—¿Sí, señor? —inquirió Falkenberg.
—Son esos malditos Infantes de Marina —dijo Horgan. Se frotó la punta del mentón—. Están montando muchos follones en la ciudad por la noche. Nunca hemos detenido a ninguno porque el señor Bradford nos pide que no nos metamos con ellos, pero las cosas se están poniendo duras.
—¿Qué es lo que hacen? —preguntó Falkenberg.
—De todo un poco. Se han apoderado de un par de tabernas y no dejan entrar en ellas a nadie que no tenga su permiso. Eso para empezar. Y cada noche tienen peleas con las pandillas callejeras. Todo eso lo podríamos soportar, pero también van a otras partes de la ciudad. A montones de sitios. Se meten en tabernas y se pasan toda la noche bebiendo, y luego dicen que no pueden pagar. Y si el dueño se pone pesado, destrozan el lugar…
—Y se han marchado antes de que sus patrullas lleguen allí —acabó por él Falkenberg—. Es una vieja tradición. Ellos le llaman el Sistema D, y emplean más esfuerzo para planear esa operación del que jamás yo podré hacerles emplear en combate. De todos modos, trataré de poner fin al Sistema D.
—Eso nos ayudaría. Otra cosa: su gente se mete en las partes más peligrosas de la ciudad y empiezan peleas, cada vez que encuentran a alguien que se atreve a enfrentárseles.
—¿Y qué tal lo hacen? —preguntó con interés Falkenberg.
Horgan hizo una mueca burlona y luego volvió a poner semblante serio, después de que Budreau le lanzase una mirada reprobadora.
—Bastante bien. Tengo entendido que jamás les han ganado. Pero eso les causa muchos problemas a los ciudadanos, coronel. ¡Y hay otra cosa de las que hacen que vuelve loca a la gente: a cualquier hora de la noche desfilan en grupos de cincuenta, tocando gaitas! ¡Gaitas a altas horas de la noche, coronel! ¡Le aseguro que pueden darle un susto de muerte a cualquiera!
Falkenberg creyó ver un pequeño parpadeo en el ojo izquierdo de Horgan, y le pareció que el jefe de la Policía estaba conteniendo las risas.
—Quería preguntarle acerca de eso, coronel —intervino el vicepresidente segundo Hamner—. Desde luego, no se trata de una unidad de escoceses. Así que, ¿para qué tienen esas gaitas?
Falkenberg se alzó de hombros.
—Las gaitas son equipo estándar en muchos regimientos de la Infantería de Marina. Desde que las unidades rusas del CD comenzaron a recuperar las costumbres cosacas, los regimientos del bloque occidental recuperaron las suyas. Después de todo, los infantes fueron formados en base a cierto número de unidades militares antiguas: la Legión Extranjera, los regimientos escoceses… A muchos soldados les encantan las gaitas. Confieso que a mí mismo me pasa.
—Seguro, pero no en medio de la noche —exclamó Horgan.
John sonrió abiertamente al jefe de la Policía.
—Trataré de mantener a los gaiteros fuera de las calles por la noche. Me imagino que no son buenos para la moral de los civiles. Pero, en lo de mantener a los infantes en el campamento, ¿cómo lo voy a hacer? Los necesitamos a todos y a cada uno, y son voluntarios. Se pueden meter en el transporte del CD y largarse cuando se vayan los demás, y no habría una maldita cosa que pudiésemos hacer para impedírselo.
—Queda menos de un mes para que arríen esa bandera del CoDominio —añadió Bradford con satisfacción. Lanzó una mirada a la bandera del CD que ondeaba en el asta de afuera. El águila con el escudo rojo y la hoz y el martillo negros sobre su pecho; estrellas rojas y estrellas blancas rodeándola. Asintió con satisfacción: no faltaba mucho.
Esa bandera significaba poco para las gentes de Hadley. En la Tierra, era suficiente como para provocar algaradas en las ciudades nacionalistas, tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética, mientras que en otros países era un símbolo de la alianza que mantenía a cualquier otra nación sometida al estatus de potencia de segunda clase. Para la Tierra, la Alianza del CoDominio representaba la paz a un alto precio, demasiado alto para muchos.
Para Falkenberg, representaba casi treinta años de servicios, terminados en un consejo de guerra.
Faltaban dos semanas. Luego, el gobernador del CoDominio se marcharía y Hadley sería oficialmente independiente. El vicepresidente Bradford visitó el campamento para hablar con los reclutas.
Les habló de la virtud de la lealtad al Gobierno, y de las recompensas que tendrían, tan pronto como el Partido Progresista estuviera oficialmente en el poder: mejor paga, más permisos, y la oportunidad de ascensos en un ejército en expansión; primas y poco trabajo. Su discurso estuvo lleno de promesas, y Bradford estaba bastante orgulloso del mismo.
Cuando hubo terminado, Falkenberg se llevó al vicepresidente a una habitación privada en la cantina de oficiales y cerró la puerta con un fuerte golpe.
