El médico (44 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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—De acuerdo; te damos la bienvenida. Zarparemos al amanecer desde un muelle del Bósforo.

—Allí estaré con mi caballo y mi carro.

Aryeh refunfuñó y Loeb suspiró.

—Ni caballo ni carro —sentenció Lonzano—. Navegaremos por el Mar Negro en embarcaciones pequeñas, con el fin de ahorrarnos un viaje largo y peligroso por tierra.

Zevi apoyó su manaza en la rodilla de Rob.

—Si están dispuestos a llevarte, es una oportunidad excelente. Vende el caballo y el carro.

Rob tomó una decisión inmediata y asintió.


Mazel!
—dijo Zevi con serena satisfacción, y escanció vino tinto para formalizar el trato.

Desde el caravasar fue directamente al establo. Ghiz resolló al verlo.

—¿Eres
Yahud
?

—Soy
Yahud
.

Ghiz asintió temeroso, convencido de que aquel mago era un
djinni
que podía alterar su identidad a voluntad.

—He cambiado de idea: te venderé el carro.

El persa le hizo una oferta miserable, apenas una fracción del valor carromato.

—No; me pagarás un precio justo.

—Puedes quedarte con tu endeble carro. Pero si quieres venderme la yegua...

—La yegua te la regalo.

Ghiz entrecerró los ojos, tratando de ver por donde venía el peligro.

—Tienes que pagarme un precio justo por el carro, pero te regalo la yegua.

Se acercó a
Caballo
y le frotó el hocico por última vez, agradeciéndole en silencio los fieles servicios prestados.

—Hay algo que siempre debes tener en cuenta. Este animal trabaja con buena voluntad, pero debe estar bien y regularmente alimentado, y siempre limpio para que no le salgan llagas. Si cuando vuelvo está sano, nada te ocurrirá. Pero si lo has maltratado...

Sostuvo la mirada de Ghiz, que palideció y desvió la vista.

—La trataré bien, hebreo. ¡La trataré muy bien!

El carromato había sido su único hogar durante muchos años. Además, fue como decirle adiós al último recuerdo de Barber.

Tuvo que dejar también la mayor parte de su contenido, lo que resultó una ganga para Ghiz. Rob cogió su instrumental quirúrgico y un surtido de hierbas medicinales; la cajita de pino para los saltamontes, con la tapa perforada; sus armas y unas pocas cosas más.

Pensó que había sido moderado, pero a la mañana siguiente, mientras acarreaba un gran saco de paño a través de las calles todavía oscuras, se sintió menos seguro. Llegó al muelle del Bósforo cuando la luz viraba al gris, y Reb Lonzano observó agriamente el bulto que le obligaba a encorvar la espalda.

Cruzaron el estrecho del Bósforo en un
teimil
, un esquife largo y bajo que era poco más que un tronco de árboles ahuecado, embreado y equipado con un solo par de remos que accionaba un joven somnoliento. Desembarcaron en la otra orilla, en Uskudar, una población de chozas agrupadas junto al muelle, cuyos amarraderos estaban atestados de embarcaciones de todo tipo y tamaño. Rob se enteró, con gran consternación, que les esperaba una hora de caminata hasta la pequeña bahía donde anclaba la barca que los llevaría a través del Bósforo y luego costearía el mar Negro. Cargó sobre los hombros el pesado bulto y siguió a los otros tres.

De inmediato, se encontró andando al lado de Lonzano.

—Zevi me contó lo que ocurrió entre tú y el normando en el caravasar. No debes dar rienda suelta a tu temperamento si no quieres ponernos en peligro a todos.

—Sí, Reb Lonzano.

Exhaló un profundo suspiro cuando desplazó al otro lado el peso del saco.

—¿Ocurre algo,
Inghiliz
?

Rob meneó la cabeza. Sosteniendo el bulto sobre el hombro dolorido, y mientras un sudor salado le corría por los ojos, pensó en Zevi y sonrió.

—Ser judío es muy difícil —comentó.

Por último, llegaron a una ensenada desierta y Rob vio, meciéndose en el oleaje, un carguero ancho y achaparrado, con un mástil y tres velas, una grande y dos pequeñas.

—¿Qué clase de embarcación es esa? —preguntó a Reb Aryeh.

—Una chalana. Una buena embarcación.

—¡Vamos! —gritó el capitán.

Era Ilias, un griego rubio y feúcho, con la tez bronceada por el sol y una cara en la que una sonrisa con pocos dientes exhibía su blancura. Rob pensó que era un comerciante insensato, pues a bordo aguardaban nueve esperpentos con la cabeza afeitada, sin cejas ni pestañas.

Lonzano gruñó.

