Rob captó algunos pacientes entre los recién llegados, y se regocijó cuando le contaron que, al reclutarlos, Kerl Fritta se había jactado de que su caravana estaba asistida por un cirujano barbero magistral.
Se animó especialmente al ver a los que había tratado durante la primera etapa del viaje, pues con anterioridad nunca había atendido la salud de alguien durante tanto tiempo.
Le contaron que el boyero franco que siempre sonreía, y al que había tratado sus bubas, murió en Gabrovo en pleno invierno. Rob sabía que eso iba a ocurrir, y le había hablado al hombre de su ineludible sino, pero la noticia lo entristeció.
—Lo más gratificante es lo que sé reparar —le dijo a Mary—. Un hueso roto, una herida abierta, un doliente al que sé cómo tratar para que se ponga bien. Lo que aborrezco son los misterios. Las enfermedades sobre las que no sé nada, o de las que sé menos que quienes las padecen. Los males que aparecen como salidos de la nada y desafían toda explicación razonable, todo tratamiento. ¡Ah, Mary, es tan poco lo que sé! En realidad no sé nada, pero soy el único al que pueden acudir los pacientes.
Sin comprender todo lo que decía, Mary lo consolaba. Una noche fue a ver a Rob, sangrante y atormentada por los retortijones, y le habló de su madre. Jura Cullen había comenzado su regla un hermoso día de verano, y el flujo se había convertido en derrame, el derrame en hemorragia. A su muerte, Mary estaba demasiado apesadumbrada para llorar, y ahora todos los meses, cuando aparecía la regla, creía que la mataría.
—¡Calla! No era un flujo menstrual ordinario; tiene que haber sido algo más. Tú sabes que así es —le dijo, con la palma de la mano pálida y tranquilizadora en su vientre, paliando con besos su dolor.
Días más tarde, con ella a su lado en el carromato, Rob se encontró hablando de temas que nunca había comentado con nadie: la muerte de su padres, la separación de sus hermanitos y su pérdida. Ella lloró como si no pudiera parar, y se volvió en el asiento para que su padre no la viera.
—¡Cuánto te quiero! —susurró.
—Te amo —dijo él lentamente para su propio asombro: nunca había dicho esas palabras a nadie.
—No quiero separarme nunca de ti —dijo Mary.
Después, cuando estaban en el camino, ella se volvía en la silla de su caballo castrado y lo miraba. Su código secreto consistía en llevarse los dedos de la mano derecha a sus labios, como para espantar a un insecto o quitarse una mota de polvo.
James Cullen seguía buscando el olvido en la botella, y a veces Mary iba con Rob después que su padre había estado bebiendo y dormía profundamente. Él hizo lo imposible por disuadirla, pues los centinelas solían estar muy nerviosos y era peligroso moverse por el campamento de noche. Pero ella era una mujer testaruda y de todos modos iba, y él siempre se alegraba.
Mary era una aprendiza veloz. Muy pronto se conocían mutuamente todos los defectos y virtudes, todos los rasgos y manchas, como viejos amigos. La gran corpulencia de ambos formaba parte de la magia y, a veces, cuando se movían al unísono, Rob pensaba en unos mamuts que se acoplaban atronadoramente. Para él era algo tan novedoso como para ella, en cierto sentido: había poseído a muchas mujeres, pero nunca había hecho el amor. Ahora, solo quería proporcionarle placer.
Estaba preocupado y desconcertado, imposibilitado de entender qué había acontecido en tan poco tiempo.
Se internaban cada vez más en la Turquía europea, una parte del país conocida como Tracia. Los trigales se tornaron en llanuras ondulantes de ricos pastos y comenzaron a ver rebaños de ovejas.
—Mi padre se está animando —le dijo Mary.
Cada vez que encontraban ovejas, Rob veía salir a James Cullen y al indispensable Seredy al galope, para hablar con los pastores, hombres de piel morena que llevan largos cayados y usaban camisas de manga larga y pantalones holgados recogidos a la altura de las rodillas.
Una noche, Cullen se presentó solo a hablar con Rob. Se instaló junto al fuego y carraspeó, incómodo.
—Nunca creí que me tomaras por ciego.
—Nunca lo supuse —dijo Rob, con todo respeto.
—Permíteme que te hable de mi hija. Tiene cierta educación. Sabe latín
—Mi madre sabía latín. Ella me enseñó.
—Mary sabe mucho latín. Es muy importante saberlo en tierras extranjeras, para poder hablarlo con funcionarios y clérigos. La mandé a estudiar con las monjas de Walkirk. La aceptaron porque creyeron que podrían atraerla a la orden, pero yo la conocía. No es aficionada a los idiomas, pero cuando le dije que debía aprender latín, puso todo su empeño en ello. Ya entonces yo soñaba con viajar a Oriente para comprar ovejas finas.
—¿Puedes volver a tu tierra llevando el ganado a pie? —preguntó Rob, que lo dudaba.
—Puedo. Soy un experto con las ovejas —se enorgulleció Cullen—.
