El médico (48 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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La avenida lo llevó a la gran muralla de piedra y a la singular puerta de la ciudad, rematada por un arco.

En el interior del recinto se alzaban las amplias viviendas de los ricos, con terrazas, huertos y viñedos. Por todas partes se veían arcos apuntados: en los portales, en las ventanas y en las puertas de los jardines. Más allá del barrio de los ricos había mezquitas y edificios más grandes con cúpulas blancas y redondas, rematadas con pequeñas puntas, como si sus arquitectos se hubieran enamorado locamente del pecho femenino. Era fácil saber adonde había ido a parar la roca extraída: todo era de piedra blanca adornada con azulejos de color azul oscuro dispuestos de manera tal que formaban diseños geométricos o citas del Corán:

No hay Dios salvo Él, el más misericordioso.

Lucha por la religión de Dios.

Enemigo seas de quienes se muestran negligentes en sus oraciones.

En las calles hormigueaban hombres tocados con turbantes, pero no había ninguna mujer. Pasó por una vasta plaza abierta y luego por otra, una media milla más allá. Se deleitó con los sonidos y los olores. Era un
municipium
, inconfundiblemente; un gran enjambre de humanidad como el que conociera de pequeño en Londres, y por algún motivo sintió que era correcto y adecuado cabalgar lentamente a través de aquella ciudad de la orilla norte del Río de la Vida.

Desde los alminares, unas voces masculinas —algunas distantes y delgadas, otras cercanas y claras —comenzaron a llamar a los fieles a la oración.

Todo el tráfico se paralizó cuando los hombres se pusieron de cara a lo que parecía el suroeste, la dirección de La Meca. Todos los hombres de la ciudad se habían postrado; acariciaron el suelo con las palmas y se dejaron caer hacía adelante, de tal modo que sus frentes quedaran apretadas contra los adoquines.

Por respeto, Rob refrenó la mula y se apeó.

Una vez concluidas las preces, se acercó a un hombre de edad mediana que arrollaba enérgicamente una alfombra de oración, que había sacado de su carreta de bueyes. Rob le preguntó como podía llegar al barrio judío.

—Ah. Se llama Yehuddiyyeh. Debes seguir bajando la avenida de Yazdegerd, hasta que veas el mercado judío. En el otro extremo del mercado hay una puerta en arco y más allá encontraras tu barrio. No puedes perderte,
Dhimmi
.

El mercado estaba bordeado de puestos que vendían muebles, lámparas de aceite, panes, pasteles que despedían aroma a miel y a especias, ropa, utensilios de toda clase, frutas y verduras, carne, pescado, gallinas desplumadas y aderezadas, o vivas y cloqueando...; todo lo necesario para la vida material. Exponían taleds, camisetas orladas, filacterias. En una caseta, un anciano amanuense, con el rostro surcado por las arrugas, estaba encorvado sobre tinteros y plumas, y en una tienda abierta, una mujer decía la buenaventura. Rob supo que estaba en el barrio judío porque había vendedoras en los puestos y compradoras en el abarrotado mercado, con cestos en los brazos. Usaban vestidos negros holgados y llevaban el pelo atado con trozos de tela. Algunas tenían la cara cubierta por un velo, como las mujeres musulmanas, pero en su mayoría la llevaban al descubierto. Los hombres iban ataviados como Rob y todos lucían barbas largas y tupidas.

Deambuló lentamente, disfrutando de la vista y los sonidos. Se cruzó con dos hombres que discutían el precio de un par de zapatos tan agriamente como si fueran enemigos. Otros bromeaban y se gritaban. Allí era necesario hablar en voz muy alta para ser oído.

Al otro lado del mercado cruzó la puerta rematada en arco y vagó por callejuelas estrechas, luego descendió un declive sinuoso y escarpado hasta un distrito más vasto, de casas miserables, irregularmente construidas, divididas por calles estrechas sin el menor intento de uniformidad. Muchas casas estaban adosadas, pero de vez en cuando aparecía una separada, con un pequeño jardín; aunque estas últimas eran humildes para los niveles ingleses, resaltaban como castillos entre las estructuras circundantes.

Ispahán era una ciudad vieja, pero el Yehuddiyyeh parecía más viejo aún. Las calles eran sinuosas y de ellas salían callejones. Las casas y sinagogas habían sido levantadas con piedras o ladrillos antiguos que se habían desteñido hasta adquirir un tono rosa pálido. Unos niños pasaron a su lado llevando una cabra. Había gente reunida en grupos, riendo y charlando. Pronto sería la hora de cenar, y con los olores que salían de las casas se le hizo agua la boca.

Erró por el barrio hasta encontrar un establo, donde hizo arreglos para el cuidado de los animales. Antes de dejarlos, limpió los zarpados del flanco del burro, que cicatrizaban muy bien.

No lejos del establo encontró una posada cuyo dueño era un anciano alto, de amable sonrisa y espalda encorvada, llamado Salman el Pequeño.

—¿Por qué el Pequeño? —no pudo dejar de preguntarle Rob.

