El médico (42 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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La tarde siguiente, la caravana coronó una cuesta, y Constantinopla apareció ante sus ojos, como una ciudad que había poblado sus sueños.

33
LA ÚLTIMA CIUDAD CRISTIANA

El foso era amplio, y mientras traqueteaban por el puente levadizo Rob vio carpas grandes como cerdos en las verdes profundidades. En la orilla interior había un parapeto de tierra y, casi ocho metros más allá, una muralla maciza de piedra oscura, probablemente de cien pies de altura. Unos centinelas paseaban en lo alto, de almena en almena.

¡Cincuenta pies más allá se levantaba otro muro, idéntico al primero! ¡Aquella Constantinopla era una fortaleza con cuatro líneas de defensa!

Pasaron por dos conjuntos de imponentes pórticos. El inmenso portal del muro interior era de triple arco y estaba adornado con la noble estatua de un hombre, sin duda un gobernante anterior, y unos extraños animales en bronce. Las bestias eran voluminosas, con grandes orejas colgantes que aparecían levantadas en actitud de cólera, rabos cortos, y algo semejante a rabos más largos que crecían exuberantes en sus caras.

Rob refrenó las riendas de
Caballo
para poder estudiar aquellos animales; a sus espaldas, Gershom protestó y Tuveh gruñó.

—¡Mueve tu trasero
Inghiliz
! —gritó Meir.

—¿Qué clase de animales son esos?

—Elefantes. ¿Nunca has visto elefantes, ignorante extranjero?

Meneó la cabeza, girando en el pescante del carromato que se alejaba, para poder estudiar los animales. De modo que los primeros elefantes que vio en su vida eran del tamaño de perros y estaban congelados en un metal sobre el que se había depositado la pátina de cinco siglos...

Kerl Fritta los condujo hasta el caravasar, un enorme edificio por el que pasaban los viajeros y cargamentos que entraban y salían de la ciudad: Era un vasto espacio horizontal que contenía depósitos para el almacenamiento de las diversas mercancías, cuadras para los animales y lugares de descanso para los humanos. Fritta era un guía veterano y, eludiendo la horda bulliciosa del caravasar, dirigió a sus viajeros hacia una serie de cavernas hechas por la mano del hombre, excavadas en unas laderas próximas, que proporcionaban frescura y techo a las caravanas. La mayoría de los viajeros solo pasarían un día o dos recuperándose, haciendo reparaciones en los carros o cambiando caballos por camellos; después seguirían un camino rumbo al sur, hacía Jerusalén.

—Nos iremos de aquí dentro de unas horas —dijo Meir a Rob—, por que nos faltan diez días de viaje para llegar a nuestro hogar, en Angora, y estamos ansiosos por liberarnos de nuestra responsabilidad.

—Creo que yo me quedaré algún tiempo.

—Cuando decidas partir, ve a ver al
kervanbashi
, jefe de caravanas de este lugar. Se llama Zevi. De joven fue boyero y luego amo de una caravana que llevaba partidas de camellos por todas las rutas. Conoce a los viajeros —dijo Simon con orgullo— es judío y un buen hombre. Él se encargara de que viajes seguro.

Rob apretó sus muñecas, uno por uno.

«Adiós, fornido Gershom, cuyo duro culo abrí con un bisturí.»

«Adiós, Judah, de nariz afilada y barba negra.»

«Adiós, joven amigo Tuveh.»

«Gracias, Meir.»

«¡Gracias, muchas gracias, Simon!»

Se despidió de ellos con pesar, pues siempre fueron bondadosos con él. La separación resultó más difícil porque lo alejaba del libro que lo había introducido en la lengua persa.

Poco después, conducía solo por Constantinopla, una ciudad enorme, y a la vez más extensa que Londres. Vista de lejos parecía flotar en el aire claro cálido, enmarcada en la piedra azul oscuro de los muros y en los diferentes azules del cielo en lo alto y del mar de Marmara al sur. Vista desde dentro Constantinopla era una ciudad llena de iglesias de piedra que se alzaban en calles estrechas, atestadas de jinetes a lomos de burros, caballos y camellos además de sillas de mano y carros y carromatos de toda clase. Unos fuertes mozos de cuerda con uniforme holgado de basto paño marrón, transportaban increíbles cargas sobre sus espaldas o en plataformas que llevaban en la cabeza, como si fueran sombreros.

