Pasaron junto a un carro cargado de melones. Una pareja, alegremente vestida, les saludó amistosamente, luego el hombre animó con un largo látigo al tiro de caballos que arrastraba su carro. Falkenberg estudió la primitiva escena y dijo:
—No parece que lleven ustedes aquí cincuenta años.
—No —Banner puso una expresión amarga. Después giró para evitar a un grupo de quinceañeros que estaban bloqueando una calle del puerto. Luego tuvo que girar de nuevo, para evitar la barricada de tochos del pavimentado que habían estado tapando con sus cuerpos. El coche se tambaleó violentamente. Banners aceleró para levantarlo más alto y se dirigieron hacia la parte más baja de la barricada. La rozó mientras la superaba, luego aceleró para marcharse.
Falkenberg sacó la mano del interior de su camisa. Tras él, Calvin estaba inspeccionando una metralleta que había aparecido del enorme petate que había llevado con él al interior del vehículo. Cuando Banners no dijo nada del incidente, Falkenberg frunció el ceño y se arrellanó en su asiento, escuchando. Los papeles de Información mencionaban desórdenes, pero aquello era tan malo como en una isla de la Seguridad Social de la Tierra.
—No, no estamos muy industrializados —continuó Banners—. Al principio no había ninguna necesidad de desarrollar industrias básicas. Las minas habían hecho rico a todo el mundo, así que importábamos todo lo que necesitábamos. Los agricultores vendían sus productos frescos a los mineros a precios enormes. Refugio era una ciudad de servicios industriales. La gente que trabajaba aquí pronto se podía permitir comprar animales de granja, tras lo que se desparramaban por las llanuras y los bosques, para establecerse.
Falkenberg asintió:
—A muchos no les debían interesar las ciudades.
—Precisamente. Ellos no querían industrias, habían venido aquí para escaparse de ellas.— Banners condujo en silencio, durante un tiempo—. Entonces, algún jodido burócrata del CoDominio leyó los informes ecológicos sobre Hadley. La Oficina de Control de la Población de Washington decidió que éste era un lugar perfecto para colonización involuntaria. De todos modos, las naves venían aquí por el torio, así que, en lugar de maquinaria y artículos de consumo, se les ordenó que nos trajeran presos. Centenares de millares de ellos, coronel Falkenberg. Durante los últimos diez años nos han echado encima a más de cincuenta mil personas por año.
—Y ustedes no pueden mantenerlos a todos —dijo con amabilidad Falkenberg.
—No, señor.— El rostro de Banners se puso en tensión. Parecía estar luchando para contener las lágrimas—. Dios sabe que lo intentamos. Cada ergio de energía que pueden producir los generadores de fusión se usa para convertir el petróleo en protocarbonos básicos para alimentarlos. ¡Pero no se parecen en absoluto a los colonos originales! ¡No saben hacer nada, no quieren hacer nada! Oh, bueno, realmente no es así; algunos de ellos trabajan. Algunos de nuestros mejores ciudadanos son transportados forzosos. Pero hay demasiados de los otros.
—¿Por qué no les dicen que trabajen, o los dejarán morirse de hambre? —preguntó Calvin sin parsimonias. Falkenberg le lanzó una fría mirada, y el sargento hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se volvió a recostar en su asiento.
—¡Porque el CD no nos deja hacerlo! —gritó Banners—. ¡Maldita sea, no temamos autogobierno! La gente de la Oficina de Redistribución del CD nos decía lo que teníamos que hacer… ellos lo controlaban todo.
—Lo sabemos —le dijo con suavidad Falkenberg—. Hemos visto los resultados de la influencia de la Liga de la Humanidad sobre la OfRed. Mi sargento mayor no le estaba haciendo una pregunta, estaba expresando una opinión. Sin embargo, estoy sorprendido… hubiera pensado que sus granjas podrían alimentar a la población urbana.
—Deberían de ser capaces, señor.— Banners condujo durante unos momentos en hosco silencio—. Pero no hay transportes. La gente está aquí, y la mayor parte de la tierra agrícola está a quinientas millas hacia el interior. Hay tierra cultivable más cerca, pero no ha sido limpiada. Nuestros colonos deseaban alejarse de Refugio y de la OfRed. Tenemos un ferrocarril, pero las partidas de bandoleros no dejan de volarlo. No podemos fiarnos de lo producido en Hadley para mantener vivo a Refugio. Hay un millón de personas en Hadley, y la mitad de ellas están apretujadas en esta única e ingobernable ciudad.
Estaban aproximándose a una enorme estructura con forma de bol, unida a una tremenda edificación de piedra. Falkenberg estudió cuidadosamente los edificios, y luego preguntó lo que eran.
—Nuestro estadio —le contestó Banners. No había ahora orgullo en su voz—. El CD lo construyó para nosotros. Hubiéramos preferido tener una nueva planta de fusión, pero nos dieron un estadio con capacidad para cien mil personas.