—En mi aldea natal de Razan, mi tío era Salman el Grande. Un famoso erudito —explicó el anciano.

Rob alquiló un jergón en un rincón de la gran sala dormitorio.

—¿Quieres comer?

Le tentaron unos trocitos de carne asada en pinchos, acompañados por un arroz grueso al que Salman dio el nombre de
pilah
y cebolletas ennegrecidas por el fuego.

—¿Es
kasher
? —se apresuró a preguntar.

—¡Por supuesto es
kasher
; no temas comerla!

Después Salman le sirvió pasteles de miel y una deliciosa bebida a la que llamó
sherbet
.

—Vienes de lejos —dijo.

—Europa.

—¡Europa! ¡Ah!

—¿Cómo te diste cuenta?

El anciano sonrió.

—Por el acento. —Vio la expresión de Rob—. Aprenderás a hablarlo mejor, estoy seguro. ¿Cómo es ser judío en Europa?

Rob no sabía que responder, pero en seguida se acordó de lo que decía Zevi.

—Es difícil ser judío.

Salman asintió sobriamente.

—¿Cómo es ser judío en Ispahán? —inquirió Rob.

—No esta mal. En el Corán la gente recibe instrucciones de injuriarnos y por lo tanto nos insultan. Pero están acostumbrados a nosotros y nosotros a ellos. Siempre hubo judíos en Ispahán —dijo Salman—. La ciudad fue fundada por Nabucodonosor, que según la leyenda instaló aquí a los judíos después de hacerlos prisioneros cuando conquistó Judea y destruyó Jerusalén. Novecientos años más tarde, un sha que se llamaba Yazdegerd se enamoró de una judía que vivía aquí, de nombre Shushan-Dukht, y la hizo su reina. Ella facilitó las cosas a su propio pueblo y se asentaron más judíos en este lugar.

Rob dijo que no podía haber escogido mejor disfraz; se mezclaría entre ellos como una hormiga en un hormiguero, en cuanto hubiese aprendido sus costumbres.

De modo que después de cenar acompañó al posadero a la Casa de Paz, una entre docenas de sinagogas. Era un edificio cuadrado, de piedra antigua, cuyas grietas estaban rellenas de un suave musgo pardo, aunque no había humedad. Tenía estrechas troneras en lugar de ventanas, y una puerta tan baja que Rob hubo de agacharse para entrar. Un pasillo oscuro conducía al interior, donde unas columnas sustentaban un techo demasiado alto y oscuro para que sus ojos lo distinguieran. Había hombres sentados en la parte principal, mientras las mujeres rendían culto detrás de una pared, en un pequeño recinto del costado del edificio. A Rob le resultó más fácil el
ma'ariv
en la sinagoga que en compañía de unos pocos judíos en el sendero. Allí había un
hazzan
que dirigía las oraciones y toda una congregación para murmurar o cantar según prefiriera cada individuo, de modo que se unió al balanceo con menos timidez por su mediocre hebreo y porque con frecuencia no podía seguir el ritmo de las oraciones.

En el camino de regreso a la posada, Salman le sonrió astutamente.

—Quizá quieras divertirte un poco, siendo tan joven como eres, ¿no? De noche cobran vida las
maidans
, las plazas públicas de los barrios musulmanes de la ciudad. Hay mujeres y vino, música y entretenimientos inimaginables para ti, Reb Jesse.

Pero Rob meneó la cabeza.

—Me gustaría, pero iré en otro momento. Esta noche debo mantener la cabeza despejada porque mañana he de tramitar una cuestión de suma importancia.

Por la noche no durmió. Dio vueltas y más vueltas, preguntándose si Ibn Sina sería un hombre accesible.

A la mañana siguiente encontró un baño público, una estructura de ladrillos construida sobre un manantial natural de aguas termales. Con jabón fuerte y trapos limpios se frotó la mugre acumulada en el viaje; cuando se le secó el pelo cogió un bisturí y se recorto la barba, mirándose en el reflejo de la pulida caja metálica. La barba estaba más tupida y pensó que parecía un verdadero judío.

Se puso el mejor de sus dos caftanes. Se encasquetó firmemente el sombrero de cuero sobre la cabeza, salió a la calle y pidió a un lisiado que lo orientara para llegar a la escuela de médicos.

—¿Te refieres a la madraza, el lugar de enseñanza? Está junto al hospital —respondió el pordiosero—. En la calle de Alí, cerca de la mezquita del Viernes, en el centro de la ciudad.

A cambió de una moneda, el tullido bendijo a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la décima generación. La caminata fue larga. Tuvo la oportunidad de observar que Ispahán era un centro comercial, pues vislumbró a hombres trabajando en sus oficios: zapateros y metalistas, alfareros y carreteros, sopladores de vidrio y sastres. Pasó junto a varios bazares en los que vendían mercancías de todo tipo. Finalmente, llegó a la mezquita del Viernes, una maciza estructura cuadrada con un espléndido alminar en el que aleteaban los pájaros. Más allá había una plaza de mercado, donde predominaban los puestos de libros y de comidas. En seguida vio la madraza.