En una plaza pública, Rob se detuvo a estudiar una figura solitaria que se erguía encima de una alta columna de pórfido, encarado hacia la ciudad. Por la inscripción en latín logró discernir que se trataba de Constantino El Grande. Los hermanos y sacerdotes que enseñaban en la escuela de St. Batolph, en Londres, le habían transmitido una buena base acerca de lo que representaba esa estatua. Los sacerdotes simpatizaban mucho con Constantino, porque fue el primer emperador romano que se hizo cristiano. Por cierto, su conversión había sido obra de la Iglesia cristiana, y cuando por fuerza de las armas tomó la ciudad griega de Bizancio y la hizo suya —Constantinopla, ciudad de Constantino—, se transformó en la joya del cristianismo en Oriente y en asiento de catedrales.

Rob dejó el área comercial y eclesiástica para internarse en los barrios de estrechas y apiñadas casas de madera, con segundos pisos sobresalientes que podrían haber sido transportados desde muchas ciudades inglesas. Era una ciudad rica en nacionalidades, como corresponde a un lugar que marca el fin de un continente y el principio de otro. Rob pasó por un barrio griego, un mercado armenio, un sector judío e, imprevistamente, en lugar de escuchar un impenetrable parloteo tras otro, oyó unas palabras en parsi.

De inmediato buscó y encontró un establo, controlado por un hombre llamado Ghiz. Era un buen establo, y Rob se ocupó de las comodidades de su yegua antes de dejarla, porque le había prestado buenos servicios y merecía descansar ociosamente y comer montones de pienso. Ghiz señaló a Rob la dirección de su propia casa, en lo alto del Sendero de los Trescientos Veintinueve Peldaños, donde había un cuarto en alquiler.

El ascenso valió la pena, porque la habitación era luminosa y limpia, y una brisa salada se colaba a través de la ventana.

Desde allí bajó la vista hacia el Bósforo, de color jacinto, en el que las velas parecían capullos en movimiento. Más allá de la orilla opuesta, a una media milla de distancia, divisó las siluetas de cúpulas y alminares afilados como lanzas, y comprendió que esa era la razón de las fortificaciones, los fosos y los dos muros que rodeaban Constantinopla. A corta distancia de su ventana, concluía la influencia de la cruz, y los límites estaban guarnecidos para defender al cristianismo del Islam. Al otro lado del estrecho comenzaba la influencia de la Media Luna.

Permaneció asomado a la ventana y fijó la vista en Asia, donde en breve ahondaría.

Aquella noche, Rob soñó con Mary. Despertó melancólico y huyó de la habitación. A la altura de una plaza que se llamaba Foro de Augusto, encontró unos baños públicos, donde soportó fugazmente las aguas frías y luego se demoró en las aguas calientes del
tepidarium
, como César, enjabonándose y respirando vapor.

Cuando emergió, secándose con una toalla y arrebolado por la última zambullida fría, tenía un hambre canina y estaba más optimista. En el mercado judío compró unos pescaditos fritos y un racimo de uvas negras, que fue comiendo mientras buscaba lo que necesitaba.

En muchos tenderetes vio las prendas interiores de lino que había visto usar a todos los judíos de Tryavna. Las camisetas cortas llevaban los adornos trenzados que recibían el nombre de
tsitsith
y que, según le había explicado Simon, les permitirían cumplir la admonición bíblica de que toda su vida los judíos debían usar orlas de ese tipo en los bordes de sus prendas de vestir.

Descubrió a un mercader judío que hablaba persa. Era un viejo chocho de boca con labios colgantes y con manchas de comida en el caftán, pero a ojos de Rob representaba la primera amenaza de ser descubierto.

—Es un regalo para un amigo de mi talla —musitó Rob.

El viejo no le prestó la menor atención, pues solo estaba atento a la venta. Finalmente, encontró una camiseta orlada lo bastante grande para él.

Rob no se atrevió a comprar todo a la vez. Fue a los establos y vio que
Caballo
lo estaba pasando bien.

—El tuyo es un carromato decente —dijo Ghiz.

—Sí.

—Estaría dispuesto a comprártelo.

—No está en venta.

Ghiz se encogió de hombros.

—Un carro adecuado, aunque tendría que pintarlo. Pero una pobre bestia, ¡ay! sin bríos. Sin orgullo en la mirada. Tendrías suerte si te quitaran el animal de las manos.

Comprendió de inmediato que el interés de Ghiz por el carro solo estaba destinado a distraerlo del hecho de que se había aficionado a
Caballo
.

—Tampoco está en venta.

Empero, tuvo que reprimir una sonrisa ante la idea de que intentara tan torpe distracción con alguien para quien la distracción había sido el único capital. El carro estaba muy cerca y Rob se entretuvo, mientras el hombre se ocupaba en una cuadra, en hacer ciertos preparativos discretos.

De inmediato extrajo una moneda de plata del ojo izquierdo de Ghiz.

—¡Por Alá!

Convenció a una pelota de madera para que desapareciera cuando la cubrió con un pañuelo, y luego hizo cambiar de color el pañuelo, que cambiaba de color otra vez, del verde al azul y al marrón...

