenemos bastantes transportes. Veamos, armas… —El hombretón se desparramó por una silla. Puso una pierna sobre el brazo de la misma y se pasó los dedos por el espeso cabello que casi le llegaba hasta las gruesas cejas—. No hay aviones militares, casi no hay aviones de ningún tipo, excepto unos pocos helicópteros. Nada de artillería, ni ametralladoras, ni armas pesadas en general. La mayor parte son rifles de caza de pequeño calibre y escopetas. Algunas armas policiales. Rifles militares y bayonetas, unos pocos, y ésos los tenemos casi todos nosotros. Pero en las calles uno puede hallar cualquier cosa, coronel, y realmente quiero decir que cualquier cosa. Arcos y flechas, cuchillos, espadas, hachas, martillos… lo que quiera.
—No hay necesidad de hablarle de cosas obsoletas como ésas —interrumpió Bradford. Su voz estaba llena de desprecio, a pesar de que aún mantenía su sonrisa.
—Ningún arma es nunca realmente obsoleta —dijo Falkenberg—. No si está en manos de un hombre que quiera usarla. ¿Y qué hay de armaduras personales? ¿Qué suministro de Nemourlón tienen ustedes?
Hamner pareció pensativo por unos segundos.
—Hay algunas armaduras personales por las calles, y la Policía también tiene algunas. La Guardia Presidencial no usa eso. Yo puedo suministrarle Nemourlón, pero tendrá que hacerse usted las armaduras con él. ¿Puede hacerlo?
Falkenberg asintió.
—Sí. Me he traído un técnico excelente y algunas herramientas. Caballeros, la situación es, más o menos, la que yo esperaba encontrar. No entiendo por qué todo el mundo está tan preocupado. Tenemos un batallón de Infantes de Marina del CD. Quizá no los mejores que haya, pero al menos son soldados profesionales. Con las armas de un batallón de infantería ligera y el entrenamiento que les pueda dar a los reclutas que añadamos al batallón, yo me comprometo a enfrentarme a sus cuarenta mil seguidores del Partido de la Libertad. El problema de la guerrilla será más duro, pero controlamos toda la distribución de alimentos en la ciudad. Con cartillas de racionamiento y documentos de identidad, no sería difícil establecer controles.
Hamner se rió. Era una risa amarga.
—¿Quieres decírselo tú, Ernie?
Bradford parecía confuso.
—¿Decirle qué?
Hamner rió de nuevo.
—No has estado haciendo tus deberes. Está en el informe de la mañana de hace un par de días. La Oficina de Colonias ha decidido, a consejo de la OfRed, que Hadley no necesita armas militares. Los Infantes de Marina del CD tendrán suerte si pueden conservar sus fusiles y bayonetas. Todo el resto de su equipo se marcha con las naves del CD.
—¡Pero esto es una locura! —protestó Bradford. Se volvió a Falkenberg—. ¿Por qué iban a hacer una cosa así?
Falkenberg se alzó de hombros.
—Quizá alguno de los líderes del Partido de la Libertad ha logrado convencer a algún jefecillo de la Oficina de Colonias. Me imagino que no están por encima de la corrupción y el soborno.
—¡Claro que no! —exclamó Bradford—. ¡Tenemos que hacer algo!
—Si podemos. Sospecho que no será fácil. —Falkenberg apretó los labios en una delgada línea—. No había contado con esto. Esto significa que, si apretamos el control a través del racionamiento de los alimentos y los documentos de identidad, nos exponemos a una rebelión armada. En cualquier caso, ¿qué tan bien organizados están los partidarios del PdlL?
—Están bien organizados y bien financiados —le dijo Hamner—. Y no estoy tan seguro acerca de que las cartillas de racionamiento sean la respuesta al problema de la guerrilla. El CoDominio pudo soportar un montón de sabotajes, porque no estaba interesado en otra cosa que las minas, pero nosotros no podernos vivir con el nivel de terror que tenemos en este momento en la ciudad. De un modo u otro tenemos que restaurar el orden… y la justicia, por cierto.