Siempre había sido un sueño y nada más que un sueño, pero a la muerte de su mujer decidió que lo volveríamos real. Mis parientes dijeron que huía por que estaba loco de dolor, pero era mucho más que eso.
Hubo un silenció prolongado.
—¿Has estado en Escocia, muchacho? —preguntó finalmente Cullen, cambiando su tratamiento.
Rob meneó la cabeza.
—Nunca he ido más allá del norte de Inglaterra y las montañas Cheviot.
Cullen bufó.
—Cerca del límite, quizá, pero ni remotamente cerca de la verdadera Escocia. Escocia es más elevada y sus rocas más duras. Las montañas producen buenas corrientes, pletóricas de peces, y dan agua en abundancia para los pastos. Nuestra propiedad esta enclavada entre colinas escarpadas y es muy extensa. Los rebaños son numerosos.
Hizo una pausa, como si escogiera con gran cuidado sus palabras.
—El hombre que se case con Mary las heredará, si es digno de ello —dijo. Luego, se inclinó hacía Rob—. Dentro de cuatro días llegaremos a la ciudad de Babaeski. Allí mi hija y yo abandonaremos la caravana.
Nos dirigiremos al sur, hasta Malkara, donde hay un gran mercado de animales, en el que espero comprar reses. Luego viajaremos a la meseta de Anatolia, donde tengo puestas mis máximas esperanzas. Me daría una alegría que quisieras acompañarnos. —Suspiró y dirigió a Rob una mirada penetrante—. Eres fuerte y sano. Tienes valor; de lo contrario no te habrías aventurado tan lejos para mercar y mejorar tu posición en el mundo. No eres lo que yo habría escogido para mi hija, pero ella te eligió a ti. Yo la quiero y deseo su felicidad. Mary Margaret es todo lo que tengo.
—Señor Cullen... —dijo Rob, pero el criador de ganado lo interrumpió.
—No es algo que se ofrezca a la ligera ni sobre lo cual se deba decidir de inmediato. Querrás pensarlo, muchacho, como he hecho yo.
Rob le dio las gracias amablemente, como si le hubieran ofrecido una manzana o un dulce, y Cullen regresó a su campamento.
Paso una noche de insomnio, contemplando el cielo. No era tan tonto como para no reconocer que Mary era excepcional. Milagrosamente, lo amaba. Jamás volvería a encontrar una mujer como ella.
Y tierras. ¡Santo Dios, tierras!
Le estaban ofreciendo una vida como la que su padre nunca se habría atrevido a soñar, ni ninguno de sus antepasados. Tendría trabajo e ingresos seguros, respeto y responsabilidades. Propiedades para legar a sus hijos. Le estaban sirviendo en bandeja una existencia distinta de la que conocía...: una mujer cariñosa que le tenía sorbidos los sesos, un futuro asegurado como uno de los privilegiados que poseían tierras.
Dio vueltas y más vueltas. Al día siguiente, ella apareció con la navaja de su padre y procedió a cortarle el pelo.
—No cortes cerca de las orejas.
—Ahí es donde se ha vuelto más ingobernable. ¿Y por qué no te afeitas? Esa barba incipiente te da aspecto de salvaje.
—La recortaré cuando esté más larga —se quitó el trapo del cuello—. ¿Sabes que tu padre me habló?
—Antes habló conmigo, por supuesto.
—No iré contigo a Malkara, Mary.
Solo su boca evidenció lo que estaba oyendo, y sus manos, que parecían hallarse en reposo sobre la falda, aferraron con tanta fuerza la navaja que sus nudillos se veían blancos a través de la piel translucida.
—¿Te reunirás con nosotros en otro sitio?
—No —dijo Rob. Era difícil. No estaba acostumbrado a hablar sinceramente con las mujeres—. Iré a Persia, Mary.
—No me quieres.
El timbre atónito de la voz de Mary hizo comprender a Rob lo poco preparada que estaba para aquella eventualidad.
—Te quiero, pero le he dado vueltas a la cabeza y me he devanado lo sesos, y no es posible.
—¿Por qué? ¿Ya tienes esposa?
—No, no. Pero iré a Ispahán, en Persia. No a buscar una oportunidad en el comercio, como te había dicho, sino a estudiar medicina.
La confusión se reflejó en el rostro de Mary, mediante la pregunta interior de qué era la medicina en comparación con las propiedades Cullen.
—Tengo que ser médico.
Parecía una excusa inverosímil. Sintió una extraña vergüenza, como si estuviera confesando un vicio u otra debilidad. No intentó explicarse, pues era complicado y él mismo no lo entendía.
—Tu trabajo te da pesares. Sabes que es así. Viniste a mi quejándote de que te atormenta.
—Lo que me atormenta es mi propia ignorancia y mi incapacidad. En Ispahán aprenderé a ayudar a aquellos por los que ahora no puedo hacer nada.
—¿No puedo estar contigo? Mi padre iría con nosotros y compraría ovejas allí.
El tono suplicante y la esperanza que brilló en sus ojos obligaron a Rob a endurecerse y le impidieron consolarla. Le explicó que la Iglesia prohibía la asistencia a las academias islámicas y le contó lo que pensaba hacer. Ella fue palideciendo a medida que comprendía.