—Construido por la Compañía de Construcciones y Desarrollos GLC, supongo —dijo Falkenberg.
—Sí… ¿cómo lo sabía?
—Creo que lo he leído en alguna parte. —No era así, pero resultaba fácil imaginarlo: la GLC era propiedad de una compañía holding que, a su vez, era propiedad de la familia Bronson. Era fácil entender que la ayuda enviada por el Gran Senado acabase siendo usada en algo en lo que la GLC pudiese participar.
—Tenemos excelentes equipos deportivos y buenos caballos de carreras —comentó amargamente Banners—. El edificio contiguo es el Palacio Presidencial. Su arquitectura es bastante funcional.
El palacio se alzaba frente a ellos, cuadrado y macizo. Parecía más una fortaleza que un edificio honorífico.
La ciudad estaba más densamente poblada a medida que se acercaban al Palacio. Los edificios de aquí eran principalmente de piedra y cemento, en lugar de madera. Pocos eran de más de tres pisos de alto, de modo que Refugio se extendía bastante a lo largo de la costa. La densidad de población crecía rápidamente más allá del complejo de palacio y estadio. Banners estaba muy atento mientras conducía por las amplias calles, pero parecía menos nervioso de lo que había estado en el puerto.
Refugio era una ciudad de contrastes. Las calles eran anchas y rectas, y evidentemente había un buen sistema de eliminación de las aguas residuales, pero las plantas bajas de los edificios eran tiendas abiertas, y las aceras estaban atestadas por paradas de mercadillo. Nubes de peatones se movían por entre los quioscos y tiendas.
Seguía sin verse tráfico motorizado ni aceras rodantes. Abrevaderos para los caballos y barras para atar las riendas habían sido construidos a intervalos frecuentes, junto con austeramente funcionales postes del alumbrado y fuentes públicas. Los pocos signos de tecnología contrastaban fuertemente con el aire, generalmente primitivo, de la ciudad.
Un contingente de hombres uniformados se abrió camino a través de la multitud en un cruce de calles. Falkenberg los miró fijamente y luego le dijo a Banners:
—¿Su gente?
—No, señor. Ésos son los colores de la casa de Glenn Foster. Oficialmente, son reservas no organizadas de la Guardia Presidencial, pero la realidad es que son mesnadas particulares. —Banners rió amargamente—. Suena como algo salido de un libro de Historia, ¿no? Casi hemos vuelto al feudalismo, coronel Falkenberg. Cualquiera con el suficiente dinero mantiene guardias armados. Tiene que hacerlo. Las bandas de criminales son tan fuertes, que la policía ni intenta capturar a ninguno que se halle bajo la protección del crimen organizado, y, si los detuviesen, los jueces no los condenarían.
—Y las guardias privadas, a su vez, se convierten en bandas. ¿No? —Banners le miró escrutadoramente.
—Sí, señor. ¿Ha visto antes esta situación?
—Sí, la he visto antes. —Banners no pudo descifrar la expresión que había en los labios de Falkenberg.
Llegaron hasta el Palacio Presidencial y recibieron los saludos de los hombres uniformados de azul. Falkenberg se fijó en las bien cuidadas armas y la precisa instrucción de la Guardia Presidencial. Allí había en servicio gente bien entrenada, pero la unidad era pequeña. Falkenberg se preguntó si sabrían luchar, tan bien como hacer guardia. Eran ciudadanos locales, leales a Hadley, y no se parecerían a los Infantes de Marina del CoDominio, a los que estaba acostumbrado.
Fue llevado a través de una serie de salas en la fortaleza de piedra. Cada una de ellas tenía gruesas puertas de metal, y varias de las habitaciones eran salas de guardia. Falkenberg no vio signos de actividad gubernamental, hasta que hubieron pasado las capas exteriores del enorme edificio y llegado a un patio abierto, atravesando el cual entraron en un edificio interior.
Aquí había mucha actividad. A través de los pasillos se apresuraban los oficinistas y algunas muchachas, ataviadas con las togas de muchos volantes que habían estado de moda en la Tierra años antes, estaban sentadas en escritorios. La mayoría de ellas parecían estar metiendo el contenido de los mismos en cajas, mientras otra gente las trasladaba por los pasillos. Algunas oficinas estaban vacías, con sus escritorios cubiertos por una capa de fino polvo, y había cajas de mudanza, de tablas plásticas, amontonadas junto a ellos.
Había dos antesalas a la oficina del presidente. El presidente Budreau era un hombre alto y delgado, con un bigotito rojo muy fino y gestos rápidos. Cuando fueron introducidos en la exageradamente adornada habitación, el presidente alzó la vista de un montón de papeles, pero sus ojos no enfocaron inmediatamente a sus visitantes. Su rostro era una máscara de preocupación y concentración.
—El coronel John Christian Falkenberg, señor —anunció el teniente Banners—. Y el sargento mayor Calvin.
Budreau se puso en pie.
