—Sí —Budreau sonrió sin alegría—. Luego está mi Fuerza de Policía. Todos los oficiales de la misma eran del CD y ahora se están marchando. Igual que el personal administrativo, que fue contratado y entrenado por la OfRed y, ahora, resulta que toda la gente competente ha sido trasladada a la Tierra.
—Eso puede crearle problemas.
—¿Problemas? ¡La situación es imposible! —exclamó Budreau—. No queda nadie con los conocimientos necesarios para gobernar, pero yo tengo este puesto, que todo el mundo desea. Quizá podría conseguir reunir a un millar de miembros fieles del Partido Progresista y a otros quince mil afiliados que, de ser necesario, lucharían por nosotros; pero no tienen el menor entrenamiento… ¿Cómo se van a enfrentar a los cuarenta mil libertadores?
—¿Cree usted seriamente que el Partido de la Libertad organizará una revuelta?
—Puede contar con ello, tan pronto como se haya ido el CD. Han pedido que se convoque una Asamblea Constituyente en cuanto se haya marchado el gobernador del CD. Si no les doy su Asamblea, se rebelarán y arrastrarán con ellos a un montón de los indecisos. Después de todo, ¿qué tiene de irracional el convocar una Asamblea Constituyente, una vez que se haya marchado el gobernador colonial?
—Ya veo.
—Y si les damos la Asamblea que quieren, eternizarán las cuestiones hasta que ya no quede nadie, excepto su gente. Mi partido se compone de gente que trabaja, ¿cómo pueden quedarse en sesión, día tras día? En cambio, los desempleados del PdlL permanecerán allá sentados, hasta que puedan deshacerse del gobierno del PP. Y, una vez ellos sean el gobierno, arruinarán al planeta. Claro que, bajo ninguna circunstancia, veo lo que va a poder hacer un militar por nosotros; pero el vicepresidente Bradford insistió en que le contratásemos a usted.
—Quizá podamos pensar en algo —dijo suavemente Falkenberg—. No tengo experiencia en cuestiones de administración, pero el caso de Hadley no es único. Supongo que el Partido Progresista se compone en su mayoría de los viejos colonos, ¿no?
—Sí y no. El Partido Progresista quiere industrializar Hadley, y algunas de nuestras familias de granjeros se oponen a esto. Pero queremos hacerlo lentamente. Cerraríamos la mayoría de las minas, y sólo extraeríamos el torio que necesitásemos vender para conseguir el equipamiento industrial básico. Yo quiero conservar el resto para nuestros propios generadores de fusión, porque lo necesitaremos más tarde.
»Queremos desarrollar la agricultura y el transporte, y recortar la ración básica del ciudadano, para así tener energía de fusión disponible para nuestras nuevas industrias. Quiero cerrar las fábricas de artículos de consumo y de lujo, y mantenerlas cerradas hasta que nos podamos permitir el abrirlas.
La voz de Budreau se alzó y sus ojos brillaron; era fácil ver por qué se había hecho popular: creía en su causa.
—¡Queremos construir la infraestructura de un mundo que se pueda autoabastecer y sobrevivir sin el CoDominio, hasta que podamos volver a unirnos a la raza humana como iguales! —Budreau se dio cuenta de su exaltación y frunció el ceño—. Lo siento, no intentaba hacer un discurso. ¿No quiere tomar asiento?
—Gracias.— Falkenberg se sentó en un pesado sillón de cuero y miró en derredor por la sala. El mobiliario era muy recargado y debía de haber costado una fortuna el traer la decoración de aquel despacho desde la Tierra; pero la mayor parte de él no era de buen gusto: más espectacular que elegante. La Oficina Colonial hacía a menudo este tipo de cosas, y Falkenberg se preguntó qué Gran Senador sería el propietario de la empresa que suministraba aquel mobiliario de despacho—. ¿Qué es lo que quiere hacer la oposición?
—Supongo que realmente usted tiene que saber todas estas cosas. —Budreau frunció el entrecejo y su bigote se agitó nervioso. Hizo un esfuerzo por relajarse y Falkenberg pensó en que, probablemente, en otro tiempo el presidente debía de haber sido un hombre muy impresionante—. El eslogan del Partido de la Libertad es: «Al servicio del Pueblo». Para ellos, ese servicio consiste en darles ahora artículos de consumo. Quieren hacer explotaciones mineras intensivas. Eso les ha dado el apoyo de los mineros, como puede comprender. El PdlL explotaría a fondo este planeta, para comprar bienes en otros sistemas, sin importarles un pimiento cómo habría que pagarlos. Una inflación galopante sería sólo uno de los problemas que iban a crear.
—Suenan a ambiciosos.
—Sí. Incluso quieren introducir la economía del motor de combustión interna. Dios sabe cómo, pues aquí no hay tecnología de apoyo, pero lo que sí hay es petróleo. Tendríamos que comprar todo lo demás fuera del planeta, pues no hay aquí industria pesada para fabricar los motores, unos motores que no sabemos si los iba a soportar la ecología. Pero todo eso no le importa al PdlL. Ellos prometen coches para todo el mundo; modernización instantánea. Más comida, fábricas robotizadas, diversiones… en resumen, el paraíso, aquí y ahora.