—¡Maldito sea,
nunca más
vuelva a hacerles promesas a mis tropas sin mi permiso! — el rostro de John Falkenberg estaba contraído por la ira.
—Haré lo que desee con mi ejército, coronel —le respondió autocomplacido Bradford. La sonrisita de su rostro no tenía ningún calor—. No se ponga chulo conmigo, coronel Falkenberg. Sin mi influencia, Budreau se desharía de usted al momento.
Entonces, su estado de ánimo cambió, y sacó una petaca de brandy del bolsillo:
—Vamos, coronel, dé un trago —la sonrisita fue reemplazada por algo más genuino—. Tenemos que trabajar uno con el otro, John. Hay mucho que hacer, e incluso con ambos trabajando en ello no lo haremos todo. Lo siento, en el futuro le pediré consejo antes; pero, ¿no cree que los soldados deben de empezar a conocerme? Después de todo, pronto seré presidente.
Miró a Falkenberg por confirmación.
—Sí, señor. —John tomó la petaca y la alzó en brindis—. Por el nuevo presidente de Hadley. No debería de haberle regañado, pero uno no hace ofertas a tropas que aún no han probado su valía. Si les das a los hombres razones para creer que son buenos, cuando no lo son, nunca tendrás un ejército que se merezca su paga.
—Pero se han portado bien en la instrucción. Usted me lo ha dicho.
—Seguro. Pero eso no hay que decírselo a ellos. Hay que hacerlos trabajar hasta que no les quede nada más dentro que dar, y entonces hacerles saber que aquello apenas si es satisfactorio. Entonces, un día, te darán más de lo que ellos sabían que podían lograr. Ese es el día en que puedes ofrecerles recompensas, sólo que, por ese entonces, ya no necesitas hacerlo.
Bradford asintió con descontento.
—Si usted lo dice. Pero yo hubiera creído que…
—Escuche —dijo Falkenberg. Una formación de reclutas y sus instructores pasaba marchando por afuera. Estaban cantando y las palabras les llegaban por la abierta ventana:
Cuando te hayas gastado tu última moneda,
en el burdel, o en la tasca de la alameda,
y sólo te quede venderte algo en la almoneda;
pones cara de ser el tipo más fiero y duro,
y le dices al sargento reclutador, mascando su puro,
que le vas a hacer un gran favor, eso es seguro.
Él se echará a llorar y maldecirá su mala suerte,
gemirá sin duda, y lo hará muy, muy fuerte,
te dirá que antes muerto que de uniforme a ti verte;
y, si eres afortunado, al final te dejará firmar,
y en la instrucción, contigo tratará de acabar,
total, terminarás comiendo carne de mono podrida para cenar…
—¡Paso ligero, ar! —La canción se interrumpió cuando los hombres empezaron a correr por la explanada de desfiles central.
Bradford se apartó de la ventana.
—Este tipo de cosa está muy bien para los presidiarios que usted ha elegido, coronel, pero insisto en que mantenga a mis leales en el campamento. En el futuro, no licenciará a ningún progresista sin mi aprobación previa, ¿de acuerdo?
Falkenberg asintió con la cabeza. Hacía tiempo que se había visto venir esto.
—En este caso, señor, será mejor formar un batallón aparte. Transferiré a toda su gente al Cuarto Batallón, y los pondré a las órdenes de los oficiales que usted ha nombrado. ¿Le parece satisfactoria esta solución?
—Sí, si usted supervisa su instrucción.
—Desde luego —le contestó Falkenberg.
—Bien —la sonrisa de Bradford se hizo más grande, pero no iba dirigida a Falkenberg—. También espero que me consulte acerca de cualquier promoción en ese batallón, coronel. Preferiría que estuviera totalmente mandado por leales a mi partido, elegidos por mí. Los hombres de usted sólo deberían estar en él para supervisar el entrenamiento, no como mandos. ¿Está usted de acuerdo?
—Sí, señor.
La sonrisa de Bradford era genuina, mientras salía del campamento.
Día tras día las tropas sudaban a la brillante luz del sol, teñida de azul. Control de manifestaciones, esgrima de bayoneta, uso de la armadura en la defensa y ataque contra hombres provistos de armaduras, y también ejercicios más complejos. Marchas forzadas bajo la apremiante dirección del mayor Savage, los secos gritos de los sargentos y los centuriones. El capitán Amos Fast con su pequeño rebenque y mordiente sarcasmo…
Y, sin embargo, ahora el número de hombres que dejaban el Regimiento era menor, y seguía llegando un flujo de reclutas tras las excursiones nocturnas de los Infantes de Marina. Los reclutadores podrían haber sido selectivos, aunque pocas veces lo eran. Los Infantes de Marina, como la Legión antes que ellos, aceptaban a cualquiera con ganas de luchar; y los mandos de Falkenberg habían sido entrenados todos en la Infantería de Marina.
Cada noche, grupos de infantes se colaban por entre los centinelas y salían del campamento para beber y divertirse con los vaqueros de los ranchos cercanos. Jugaban a las cartas y gritaban en las tabernas locales, y no hacían mucho caso a sus oficiales. Había muchas quejas y las protestas de Bradford se fueron haciendo más enérgicas.
