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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (26 page)

BOOK: El mercenario
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—¡Les prohíbo que arriesguen la revolución con algún loco plan! —chilló Bannister—. ¡Astoria es demasiado tuerte, usted mismo lo dijo!

Las crecientes esperanzas de Glenda Ruth murieron de nuevo. Bannister les estaba dando a los mercenarios la escapatoria perfecta.

Falkenberg se irguió y tomó un vaso, lleno hasta el borde, de un camarero.

—¿Quién es el más joven de los presentes? —Miró en derredor de la sala de muros metálicos remachados hasta que vio a un oficial cerca de la compuerta—. Excelente. El teniente Fuller era uno de los presos en Tanith, señor Bannister. Hasta que lo atrapamos… Mark, haga un brindis.

—¿Un brindis, coronel?

—El brindis de Montrose, caballero. El brindis de Montrose.

El miedo apretó las tripas de Bannister en una bola muy dura. ¡Montrose! Y Glenda Ruth lo miró todo sin comprender, pero con una esperanza renacida en la mirada…

—Sí, coronel —Fuller alzó su vaso—: Mucho teme las iras del destino; o de hombre el nombre no debe merecerlo; aquel que no se arriesga a la suerte de su sino; apostándolo todo, para ganarlo o perderlo.

Las manos de Bannister temblaban mientras los oficiales bebían. La sonrisita seca de Falkenberg, la mirada de respuesta, con comprensión y admiración, de Glenda… ¡estaban todos locos! ¡Las vidas de todos los Patriotas estaban en juego y el hombre y la chica, ambos, estaban locos!

El
Maribell
estaba fondeado al ancla a tres kilómetros de la costa de Astoria. Las rápidas aguas del Columbia pasaban por los costados del buque corriendo hacia el océano, a unos nueve kilómetros río abajo, en donde las olas formaban una barrera de rompientes de cinco metros de altura. El entrar en el puerto era una tarea arriesgada, e incluso una vez dentro del mismo las mareas eran demasiado feroces como para que los buques pudieran atracar.

Las grúas del
Maribell
zumbaron, mientras bajaban las gabarras de descarga de su cubierta. Los vehículos de cojín de aire se movieron torpemente sobre las aguas y las playas de arena, hasta llegar a los almacenes de plancha de aluminio ondulada, en donde dejaron los contenedores con carga, recogiendo otros vacíos.

En la fortaleza que había sobre Astoria, el oficial de guardia tomó cuidadosa nota de la llegada del navío en su diario. Era el acontecimiento más excitante que había ocurrido en dos semanas. Desde que había acabado la rebelión, había bien poco que hacer para él y sus hombres.

Se dio la vuelta en la torre, para mirar por el campamento. Era un jodido modo en que malgastar buenas armas blindadas, pensó. No tenía lógica el emplear cañones autopropulsados para guardar un puerto. Y ni siquiera tenía empleo el blindaje de los mismos, ya que estaban colocados en posiciones protegidas de cemento. Al teniente le habían adiestrado para una guerra de movimiento. Y, aunque podía comprender la necesidad de controlar la desembocadura del mayor río de New Washington, aquél era un destino que no le gustaba. No había gloria en el estar de servicio en una fortaleza inexpugnable.

Sonó la retreta y, en todo el fuerte, los hombres dejaron lo que estaban haciendo para ponerse cara a la bandera. Los colores de la Confederación de Franklin bajaron por el asta, mientras la guarnición saludaba. Y aunque, como oficial de guardia, se suponía que no debía de hacerlo, el teniente saludó mientras las trompetas sonaban.

Junto a los cañones, los soldados estaban firmes, pero no saludaban. Los mercenarios de Friedland no le debían a la Confederación más lealtad que la que hubiera sido comprada y pagada. El teniente los admiraba como soldados, pero no eran demasiado simpáticos. Sin embargo, era bueno el conocerlos, porque nadie sabía manejar las fuerzas acorazadas como ellos. Había logrado establecer amistad con unos pocos. Algún día, cuando la Confederación fuese más fuerte, podrían deshacerse de los mercenarios, pero hasta entonces quería aprender todo lo que pudiese de ellos. En aquel sector del espacio había ricos planetas, planetas que Franklin podría añadir a la Confederación, ahora que la rebelión había acabado. Con la Flota del CD más débil, a cada año que pasaba, aumentaban las oportunidades al borde del espacio habitado; pero sólo para quien estuviera preparado para aprovecharse de ellas.

Cuando dejó de sonar la retreta, se volvió de nuevo hacia el puerto. Un feo vehículo de cojín de aire del barco estaba subiendo hacia el fuerte por la amplia ruta. Frunció el ceño, asombrado, y bajó de la torre.

Cuando llegó al portón, el vehículo se había detenido al frente. Su motor rugía y resultaba bastante difícil comprender al conductor, un marinero descargador de anchos hombros que insistía en algo.

—No tengo órdenes al respecto —estaba protestando el centinela, un mercenario terrícola. Se volvió, aliviado, hacia el teniente—. Señor, dicen que llevan una carga para nosotros en esa cosa.