—¿Son sinceros en ello, o se trata simplemente de eslogans?
—Creo que la mayor parte de ellos son sinceros —le contestó Budreau—. Resulta difícil creerlo, pero pienso que lo son.
—¿Y de dónde
dicen
ellos que sacarán el dinero?
—De los ricos, como si aquí hubiera la bastante gente rica como para que eso fuera a funcionar. La confiscación total de todo lo que poseen todos no lograría pagar eso que ellos prometen. Esa gente no tiene ni idea de las realidades de nuestra situación, y sus líderes están siempre a punto para culpar al Partido Progresista de todo lo malo que sucede, a los administradores del CoDominio, a cualquier cosa, todo antes que reconocer que lo que prometen no es posible. Quizá algunos de los líderes de su Partido sepan la verdad, pero si es así, no lo admiten.
—Creo entender que su programa está ganando apoyo.
—¡Claro que sí! —Budreau echaba humo—. Y cada nave de la OfRed trae a millares más dispuestos a votar por la línea del PdlL.
Budreau se levantó y fue hasta un armario en la pared opuesta. Tomó una botella de brandy y tres vasos y sirvió, entregándoles los vasos a Calvin y Falkenberg. Luego ignoró al sargento, pero esperó a que el coronel levantase el vaso.
—Suerte —Budreau vació el vaso de un trago—. Algunas de las más viejas familias de Hadley se han unido al maldito PdlL. ¡Están preocupados por los impuestos que yo he propuesto! El Partido de la Libertad no les dejaría nada, pero ellos aún se unen a la oposición, en la esperanza de poder hacer tratos. Pero no parece usted sorprendido.
—No, señor. Es una situación tan antigua como la Historia. Y un militar lee la Historia.
Budreau alzó la mirada, sorprendido:
—¿De veras?
—Un soldado listo quiere saber cuáles son las causas de las guerras. Y cómo acabarlas. Después de todo, la guerra es el estado normal de la situación, ¿no es así? La paz es el nombre del ideal que deducimos del hecho de que ha habido interludios entre las guerras. —Antes de que Budreau pudiera contestar, Falkenberg añadió—: No importa. Creo entender que espera usted resistencia armada inmediatamente después de que el CD se marche.
—Esperaba lograr impedirlo. Bradford pensó que usted sería capaz de hacer algo, y yo soy muy hábil en el arte de la persuasión —el presidente suspiró—. Pero no parece haber solución: ellos no quieren llegar a un compromiso. Piensan que pueden lograr una victoria total.
—Me parece que no tienen un gran historial en que basarse —comentó Falkenberg.
Budreau se echó a reír.
—Los miembros del PdlL se atribuyen el mérito de haber echado al CoDominio, coronel.
Rieron juntos. El CoDominio se marchaba porque las minas ya no valían lo bastante como para sacar el dinero con que pagar el gobierno de Hadley. Si las minas fueran tan productivas como lo habían sido en el pasado, ningún partido echaría a los Infantes de Marina de allí.
Budreau asintió, como leyendo sus pensamientos.
—Bueno, de todos modos hay gente que se lo cree. Durante años hubo una campaña terrorista, nada serio. No amenazaba los cargamentos de las minas, o los Infantes de Marina hubieran acabado con ella, pero ha desmoralizado a la policía de la capital. En el campo, la gente administra su propia justicia, pero aquí en Refugio las bandas del PdlL controlan buena parte de la ciudad.
Budreau señaló a un montón de papeles en un rincón de la mesa.
—Eso son dimisiones de la Fuerza. Ni siquiera sé cuánta policía me quedará cuando el CD se marche —el puño de Budreau se apretó como si quisiera golpearlo contra el escritorio, pero siguió rígidamente sentado—. Se marchan. Durante años lo han dirigido todo, y ahora se largan y nos dejan el muerto para nosotros. Yo soy presidente por cortesía del CoDominio. Ellos me pusieron en el cargo, y ahora se marchan.
—Al menos está usted al mando —dijo Falkenberg—. La gente de la OfRed quería a otro. Bradford les convenció de que no.
—Seguro. Y nos costó un montón de dinero. ¿Para qué? Quizá hubiera sido mejor del otro modo.
—Creí haberle oído decir que la política de ellos arruinaría a Hadley.
—Lo he dicho, y lo creo. Pero los temas políticos surgieron después de que nos enfrentásemos, creo.—Budreau hablaba tanto para sí como para John—. Y ahora nos odian tanto, que se oponen a cualquier cosa que nosotros deseemos, por puro resentimiento. Y nosotros hacemos lo mismo.
—Suena como la política del CoDominio. Los rusos y los yanquis en el Gran Senado. Justo como en casa.—No hubo humor en la risa forzada que siguió.
Budreau abrió un cajón de su escritorio y sacó un pergamino.
—Naturalmente, mantendré el acuerdo. Aquí está su nombramiento como comandante de la Guardia Nacional. Pero sigo creyendo que haría mejor tomando la próxima nave que salga de aquí. Los problemas de Hadley no pueden ser resueltos por consejeros militares.