—¡En nombre del Profeta!

Rob sacó una cinta roja de entre sus dientes y la presentó con un artístico floreo, como si el mozo de cuadra fuera una joven ruborizada. Atrapado entre el asombro y aquel
djinni
infiel, Ghiz cedió al deleite. Así, Rob pasó una parte del día agradablemente, haciendo magias y juegos malabares, y antes de ponerle punto final hubiera podido vender cualquier cosa a Ghiz.

Con la cena le sirvieron una ardiente bebida parda, demasiado espesa, empalagosa y abundante. En la mesa vecina había un sacerdote y Rob le ofreció una copa.

Allí los sacerdotes usaban largas túnicas negras de mucho vuelo, y gorro de paño altos y cilíndricos, con pequeñas alas rígidas. La túnica de aquel clérigo estaba bastante limpia, pero su gorro, cubierto de mugre, evidenciaba una larga carrera. Era coloradote, de ojos saltones y edad mediana; estaba ansioso por conversar con un europeo y perfeccionar sus conocimientos sobre las lenguas occidentales. No sabía inglés, pero trató de hablar con Rob en normando y en franco, y finalmente se vio obligado a aceptar el persa, un tanto enfurruñado.

Se llamaba padre Tamas y era un sacerdote griego.

Su humor se endulzó con la bebida espirituosa, que se echó al coleto a grandes tragos.

—¿Pensáis instalaros en Constantinopla, señor Cole?

—No, dentro de unos días viajaré a Oriente con la esperanza de adquirir hierbas medicinales para llevar a Inglaterra.

El sacerdote asintió. Sería mejor que se aventurara a viajar a Oriente sin demora, le dijo, porque el Señor había ordenado que algún día estallara la guerra justa entre la única Iglesia verdadera y el Islam salvaje.

—¿Habéis visitado nuestra catedral de la Santa Sofía? —preguntó, y se quedó pasmado cuando Rob sonrió y movió la cabeza negativamente—. ¡Tenéis que hacerlo antes de marcharos, mi nuevo amigo! ¡Debéis visitarla! Es el más maravilloso templo del mundo. Fue edificada por orden del propio Justiniano, y cuando tan digno emperador entró por primera vez en la catedral, cayó de rodillas y exclamó: «He construido mejor que Salomón.» Y no sin razón la cabeza de la Iglesia reside en la magnificencia de la catedral de la Santa Sofía —concluyó el padre Tamas.

Rob lo miró sorprendido.

—¿Entonces el papa Juan se ha trasladado de Roma a Constantinopla?

El padre Tamas lo contempló. Cuando pareció haberse cerciorado de que Rob no se estaba riendo a sus expensas, el sacerdote griego sonrió fríamente.

—Juan XIX sigue siendo patriarca de la Iglesia cristiana en Roma. Pero Alejo IV es patriarca de la Iglesia cristiana en Constantinopla, y aquí es nuestro único pastor —dijo.

El licor y el aire marino se combinaron para proporcionarle un descanso profundo y sin sueños. A la mañana siguiente, se permitió el lujo de repetir los baños, y en la calle compró pan y ciruelas frescas para desayunar, mientras se encaminaba al bazar de los judíos. En el mercado seleccionó atentamente, porque había pensado mucho en cada artículo. Había observado unos pocos
taleds
de lino en Tryavna, pero los hombres que más respetaba usaban lana. Decidió imitarlos y compró un
taled
de lana de cuatro esquinas, adornado con bordes similares a los de la ropa interior que había encontrado el día antes.

Con cierta sensación de extrañeza, adquirió un juego de filacterias, las tiras de cuero que se colocaban en la frente y se ataban alrededor de un brazo durante las oraciones matinales.

Hizo cada una de sus compras en un puesto distinto. Uno de los vendedores, un joven cetrino al que le faltaban algunos dientes, tenía una exposición especialmente variada de caftanes. El joven no sabía parsi, pero se las arreglaron con gestos. Ninguno de los caftanes era de su talla, pero le indicó que esperara y se acercó deprisa al tenderete del anciano que había vendido el
tsitsith
a Rob. Allí había caftanes más grandes, y unos minutos después Rob había comprado dos.

Salió del bazar con sus posesiones en un saco de paño, cogió una calle por la que aún no había andado, y poco después apareció ante sus ojos una iglesia tan espléndida que solo podía ser la catedral de la Santa Sofía. Cruzó unas enormes puertas de bronce y se encontró en una inmensa nave abierta, de encantadoras proporciones, con una extensión tan alta de columna a arco, de arco a bóveda, de bóveda a una cúpula, que se sintió muy pequeño.

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