—¿Qué es? —gritó el teniente. Tuvo que repetirlo de nuevo para hacerse oír por encima del ruido de los motores—. ¿Qué carga es?

—¿Y qué coño sé yo? —le contestó alegremente el conductor—. En el albarán de entrega dice: «Fortaleza de Astoria, a la atención del Oficial de Suministros». Mire, teniente, yo tengo que marcharme. Si el capitán no puede aprovechar la marea no podrá salir del puerto esta noche y me arrancará la piel a tiras para usarme como cebo para los escuawrks. ¿Dónde está el oficial de Suministros?

El teniente miró su reloj. Tras la retreta, los hombres se dispersaban de inmediato y los oficiales de Intendencia no se caracterizaban por hacer horas extra.

—No hay nadie para descargarle —gritó.

—Tengo aquí una grúa y un equipo de descargadores —le dijo el conductor—. Mire, usted dígame dónde dejo estas cosas. Tenemos que zarpar con la marea.

—Déjelo aquí mismo —le dijo el teniente.

—Vale. Pero luego tendrán un buen trabajo para moverlo. —Se volvió hacia sus compañeros en la cabina—. De acuerdo. ¡Charlie, al suelo con ello!

El teniente pensó en lo que diría el oficial de Suministros, cuando descubriese que tenía que mover unos contenedores de diez por cinco metros. Se subió a la plataforma de carga del vehículo. En la bolsa de documentos de cada contenedor había una copia del albarán en la que decía: «Suministros para la Cocina».

—Espere —ordenó—. Soldado, abra las puertas. Conductor, lleve esto allí —le ordenó un almacén que había casi en el centro del campamento—. Descarguen junto a las puertas grandes.

—Vale. Quieto ahí, Charlie —dijo alegremente el sargento mayor Calvin—. El teniente quiere estas cosas dentro.

Y dedicó toda su atención a conducir el poco manejable vehículo de cojín de aire.

El equipo de descarga del vehículo utilizó eficientemente la grúa, amontonando los contenedores de carga junto a la puerta del almacén.

—Firme aquí —dijo el conductor.

—Esto… quizá sería mejor que buscase a alguien para que hiciera un inventario de la carga.

—¡Joder, por todos los santos…! —protestó el conductor—. Mire, puede ver que los sellos no están rotos… vea. Escribiré en el albarán: «Sellos intactos, pero la carga no ha sido inspeccionada por el recep…» ¿Receptor se escribe con c o con s, teniente?

—Traiga, lo escribiré por usted. —Lo hizo, y lo firmó con su nombre y graduación—. Que tengan un buen viaje.

—No creo. Ahí fuera la mar está mal. Y poniéndose peor. Tendremos que darnos prisa, hay más carga que descargar.

—¡No para nosotros!

—No, para la ciudad. Gracias, teniente. —El vehículo dio la vuelta y rugió alejándose, mientras el oficial de guardia agitaba la cabeza. ¡Vaya follón! Subió a la torre a escribir sobre el incidente en el diario de la guardia. Una hora para que se hiciese oscuro y tres para que terminase su ronda. Había sido un día largo y aburrido.

Tres horas antes del amanecer, se abrieron silenciosamente los contenedores, y el capitán Ian Frazer llevó a sus exploradores al oscuro campo de desfiles. Silenciosamente, se movieron hacia las posiciones de los cañones. Una escuadra formó en filas y marchó hacia las puertas, con los rifles al hombro.

Los centinelas se giraron.

—¿Qué infiernos? —dijo uno de ellos—. No es la hora del cambio de guardia, ¿quién viene?

—A callar —dijo el cabo de la escuadra—. Tenemos órdenes de salir en una jodida patrulla por el perímetro. ¿No os han avisado?

—Nadie me dice nunca nada… esto… —el centinela gruñó cuando el cabo le golpeó con una bolsa de cuero rellena de postas. Su compañero se giró con rapidez, pero era demasiado tarde, los otros ya le habían alcanzado.

Dos hombres se quedaron erguidos, bajo la luz de las estrellas, en los puestos abandonados por los dos centinelas. Astoria estaba muy lejos, bajo el horizonte, de Franklin, y sólo un difuso resplandor rojizo en el horizonte indicaba la presencia del planeta hermano.

El resto de la escuadra entró en el puesto de guardia. Se movieron con eficiencia entre los hombres del resto de la guardia, que dormían, y cuando hubieron terminado, el cabo tomó un comunicador de su cinto:

—Laertes.

Al otro lado del campo de desfiles, el capitán Frazer llevaba a un grupo de hombres escogidos al centro de control del radar. Hubo un silencioso blandir de bayonetas y culatas. Cuando acabó la breve lucha, Ian habló por su comunicador:

—Hamlet.

No hubo respuesta, pero no esperaba ninguna.

Abajo, en la ciudad, otros contenedores de carga se abrieron en oscuros almacenes. Los hombres armados formaron por escuadras y marcharon a través de las calles portuarias. Los pocos civiles que los vieron se apresuraron a correr para ponerse a cubierto, nadie quería verse en problemas con los mercenarios terrícolas que empleaba la Confederación.