—Derviches, monjes errantes musulmanes.

Sus capuchas eran harapos mugrientos. Del cordón atado alrededor de la cintura de cada uno, colgaban un jarro y una honda. Todos tenían en el centro de la frente una marca redonda y oscura semejante a un callo costroso; más adelante, Reb Lonzano le contó a Rob que esa marca era el
zabiba
, corriente entre los musulmanes devotos que apretaban la cabeza contra el suelo durante la oración, cinco veces por día.

Uno de ellos, probablemente el jefe, se llevó las manos al pecho y se inclinó ante los judíos.


Salaam
.

Lonzano devolvió el saludo con la correspondiente inclinación.


Salaam aleikhem
.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó el griego.

Vadearon hacía la acogedora frescura de la rompiente donde la tripulación, compuesta por dos jóvenes con taparrabos, esperaba para ayudarlos a subir la escala de cuerda de la chalana, de escaso calado. No había cubierta ni estructura; solo un espacio abierto ocupado por el cargamento de madera, resina y sal. Como Ilias insistió en que dejaran un pasillo central para que la tripulación pudiera manipular las velas, quedaba muy poco espacio para los pasajeros, y después de estibar sus bultos, judíos y musulmanes se vieron apretujados como arenques en salmuera.

Mientras levaban las dos anclas, los derviches comenzaron a aullar. Su jefe, que se llamaba Dedeh, tenía la cara envejecida y, además del
zabiba
, lucía tres marcas oscuras en la frente que semejaban quemaduras. Echó hacia atrás la cabeza y grito a los cielos:


Allah Ek-beeer
.

El sonido alargado pareció quedar suspendido sobre el mar.


La ilah illallah
—coreó su congregación de discípulos.


Allah Ek-beeer.

La chalana derivó a la altura de la costa, encontró el viento con mucha ondulación de sus velas, y avanzó en derechura al este.

Rob estaba atascado entre Reb Lonzano y un derviche joven, muy flaco, con una sola quemadura en la frente. Poco después, el joven musulmán le sonrió y, hundiendo la mano en su bolsa, sacó cuatro trozos de pan seco, que distribuyó entre los judíos.

—Dale las gracias en mi nombre —dijo Rob—; yo no quiero.

—Tenemos que comerlo —objetó Lonzano—. De lo contrario, los ofenderemos gravemente.

—Está hecho con harina noble —aclaró tranquilamente el derviche, en persa—. Es un pan inmejorable.

Lonzano miró airado a Rob, sin duda enfadado porque no hablaba la Lengua. El joven derviche los observó comer pan, que sabía a sudor solidificado.

—Yo soy Melek abu Ishak —se presentó el derviche.

—Yo soy Jesse ben Benjamin.

El derviche asintió y cerro los ojos. En breve estaba roncando, lo que Rob consideró una muestra de sensatez, porque viajar en chalana era sumamente aburrido. Ni la vista del mar ni el paisaje terrestre cercano parecían cambiar. No obstante, tenía cosas en que pensar. Cuando pregunto a Ilias por qué no se despegaban de la línea de la costa, el griego sonrió.

—No pueden venir a cogernos en aguas poco profundas —explicó.

Rob siguió con la vista el dedo índice de Ilias y vio, a lo lejos, unas nubes de orillas blancas que, en realidad, eran las grandes velas de un barco.

—Piratas —dijo el griego—. Quizá albergan la esperanza de que el viento nos arrastre a alta mar, y en este caso nos matarían y se llevarían mi cargamento y vuestro dinero.

A medida que el sol se elevaba, un hedor a cuerpos que no se lavaban desde hacía tiempo comenzó a dominar la atmósfera en torno a la embarcación. Por lo general, lo disipaba la brisa marina, pero cuando no era así, resultaba muy desagradable. Rob decidió que emanaba de los derviches, y trató de apartarse de Melek abu Ishak, pero no había lugar. Sin embargo, el viajar con musulmanes tenía sus ventajas, porque cinco veces diarias Ilias atracaba para permitir que se postraran en dirección a la Meca. Estos intervalos representaban otras tantas oportunidades para que los judíos comieran deprisa en tierra o se ocultaran detrás de los arbustos y las dunas a fin de aliviar intestinos y vejigas.

Hacía tiempo que su piel inglesa se había bronceado en los caminos, pero ahora sentía que el sol y la sal la transformaban en cuero. Al caer la noche fue una bendición la ausencia de sol, pero pronto el sueño desvió de su posición perpendicular a los que iban sentados, y se vio atrapado entre los pesos muertos de un Melek ruidoso y adormecido, a la derecha, y un Lonzano inconsciente a la izquierda. Cuando no soportó más, apeló a los codos y recibió fervientes imprecaciones de ambos lados.