—Te estas arriesgando a la condenación eterna.
—No puedo creer que mi alma se pierda por eso.
—¡Un judío!
Mary limpió la navaja en el trapo, con movimientos nerviosos, y la devolvió a su pequeño estuche de cuero.
—Sí. Como ves, es algo que tengo que hacer solo.
—Lo que veo es un hombre que está loco. He cerrado los ojos al hecho de que no se nada sobre ti. Pienso que te has despedido de muchas mujeres, ¿verdad?
—Esta vez no es lo mismo.
Quiso explicarle la diferencia, pero ella no se lo permitió. Lo había escuchado atentamente, y ahora Rob comprendió la profundidad de la herida que le había infligido.
—¿No temes que le cuente a mi padre que me has usado y que él pague para verte muerto? ¿O que corra hasta el primer sacerdote que encuentre y revele el destino de un cristiano que se burla de la Santa Madre Iglesia?
—Te he dicho la verdad. Yo nunca te causaría la muerte ni te traicionaría, y tengo la certeza de que tú me pagarás con la misma moneda.
—No pienso quedarme esperando a ningún médico —dijo Mary.
Él asintió, detestándose por el amargo velo que cubría los ojos de ella cuando se volvió.
Todo el día la observo cabalgar muy erguida en su silla. Ni una sola vez se volvió para mirarlo. Al caer la tarde, Rob observó que Mary Cullen y su padre hablaban sería y largamente. Era obvio que solo le dijo a su padre que había decidido no casarse, porque más tarde Cullen dedicó a Rob una sonrisa que era al mismo tiempo aliviada y triunfal. Cullen conferenció con Seredy, y antes de que oscureciera, el sirviente llevó a dos hombres al campamento. Por sus vestimentas y su aspecto, Rob dedujo que eran turcos.
Después conjeturó que se trataba de guías, pues cuando despertó al día siguiente, los Cullen se habían ido.
Como era costumbre en la caravana, todos los que habían viajado atrás avanzaron un lugar. Ese día, en vez de seguir al caballo negro de Mary, fue detrás de los dos hermanos franceses obesos.
Se sentía culpable y afligido, pero también experimentó una sensación de alivio, porque nunca había reflexionado en el matrimonio y estaba mal preparado para afrontarlo. Pensó si su decisión había sido tomada por un auténtico compromiso con la medicina o si, meramente, había huido del matrimonió presa de un leve pánico, como habría hecho Barber.
«Quizás ambas cosas —pensó—. ¡Pobre y estúpido soñador! —se dijo, disgustado—. Algún día estarás cansado, viejo y necesitado de amor, y tendrás que conformarte con alguna hembra desaliñada y de lengua viperina.»
Consciente de una gran soledad, ansió que
Señora Buffington
estuviera otra vez viva. Se esforzó por no pensar en lo que había destruido, encorvándose sobre las riendas y contemplando asqueado los desagradables traseros de los hermanos franceses.
Así, durante una semana, se sintió como se había sentido después de alguna muerte. Cuando la caravana llegó a Babaeski, experimentó una profundización de la pena culposa, al darse cuenta de que allí se habrían desviado juntos para acompañar a su padre e iniciar una nueva vida. Pero al pensar en James Cullen se sintió mejor en su soledad, pues sabía que el escocés habría resultado un suegro quisquilloso.
Pero no podía dejar de pensar en Mary.
Empezó a salir de su abatimiento dos días más tarde. Al atravesar un pasaje de colinas herbosas, oyó en la lejanía un ruido característico acercándose a la caravana. Un sonido como el que podían producir los ángeles, que finalmente se aproximó y le permitió ver por vez primera una partida de camellos.
Cada uno de los animales llevaba colgadas campanillas que tintineaban a cada paso de las bestias.
Los camellos eran más grandes de lo que esperaba, más altos que un hombre y más largos que un caballo. Sus cómicas caras parecían serenas y al mismo tiempo siniestras, con grandes ollares abiertos, labios colgantes y ojos acuosos de párpados pesados, semiocultos detrás de largas pestañas, que daban una expresión singularmente femenina. Iban en recua y cargados con enormes fardos de cebada entre sus jorobas gemelas.
Posado en lo alto del bulto de paja, cada siete u ocho camellos, iba un camellero flaco y moreno, que por único atavío usaba un turbante y un trapo raído en forma de pantalón de montar. De vez en cuando, alguno arriaba a las bestias con un grito gutural del que los bamboleantes animales no hacían el menor caso.
Los camellos tomaron posesión del ondulado paisaje. Rob contó trescientos animales antes de que el último se redujera a una mancha en la distancia y de que se desvaneciera el maravilloso tintineo de sus campanillas. El innegable símbolo de Oriente espoleó a los trajinantes en su camino cuando atravesaron un istmo estrecho. Aunque Rob no veía el agua, Simon le dijo que al sur se extendía el mar de Marmara y al norte, el imponente mar Negro. El aire había adquirido un estimulante olor a sal que le recordó su terruño y lo llenó de una nueva sensación de urgencia.