—La justicia no es algo con lo que traten habitualmente los soldados —afirmó Falkenberg—. El orden ya es otra cosa.
Eso
sí que creo que podemos dárselo.
—¿Con unos pocos cientos de hombres? —la voz de Hamner sonaba incrédula—. Pero me gusta su actitud. Al menos, usted no se queda sentado y gime pidiendo que alguien le ayude. Ni se queda sentado pensando y no llega nunca a tomar una decisión.
—Veremos lo que podemos hacer —dijo Falkenberg.
—Aja. —Hamner se puso en pie y fue hasta la puerta—. Bueno, quería verle, coronel, y ya lo he hecho. Ahora tengo trabajo que hacer. Y creo que Ernie también lo tiene, aunque no le veo hacer gran cosa.
No les volvió a mirar, sino que salió, dejando la puerta abierta.
—Ya ve —dijo Bradford, mientras cerraba la puerta con suavidad. Su sonrisa era conspiradora—. No sirve para nada. Hallaremos a alguien que se ocupe de los técnicos, tan pronto como usted tenga todo lo demás bajo control.
—Parecía tener razón en algunos puntos —comentó Falkenberg—. Por ejemplo, sabe que no será fácil el establecer una adecuada protección policial. Camino hacia aquí, he visto un ejemplo de lo que está pasando en Refugio, y si es así de malo por todas partes…
—Hallará usted un modo —dijo Bradford. Parecía convencido—. Puede reclutar usted una fuerza bastante grande, ¿sabe? Y un montón de esos desórdenes no son otra cosa que las actuaciones de pandillas callejeras de quinceañeros. Ésos no tienen lealtad a nada: ni al Partido de la Libertad, ni a nosotros, ni al CD, ni a cosa alguna. Simplemente, quieren controlar el barrio en el que viven.
—Seguro. Pero ellos no son el verdadero problema.
—No. Pero usted encontrará un modo. Y olvídese de Hamner. Todo su grupo está podrido. No son verdaderos progresistas, eso es seguro —su voz sonaba enfática y sus ojos parecían brillar. Bradford bajó la voz y se inclinó hacia delante—. ¿Sabe? Hamner estaba antes en el Partido de la Libertad. Afirma que rompió con ellos por sus políticas tecnológicas, pero uno nunca puede fiarse de un hombre así.
—Ya veo. Afortunadamente, no me he de fiar de él. Bradford sonrió.
—Precisamente. Ahora, vamos a ver si empieza usted, que tiene muchas cosas que hacer. Y, no lo olvide, ha aceptado entrenar a algunas tropas del Partido para mí.
La propiedad era grande, de casi cinco kilómetros de lado, y se hallaba en unas colmas bajas, a un día de marcha de la ciudad de Refugio. Había una casa central y los almacenes, todos ellos hechos con una madera local que se asemejaba al arce. Los edificios se asentaban en un valle boscoso en el centro de la propiedad.
—¿Está seguro de que no necesitará nada más? —preguntó el teniente Banners.
—No, gracias —le contestó Falkenberg—. Los pocos hombres que tenemos con nosotros llevan consigo su propio equipo. Tendremos que organizamos para tener comida y combustible cuando lleguen los otros, pero por ahora nos arreglaremos.
—De acuerdo, señor —aceptó Banners—. Yo regresaré con Mowrer y le dejaré el coche, entonces. Y tiene además los animales…
—Sí. Gracias, teniente.
Banners saludó y se metió en el coche. Iba a decir algo más, pero Falkenberg ya se había dado la vuelta y Banners se marchó de la propiedad.
Calvin le contempló marcharse.
—Es un tipo curioso —dijo—. Estoy seguro de que le gustaría saber más de lo que estamos haciendo.
Los labios de Falkenberg se curvaron en una leve sonrisa.