En el exterior de la escuela, entre más librerías instaladas para servir a las necesidades de los estudiosos, había edificios bajos y alargados destinados a viviendas. Alrededor, unos niños corrían y jugaban. Había jóvenes por todas partes, en su mayoría con turbantes verdes. Los edificios de la madraza eran de sillares de piedra caliza blanca, al estilo de casi todas las mezquitas.

Estaban ampliamente espaciados, con jardines intermedios. Debajo de un castaño cargado de frutos erizados sin abrir, seis jóvenes sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, dedicaban toda su atención a un hombre de barba blanca que llevaba un turbante azul cielo.

Rob se deslizó hasta quedar cerca de ellos.

—... silogismos de Sócrates —estaba diciendo el profesor—. Se infiere que una proposición es lógicamente cierta del hecho de que las otras dos sean ciertas. Por ejemplo, del hecho de que: uno, todos los hombres son mortales, y dos, Sócrates es un hombre, se llega a la conclusión lógica de que, tres, Sócrates es mortal.

Rob hizo una mueca y siguió andando, atenazado por la duda: había mucho que ignoraba, mucho que no comprendía.

Se detuvo ante una construcción muy vieja, con una mezquita adjunta y un encantador alminar, para preguntarle a un estudiante de turbante verde en qué edificio enseñaban medicina.

—El tercero hacía abajo. Aquí dan teología. Al lado, leyes islámicas. Allá enseñan medicina —señaló un edificio abovedado de piedra blanca.

El edificio era idéntico a la arquitectura preponderante en Ispahán, y a partir de ese momento Rob siempre pensó en él como la Gran Teta. El cartel del edificio contiguo, grande y de una planta, decía que era el
maristan
, «el lugar de los enfermos». Intrigado, en vez de entrar en la madraza, subió los tres peldaños de mármol del
maristan
y traspuso su portal de hierro forjado.

Había un patio central con un estanque en el que nadaban peces de colores, y bancos bajo los frutales. El patio irradiaba pasillos como si fueran rayos del sol, a los que se abrían vastas habitaciones, casi todas llenas. Nunca había visto tantos enfermos y lesionados juntos, y merodeó por allí, asombrado.

Los pacientes estaban agrupados según sus dolencias: aquí, una sala alargada ahíta de personas con huesos fracturados; allá, las víctimas de las fiebres; acullá... Arrugó la nariz, pues evidentemente era una sala reservada a los aquejados de diarrea y otros males del proceso excretor. Pero ni en esa sala la atmósfera era tan opresiva como podía haberlo sido, pues había grandes ventanas y la circulación del aire solo se veía obstaculizada por los paños ligeros que habían extendido sobre las aberturas para que no entraran insectos. Rob notó que en la parte superior e inferior de los marcos había ranuras para encajar los postigos durante la temporada invernal.

Las paredes estaban encaladas y los suelos eran de piedra, lo que facilitaba la limpieza y volvía fresco el edificio, en comparación con el considerable calor que hacía al aire libre.

¡En cada sala, una pequeña fuente salpicaba agua!

Rob detuvo sus pasos ante una puerta cerrada, en la que un cartel decía:
dar-ul-maraftan
, «residencia de quienes necesitan estar encadenados».

Cuando abrió la puerta vio a tres hombres desnudos, con la cabeza afeitada y los brazos atados, encadenados a ventanas altas desde bandas de hierro sujetas alrededor del cuello. Dos colgaban flojos, dormidos o inconscientes, pero el tercero fijó la vista y se puso a aullar como una bestia, mientras las lágrimas humedecían sus delgadas mejillas.

—Lo siento —dijo Rob educadamente, y se apartó de los perturbados.

Llego a una sala de pacientes quirúrgicos y tuvo que resistirse a la tentación de parar en cada jergón y levantar los vendajes para observar los muñones de los amputados y las heridas de los demás.

¡Ver tantos pacientes interesantes todos los días y escuchar las lecciones de los grandes hombres! Sería como pasar la juventud en el Dasht-i-Kavir pensó, y luego descubrir que eres dueño de un oasis.

Sus limitados conocimientos de parsi no le permitieron desentrañar el cartel de la puerta de la sala siguiente, pero en cuanto entró, notó que estaba dedicado a las enfermedades y lesiones de los ojos.

Un fornido enfermero estaba acobardado ante alguien que le echaba una bronca.

—Fue un error, maestro Karim Harun —se disculpó el enfermero—. Creí que me habías dicho que quitara las vendas a Eswed Omar.

—Eres un inútil —dijo el otro, disgustado.

Era joven y atléticamente esbelto; Rob notó, sorprendido, que usaba el turbante verde de los estudiantes, pero sus modales eran tan desenvueltos y seguros como los de un médico propietario del suelo que pisaba. No era en modo alguno afeminado, pero si aristocráticamente bello; el hombre más hermoso que Rob viera en su vida, de liso pelo negro y ojos castaños hundidos, que ahora centelleaban de cólera.

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