El sargento mayor Calvin resopló. El sonido casi era inaudible, pero Falkenberg sabía en lo que estaba pensando. Budreau se echaba atrás ante la dura palabra «mercenario», como si «consejero militar» le resultase más fácil de digerir a su conciencia. John se acabó su vaso y se puso en pie.
—El señor Bradford quiere verle —dijo Budreau—. El teniente Banners estará esperando fuera para llevarle a su despacho.
—Gracias, señor. —Falkenberg salió de la gran sala. Mientras cerraba la puerta vio a Budreau dirigirse de nuevo al mueble-bar.
El vicepresidente Bradford era un hombre pequeño con una sonrisa que nunca parecía desvanecerse. Trabajaba en que le quisiesen, pero no siempre le daba resultado. No obstante, había adquirido un séquito de fieles colaboradores de su partido, y se consideraba a sí mismo como un político de éxito.
Cuando Banners metió a Falkenberg en su despacho, aún sonrió más ampliamente, pero sugirió que Banners llevase a Calvin a hacer una visita a las habitaciones de la guardia del Palacio. Falkenberg asintió con la cabeza y los dejó ir.
La oficina del vicepresidente era austeramente funcional. Las mesas y sillas estaban hechas de maderas locales con un acabado vulgar, y una solitaria rosa en un jarrón de cristal daba la única nota de color. Bradford estaba vestido del mismo modo, con ropa informe comprada en un almacén barato.
—¡Gracias a Dios que está aquí! —dijo Bradford cuando la puerta se hubo cerrado—. Pero me han dicho que sólo ha traído a diez hombres. ¡No podemos hacer nada con sólo diez hombres! ¡Se suponía que tenía que traer usted al menos cien hombres leales a nosotros!
Saltó excitado de su silla, luego se volvió a sentar.
—¿Puede hacer algo al respecto?
—Sólo había diez hombres conmigo en la nave de la Armada —dijo Falkenberg—. En cuanto me enseñe dónde tengo que entrenar al regimiento, yo encontraré al resto de los mercenarios.
Bradford le hizo un exagerado guiño y sonrió de oreja a oreja.
—¡Entonces trajo más! ¡Ya les enseñaremos… a todos ellos! Aún ganaremos. ¿Qué es lo que piensa de Budreau?
—Parece bastante sincero. Naturalmente, está preocupado. Creo que, en su lugar, yo también lo estaría.
Bradford agitó la cabeza.
—No puede acabar de decidirse, ¡en nada! Antes no estaba tan mal, pero últimamente ha habido que forzarle para que tomase cada decisión. ¿Por qué lo eligió a él la Oficina de Colonias? Pensé que ustedes iban a arreglarlo todo, para que fuese yo el presidente. Les dimos suficiente dinero para eso.
—Cada cosa a su tiempo —le dijo Falkenberg—: El subsecretario no pudo justificarle a usted ante el ministro. ¿Sabe?, no podemos llegar a todo el mundo. Ya fue bastante duro que el profesor Whitlock consiguiese que aprobasen a Budreau, no hablemos pues de lo que habría costado lograrlo con usted. Sudamos sangre, sólo para conseguir que abandonasen la idea de poner a un presidente del Partido de la Libertad.
La cabeza de Bradford se movió arriba y abajo como la de una marioneta.
—Sabía que me podía fiar de usted —dijo. Su sonrisa era cálida, pero, a pesar de todos sus esfuerzos por parecer sincero, no acababa de lograrlo—. En cualquier caso, han cumplido ustedes con su parte del trato. Y, una vez se haya marchado el CD…
—Naturalmente, tendremos las manos libres.
Bradford sonrió de nuevo.
—Es usted un hombre muy extraño, coronel Falkenberg. Se decía que era leal hasta la médula al CoDominio. Cuando el Dr. Whitlock sugirió que usted podría hallarse disponible, me sentí muy asombrado.
—No tenía demasiada elección —le recordó Falkenberg.
—Sí. —Bradford no dijo que tampoco la tenía ahora, pero resultaba obvio que pensaba en ello. Su sonrisa se expandió confidencialmente—. Bueno, ahora tendremos que dejar que le vea el señor Hamner. Es el vicepresidente segundo. Luego podremos ir a las tierras de Warner. He arreglado las cosas para que sus tropas estén acuarteladas allí, es justo lo que usted quería como campo de entrenamiento. Nadie le molestará. Y puede decirse que sus otros hombres son voluntarios locales.
Falkenberg asintió.
—Me las apañaré. Últimamente estoy volviéndome muy bueno en inventarme historias para ocultar las cosas.
—Seguro.—Bradford sonrió de nuevo—. ¡Dios, aún ganaremos!
Tocó un botón de su escritorio.
—Dígale al señor Hamner que venga, por favor.—Le hizo un guiño a Falkenberg y le dijo—: No podemos pasar demasiado tiempo a solas, a alguien le podría venir la idea de que estamos conspirando.
—¿Cómo encaja Hamner en todo? —preguntó Falkenberg.