—Supongo que sí. Pero usted se ocupará de que no se entere de más de lo que nosotros queramos que sepa.
—Sí, señor. Coronel, ¿qué era eso que decía el señor Bradford acerca de tropas del Partido? ¿Vamos a tener a muchos de ésos?
—Creo que sí. —Falkenberg caminó sobre el ancho césped, hacia la gran casona del rancho. El capitán Fast y varios de los otros estaban esperándole en el porche, y sobre la mesa había una botella de whisky.
Falkenberg se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago.
—Creo que, en cuanto empecemos, tendremos por aquí a unos cuantos incondicionales del Partido Progresista, Calvin. No es algo que me guste, pero resulta inevitable.
—¿Cómo es eso, señor? —El capitán Fast le había estado escuchando en silencio.
Falkenberg le dedicó una media sonrisa.
—¿Realmente pensaba que las autoridades civiles nos iban a entregar a nosotros el monopolio de la fuerza armada?
—¿Cree usted que no confían en nosotros?
—¿
Usted
confiaría en nosotros?
—No, señor —le contestó el capitán Fast—. Pero uno nunca pierde la esperanza.
—No cumpliremos nuestra misión sólo con esperanza, capitán. Sargento mayor…
—¿Señor?
—Tengo un recado para que me haga, a última hora del atardecer. Por el momento, encuentre a alguien que me acompañe hasta mis aposentos y luego ocúpese de la cena.
—Sí, señor.
Falkenberg se despertó ante un débil golpear en la puerta. Abrió los ojos y puso la mano sobre la pistola que había bajo su almohada, pero no hizo ningún otro movimiento.
Se oyó de nuevo la llamada.
—Sí —contestó en voz baja Falkenberg.
—He vuelto, coronel —le contestó Calvin.
—Bien. Entre. —Falkenberg bajó los pies del catre y se puso las botas. Por lo demás, estaba totalmente vestido.
El sargento mayor Calvin entró. Estaba vestido con la ligera guerrera de cuero y los pantalones del traje de combate de la Infantería de Marina del CD. La negrura total de un mono de combate nocturno surgía del saco de costado de campaña que le colgaba de un hombro. Llevaba una pistola al cinto y un pesado cuchillo de combate estaba enfundado sobre su pecho izquierdo.
Un hombre bajo y huesudo, con un delgado bigote marrón venía con Calvin.
—Me alegra verle —le dijo Falkenberg—. ¿Ha tenido algún problema?
—Una pandilla de matones intentaron crear problemas mientras estábamos pasando por la ciudad, coronel —explicó Calvin. Sonrió con cara de lobo—. No nos duraron lo bastante como para establecer ningún récord.
—¿Alguien resultó herido?
—Ninguno que no pudiera irse corriendo.
—Bien. ¿Algún problema en los barracones de redistribución?
—No, señor —dijo Calvin—. No vigilan esos lugares. Si alguien quiere marcharse y dejar la caridad de la OfRed, le dejan. Sin sus cartillas de raciones, naturalmente. Se trata de colonos involuntarios, no de convictos.
Mientras recibía el informe de Calvin, Falkenberg estaba estudiando al hombre que había venido con él. El mayor Jeremy Savage parecía cansado y semejaba tener más de sus cuarenta y cinco años de edad. Estaba más delgado de lo que John le recordaba.
—¿Es tan malo como dicen? —le preguntó.
—No ha sido ninguna fiesta campestre —le contestó Savage en el acento entrecortado que había aprendido cuando había crecido en Churchill—. No esperábamos que lo fuese. Estamos aquí, John Christian.
—Sí, y gracias a Dios. ¿Nadie os ha descubierto? ¿Los hombres se han portado?
—Sí, señor. No fuimos tratados de modo diferente que los otros colonos involuntarios. Los hombres se portaron de modo espléndido, y una semana o dos de ejercicios duros nos deberían volver a poner en forma. El sargento mayor me ha dicho que el batallón llegó intacto.