Una compañía completa marchó colina arriba hacia el fuerte. En el otro lado, lejos de la ciudad, el resto del Regimiento andaba a través de campos arados, sin preocuparse por las alarmas de radar, pero cuidándose de no ser vistos por los centinelas en los muros. Pasaron por la primera línea de cables de capacitancia y el mayor Savage contuvo la respiración: diez segundos, veinte. Suspiró tranquilizado e hizo un gesto a las tropas para que avanzasen.

La compañía que iba marchando llegó a la puerta principal. Los centinelas les dieron el alto, mientras otros miraban con curiosidad desde las torres de guardia. Cuando las puertas se abrieron, los centinelas de la torre se relajaron: el oficial de guardia debía de tener sus órdenes al respecto…

La compañía se dirigió al aparcamiento de los vehículos blindados. Al otro lado del campo de desfiles un centinela atisbo en la noche:

—¡Alto! ¿Quién anda ahí? —Sólo hubo silencio.

—¿Ves algo, Jack? —le preguntó su compañero.

—No… pero mira ahí. Entre los matorrales. Algo… ¡Dios mío, Harry! ¡El campo está lleno de hombres! ¡CABO DE GUARDIA! ¡A mí la guardia! —Dudó antes de dar el paso final, pero esta vez estaba lo bastante seguro como para no temer las iras del sargento. Un dedo rígido golpeó el rojo botón de alarma, y centellearon luces en el perímetro del campamento. Las sirenas ulularon y tuvo tiempo de ver a un millar de hombres en los campos junto al fuerte; luego un relampagueo de fuego le alcanzó, y cayó al suelo.

El campo estalló en confusión. Los artilleros de Friedland fueron los primeros en despertarse. Malgastaron menos de un minuto antes de que sus oficiales se dieran cuenta de que la alarma era real. Luego los mercenarios brotaron de sus barracones, para ir a salvar su preciosa artillería blindada. Pero, desde cada emplazamiento, ráfagas de fuego de ametralladoras les cortaron el camino. Algunos artilleros cayeron en montones, mientras los demás se apresuraban a ponerse a cubierto. En su apresuramiento por ir a ocupar sus puestos en los cañones, muchos de ellos no habían tomado sus armas personales, y perdieron tiempo yendo de vuelta a por ellas.

Los hombres del mayor Savage llegaron a los muros y los escalaron. Secciones alternas mantuvieron los muros bajo fuego de cobertura mientras, a pesar de su pesada armadura de combate, los hombres subían rápidamente gracias a la escasa gravedad de New Washington. Los oficiales los enviaron abajo, al campo de desfiles, en donde añadieron su fuego al de los hombres apostados en las posiciones artilleras. Ametralladoras, apresuradamente emplazadas, aislaron los cañones con sus campos de fuego.

Aquella artillería era la principal defensa del fuerte. Una vez estuvo seguro de que la tenían en sus manos, el mayor Savage envió a sus invasores en oleadas hacia los barracones del campamento. Entraron con los rifles dispuestos y granadas en las manos, tomando prisioneras a compañías enteras, antes de que sus oficiales pudieran llegar con las llaves de los armeros. Savage capturó a los Confederados de este modo, y sólo los de Friedland habían salido combatiendo; pero sus esfuerzos estaban destinados a recuperar sus cañones, y en eso no tenían posibilidad alguna.

Mientras, los mercenarios de la Tierra, que en ninguna ocasión eran una tropa fiable, habían pedido cuartel; la mayoría de ellos no habían hecho ni un solo disparo. Los defensores del campo habían luchado en grupos desorganizados contra una fuerza disciplinada, cuyas comunicaciones funcionaban perfectamente.

En el edificio del mando de la fortaleza, las alarmas despertaron al comandante Albert Morris. Escuchó con incredulidad los sonidos de la batalla, y aunque se apresuró, medio desnudo, ya era demasiado tarde. Su mando había sido invadido por casi cuatro mil hombres aullantes. Morris se quedó indeciso un momento, sintiendo el deseo de correr al acuartelamiento más cercano para reunir las tropas que pudiese; pero decidió que su puesto estaba en la sala de comunicaciones. Había que dar el aviso a la capital. Desesperadamente, corrió hacia el barracón de la radio.

Todo parecía normal allí, y le gritó órdenes al sargento de guardia, antes de darse cuenta de que jamás antes había visto a aquel hombre. Se giró para darse de frente con un pelotón apuntándole con sus rifles. Una brillante luz cayó sobre él, desde un rincón oscuro de la habitación.

—Buenos días, señor —le dijo una voz tranquila.

El comandante Morris parpadeó, luego alzó cuidadosamente las manos en rendición.

—No voy armado. Y, de todos modos, ¿quiénes son ustedes?

—El coronel John Christian Falkenberg, a su servicio. ¿Desea rendir esta base para salvar a sus hombres?

Morris asintió con rostro torvo. Había visto lo bastante fuera como para saber que la batalla estaba perdida sin esperanzas. E, hiciera lo que hiciese, su carrera también estaba acabada, y no tenía sentido dejar que aniquilasen a los Friedlandeses.

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