Falkenberg siempre tenía la misma respuesta:
—Siempre regresan, y no tienen por qué estar aquí. ¿Cómo me sugiere que los controle? ¿Azotándolos?
La Guardia Nacional tenía una personalidad claramente dividida, con los reclutas tratados más duramente que los veteranos. Y, entre tanto, el Cuarto Batallón se hacía mayor a cada día que pasaba.
George Hamner trataba de volver a casa para cenar cada día, sin importarle lo que eso le fuera a costar luego en trabajo nocturno. Pensaba que, al menos, le debía eso a su familia.
Su propiedad vallada se encontraba justo al lado del distrito de Palacio. Había sido adquirida y construida por su abuelo, con dinero prestado por la American Express. El viejo había tenido a orgullo devolver hasta el último céntimo, antes de que cumpliesen los plazos. Era un lugar grande y confortable, que astutamente combinaba materiales locales con lujos de importación, y George siempre se sentía contento de regresar allí.
En casa sentía que era el amo de algo, que al menos una cosa estaba bajo su control. Era el único lugar en Refugio en el que podía sentirse así.
En menos de una semana se marcharía el gobernador del CoDominio. La independencia estaba cercana, y éste debería ser un tiempo para la esperanza, pero George Hamner sólo sentía temor. Oficialmente, los problemas de orden público no eran de su competencia: él dirigía el Ministerio de la Tecnología; pero no podía ignorar la desaparición de la ley y el orden. Ya la mitad de Refugio estaba fuera del control del Gobierno.
Había grandes áreas, en las que la Policía sólo entraba en grupos, o no entraba en absoluto; y los equipos de obras públicas tenían que ser protegidos o m> podían realizar sus tareas de mantenimiento. Por el momento, los Infantes de Marina del CoDominio escoltaban a los hombres de George pero, ¿qué pasaría cuando se hubieran ido?
George estaba sentado en su estudio, contemplando cómo se alargaban las sombras en los campos de fuera. Hacían figuras danzantes por entre los árboles y a través de los prados bien cuidados. Los muros exteriores le quitaban la vista del Canal de Raceway que había abajo, y Hamner los maldijo.
¿Por qué hemos de tener muros? Muros y una docena de hombres armados para patrullarlos. Puedo recordar cuando estaba sentado en esta habitación con mi padre, yo no debía tener más de seis años, y podíamos ver los barcos en el Canal. Y, luego, teníamos tantos sueños para Hadley: el abuelo contándome por qué había dejado la Tierra, y lo que podríamos hacer aquí. Libertad y riqueza. Teníamos un paraíso y, Señor, Señor, ¿qué es lo que hemos hecho con él?
Trabajó durante una hora, pero hizo poco. No había soluciones, sólo cadenas de problemas que se curvaban en círculo. Si se resolvía uno, todo ajustaría, pero ninguno de ellos era solucionable sin los demás. Y, sin embargo, si hubiéramos tenido unos años…, pensó. Unos pocos años, pero no los vamos a tener.
En unos pocos años, las granjas alimentarían a la población urbana, si pudiésemos trasladar gente al interior agrícola y ponerla a trabajar… pero no iban a abandonar Refugio, ni se les podía obligar a ello.
No obstante, si pudiésemos… Si se pudiese reducir la población urbana, la energía que dedicamos a fabricar alimentos podría utilizarse en construir una red de transportes. Entonces, podríamos hacer que más se fuesen a vivir al interior, y podríamos traer más alimentos a la ciudad. Podríamos fabricar los bastantes bienes de consumo como para que la vida campestre resultase agradable, y la gente tendría ganas de abandonar Refugio. Pero no había modo de dar el primer paso. La gente no quiere trasladarse, y el Partido de la Libertad les promete que no van a tenerlo que hacer.
George agitó la cabeza. ¿Podría hacerles moverse el Ejército de Falkenberg? Si consigue los bastantes soldados, ¿podría evacuar por la fuerza parte de la ciudad? Hamner se estremeció ante la idea. Habría resistencia, matanzas, guerra civil. La independencia de Hadley no podía ser edificada sobre unos cimientos de sangre. No.
Sus otros problemas eran similares. El Gobierno estaba poniendo cataplasmas sobre los males de Hadley, pero eso era todo. Tratando los síntomas, porque nunca tenía el suficiente control sobre los acontecimientos como para tratar las causas.
Tomó un informe sobre los generadores de fusión. Necesitaban piezas de recambio, y se preguntó cuánto tiempo duraría aquel loco equilibrio. Incluso si todo iba bien, no podía esperar que durase más que unos pocos años. Unos pocos años, y después el hambre; porque la red de transportes no podía ser construida lo bastante rápido. Y, cuando los generadores fallasen, desaparecerían los suministros alimenticios de la ciudad, se hundirían los servicios de limpieza y eliminación de basuras… Hambre y plagas. ¿Eran esos dos Jinetes del Apocalipsis mejores que la conquista y la guerra?