Los judíos oraban en la embarcación. Todas las mañanas Rob se ponía su
tefillin
cuando lo hacían los otros, y enroscaba la tira de cuero alrededor de su brazo izquierdo tal como había practicado con la cuerda en el establo de Tryavna. Envolvía la cuerda alrededor de un dedo sí y otro no, inclinaba la cabeza sobre su regazo y albergaba la esperanza de que nadie notara que no sabía lo que estaba haciendo.

Entre desembarco y desembarco, Dedeh dirigía las oraciones a bordo:

—¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande! ¡Dios es grande!

—¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios! ¡Confieso que no hay otro Dios sino Dios!

—¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios! ¡Confieso que Mahoma es el Profeta de Dios!

—Eran derviches de la orden de Selman, el barbero del Profeta, juramentados para observar de por vida pobreza y piedad, según informó Melek a Rob. Los harapos que usaban significaban la renuncia a los lujos de este mundo. Lavarlos significaría abjurar de su fe, lo que explicaba el hedor. Llevar todo el vello del cuerpo afeitado simbolizaba que se quitaban el vello existente entre Dios y sus siervos. Los jarros que llevaban colgados de la cintura eran señal del profundo pozo de meditación, y las hondas estaban destinadas a ahuyentar al diablo. Las quemaduras en la frente eran de utilidad en la penitencia, y ofrecían trozos de pan a los desconocidos porque Gabriel había llevado pan a Adán en el Paraíso.

Estaban haciendo un
ziaret
, un peregrinaje a los sagrados sepulcros de La Meca.

—¿Por qué vosotros os atáis cuero alrededor de los brazos por la mañana? —le preguntó Melek.

—Por mandamiento del Señor —dijo y le contó a Melek como había sido dada la orden en el Libro del Deuteronomio.

—¿Por qué os cubrís los hombros con chales cuando rezáis, aunque no siempre?

Rob conocía muy pocas respuestas; solo había adquirido conocimientos superficiales durante su observación de los judíos de Tryavna. Luchó por ocultar la angustia de que lo interrogaran.

—Porque el Inefable, Bendito sea, nos ha instruido que así debemos hacerlo —respondió con tono grave. Melek asintió y sonrió.

Cuando Rob se volvió, notó que Reb Lonzano lo estudiaba con sus ojos de párpados pesados.

35
LA SAL

Los dos primeros días, el tiempo se mantuvo tranquilo y agradable, pero al tercero el viento refrescó y levantó mar gruesa. Ilias mantuvo diestramente la chalana entre los peligros de la nave pirata y el embate de la rompiente. Al atardecer, unas figuras lisas y oscuras asomaron entre las aguas de color sangre, curvando y zambullendo su cuerpo alrededor y por debajo de la embarcación. Rob se estremeció y conoció el auténtico miedo, pero Ilias rió y le dijo que eran marsopas, unos seres inofensivos y juguetones.

Al amanecer, la marejada subía y caía en escarpadas vertientes, y el mareo volvió a Rob como un viejo amigo. Su vomitera resultó contagiosa incluso para los endurecidos marineros, y poco después la embarcación era un tumulto de hombres mareados y jadeantes que oraban a Dios en una variedad de idiomas, rogándole que pusiera fin a su desdicha.

En el peor momento, Rob suplicó que lo abandonaran en tierra, pero Reb Lonzano meneó la cabeza.

—Ilias ya no se detendrá para permitir que los musulmanes recen en tierra, porque aquí hay tribus turcomanas —dijo—. Al extranjero que no matan lo convierten en esclavo, y en cada una de sus tiendas hay uno o dos desgraciados maltratados y encadenados a perpetuidad.

Lonzano contó la historia de su primo, que con dos hijos robustos había intentado llevar una caravana de trigo a Persia.

—Los cogieron. Fueron atados y enterrados hasta el cuello en su propio trigo y los dejaron morir de hambre, que no es una buena muerte. Finalmente, los turcomanos vendieron los cadáveres descompuestos a nuestra familia, para que les diéramos sepultura según el rito judío.

Así pues, Rob se quedó en la embarcación y, de este modo, como una serie de años nefastos, pasaron cuatro días interminables.

Siete días después de haber dejado Constantinopla, Ilias maniobró la chalana hasta un diminuto puerto a cuyo alrededor había unas cuarenta casas apiñadas, algunas de ellas con estructuras de madera desvencijada, pero en su mayoría de adobe. Era un puerto de aspecto inhóspito, pero no para Rob, que siempre recordaría con gratitud la ciudad de Rize.

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