—Me complace verle, Falkenberg. —Su expresión decía lo contrario: miraba a sus visitantes con algo de disgusto, e hizo un gesto a Banners para que saliera de la sala. Cuando la puerta se hubo cerrado, dijo—: ¿Cuántos hombres ha traído consigo?
—Diez, señor presidente. Era todo lo que podíamos traer en el transporte sin levantar sospechas. Y tuvimos suerte de que pudieran ser tantos. El Gran Senado tenía un inspector en los muelles, para comprobar si había violaciones en los códigos antimercenarios. Si no hubiéramos sobornado a un empleado portuario para que lo distrajese, ni nosotros estaríamos aquí: Calvin y yo nos encontraríamos ahora en Tanith como colonos involuntarios.
—Ya veo.— Por su expresión, no parecía sorprendido. John pensó que Budreau se habría sentido complacido si el inspector los hubiera atrapado. El presidente tamborileó nerviosamente en su escritorio—. Quizá eso baste. Tengo entendido que la nave en que usted vino también traía a los Infantes de Marina que se han presentado voluntarios para aposentarse en Hadley. Deberían suministrarnos el núcleo para una excelente Guardia Nacional. ¿Son buenas tropas?
—Son un batallón desmovilizado —le contestó Falkenberg—. Se trata de tropas que el CD ya no quiere. Podrían ser los sobrantes de todas las guarniciones de veinte planetas. Tendremos suerte si hay un solo verdadero soldado entre todos ellos.
El rostro de Budreau se relajó a su anterior máscara de depresión. La esperanza desapareció visiblemente de él.
—Pero tendrá usted tropas propias —dijo Falkenberg.
Budreau tomó unos papeles:
—Aquí lo tiene todo. Justo lo estaba mirando cuando llegaron ustedes —le entregó el informe a Falkenberg—. No hay nada animador ahí, coronel. Nunca he pensado que haya una solución militar a los problemas de Hadley, y esto confirma mi temor. Si usted sólo tiene diez hombres, más un batallón de Infantes de Marina desmovilizado forzosamente, entonces ni vale la pena considerar la opción militar.
Budreau regresó a su asiento. Sus manos se movían inquietas por el mar de papeles que cubría su escritorio.
—Si yo fuera usted, Falkenberg, volvería a ese bote de la Armada y me olvidaría de Hadley.
—¿Y por qué no lo hace usted?
—¡Porque Hadley es mi hogar! Ninguna chusma me va a echar de la plantación que mi abuelo construyó con sus propias manos. No harán que salga corriendo.—Budreau enlazó las manos, apretándolas hasta que los nudillos estuvieron blancos por el esfuerzo, pero cuando habló de nuevo, su voz estaba en calma—: Usted no tiene nada en juego aquí. Yo sí.
Falkenberg tomó el informe del escritorio y hojeó sus páginas antes de entregárselo a Calvin.
—Hemos hecho un largo camino, señor presidente. Así que podría contarme cuál es su problema, antes de que me marche.
Budreau asintió con cara de pocos amigos. El bigote rojo se estremeció y se pasó por él el dorso de la mano.
—Es bastante simple. La razón ostensible por la que usted está aquí, la razón que le dimos a la Oficina Colonial para que nos dejasen reclutar una Guardia Nacional planetaria, son las bandas de criminales de las colinas. Nadie sabe cuántos son, pero son lo bastante fuertes como para asaltar granjas. También cortan las comunicaciones entre Refugio y los campos cuando les viene en gana.
—Sí. —Falkenberg estaba en pie frente al escritorio porque no había sido invitado a sentarse. Si esto le molestaba, no lo demostraba—. Pero los bandoleros que actúan corno guerrilleros no tienen ninguna posibilidad si no cuentan con una base política.
Budreau asintió.
—Estoy seguro que el vicepresidente Bradford ya le habrá dicho que ellos no son el verdadero problema.— La voz del presidente era fuerte, pero había una nota combativa en ella, corno si estuviese acostumbrado a que le discutiesen sus conclusiones y estuviera esperando a que Falkenberg empezara a hacerlo—. En realidad, podríamos vivir a pesar de los bandidos, pero éstos cuentan con el apoyo del Partido de la Libertad. Mi Partido Progresista es mayor que el de la Libertad, pero los progresistas están diseminados por todo el planeta, mientras que los libertadores se hallan concentrados aquí, en Refugio, donde tienen Dios sabe cuántos votantes y unos cuarenta mil miembros de carnet, que pueden concentrar cada vez que quieren montar una manifestación violenta.
—¿Tienen este tipo de manifestaciones muy a menudo?
—Demasiado. No hay mucho con que controlarlas. Tengo trescientos hombres en la Guardia Presidencial, pero fueron reclutados y entrenados por el CD, como es el caso del joven Banners. No son de mucha utilidad para el control de multitudes y, de todos modos, son leales a su empleo, no a mí personalmente. El PdlL tiene hombres dentro de la Guardia.
—Así que podemos eliminar a la Guardia Presidencial, si se trata de controlar al Partido de la Libertad —observó John.