Mirdin meneó la cabeza.
—Mi familia recorre las aldeas de pescadores de perlas y compra minúsculos aljofares. Luego los venden en una taza medidora a mercaderes que, a su vez, los venden para ser cosidos en diversas vestimentas. Mi familia se vería en apuros si tuviera que reunir las sumas necesarias para comprar perlas grandes. Tampoco le interesaría hacer tratos con el sha, pues los reyes rara vez están dispuestos a pagar el precio justo de las perlas que tanto les gustan. Por mi parte, espero que Ala haya olvidado la «fortuna» que ha concedido a mis parientes.
—Los miembros de la corte fueron a buscarte anoche y no te encontraron —dijo el sha Ala.
—Estaba atendiendo a una mujer desesperadamente enferma —respondió Karim.
En verdad, había ido a ver a Despina. Y los dos estaban desesperados.
Era la primera vez en cinco noches que lograba escapar a las aduladoras demandas de los cortesanos, y valoró más que nunca cada minuto que estuvo con ella.
—En mi corte hay gente enferma que necesita de tu sabiduría —se quejó Ala.
—Sí, Majestad.
Ala había puesto de relieve que Karim contaba con el favor del trono, pero el joven estaba hastiado de los miembros de la nobleza, que a menudo se presentaban ante él con dolencias imaginarias, y echaba de menos el ajetreo y la auténtica labor del
maristan
, donde podía ser útil como médico y no como ornamento.
Empero, cada vez que iba cabalgando a la Casa del Paraíso y los centinelas lo saludaban, se sentía nuevamente conmovido. Con frecuencia pensaba en lo sorprendido que estaría Zaki-Omar si pudiera ver a su muchacho cabalgando con el rey de Persia.
—...Estoy haciendo planes, Karim —decía el sha—. Proyectando grandes acontecimientos...
—Que Alá les sonría.
—Tienes que mandar a buscar a tus amigos, los dos judíos, para que se reúnan con nosotros. Quiero hablar con los tres.
—Sí, Majestad.
Dos mañanas más tarde. Rob y Mirdin fueron convocados para salir de cabalgata con el sha. Era una oportunidad para estar con Karim, que por esos días siempre se mantenía ocupado con Ala. En el patio de la Casa del Paraíso, los tres médicos jóvenes repasaron los exámenes, con gran placer de Karim. Cuando llegó el sha, montaron y cabalgaron detrás de él en dirección al campo.
Era una excursión conocida y nada original, salvo que ese día practicaron largamente la flecha del parto, ejercicio en el que solo Karim y Ala podían abrigar alguna esperanza de éxito. Comieron bien y no tocaron ningún tema serio hasta que los cuatro estuvieron sumergidos en el agua caliente de la caverna, bebiendo vino.
En ese momento, Ala les dijo tranquilamente que cinco días más tarde saldría de Ispahán a la cabeza de una numerosa partida de ataque.
—¿Adónde, Majestad? —preguntó Rob.
—A los rediles de elefantes del sudoeste indio.
—Majestad, ¿puedo acompañarte? —inquirió Karim de inmediato, con los ojos encandilados.
—Espero que los tres podréis acompañarme.
Habló con ellos largo y tendido, lisonjeándolos mientras los hacía partícipes de sus planes más secretos. Evidentemente, al oeste los seljucíes se estaban preparando para la guerra. En Ghazna, el sultán Mahmud se mostraba más amenazador que nunca, y finalmente habría que enfrentarlo. Era el momento ideal para que Ala acrecentara su poderío. Sus espías le habían informado de que en Mansura una débil guarnición india custodiaba un buen número de elefantes. Una escaramuza sería una valiosa maniobra de entrenamiento y, lo que era más importante, le proporcionaría unos animales de incalculable valor que, cubiertos con cota de malla, se transformarían en armas pavorosas capaces de modificar el curso de los acontecimientos.
—Y tengo otro objetivo. —Ala cogió la vaina que había dejado junto al pozo y extrajo una daga cuya hoja era de un desconocido acero azul, con adornos en espiral—. El metal de esta hoja solo se encuentra en la India. Es distinto a todos los que tenemos. Su filo es mejor que el de nuestro propio acero y se mantiene más tiempo. Su dureza le permite atravesar las armas comunes y corrientes. Buscaremos espadas hechas con este acero azul, pues el ejército que tenga las suficientes vencerá a cualquier otro.
Les pasó la daga para que examinaran su filo templado.
—¿Vendrás con nosotros? —preguntó a Rob.
Rob sabía que era una orden y no una solicitud; el sha le pasaba la cuenta y había llegado el momento de que pagara su deuda.
—Iré, Majestad —dijo, tratando de que su voz sonara alegre.
Estaba mareado con algo más que el vino, y sentía que se le aceleraba el pulso.
—¿Y tú,
Dhimmi
? —pregunto Ala a Mirdin.
Mirdin estaba pálido.
—Contaba con tu permiso para regresar a Masqat con mi familia.
—¡Permiso! ¡Claro que tenías mi permiso! Ahora eres tú quien debes decidir si nos acompañas o no— le espetó Ala.
Karim se apresuró a coger la bota de piel de cabra y servir vino en las copas.
—Acompáñanos a la India, Mirdin —le rogó.
—Yo no soy militar —contestó Mirdin lentamente, y miró a Rob.
—Ven con nosotros, Mirdin —se oyó apremiarlo Rob—. Hemos analizado menos de un tercio de los mandamientos. Podríamos estudiar juntos en el camino.
—Necesitaremos cirujanos —agregó Karim—. Además, ¿Jesse es el único judío, entre tantos que he conocido en mi vida, que está dispuesto a luchar?
Era una broma con las mejores intenciones, pero algo volvió tensa la mirada de Mirdin.
—Eso no es verdad —se apresuró a decir Rob—. Karim, el vino te pone muy estúpido.
—Iré —concluyó Mirdin, y los otros gritaron encantados.
—¡Pensad en lo bien que lo pasaremos, cuatro amigos juntos cabalgando hasta la India! —dijo Ala con gran satisfacción.
Esa tarde Rob fue a ver a Nitka la Partera, una mujer seria y delgada, no muy vieja, de nariz afilada en un rostro cetrino y ojos como pasas. Lo invitó a tomar algo sin entusiasmo, y luego escuchó sin sorprenderse lo que le dijo. Rob solo explicó que debía irse de Ispahán. La expresión de la mujer le transmitió que ese problema formaba parte de su mundo normal: el marido viaja, y la mujer se queda en su casa y sufre a solas.
—He visto a tu esposa. Es la Otra de pelo colorado.
—Es una cristiana europea, sí.
Nitka meditó un rato, hasta tomar una decisión.
—Bien. La atenderé cuando llegue el momento. Si se presentan dificultades, me instalaré en tu casa durante las últimas semanas.
—Gracias. —Le dio cinco monedas, cuatro de ellas de oro—. ¿Es suficiente?
—Es suficiente.
En lugar de volver a casa, Rob se alejó del Yehuddiyyeh para presentarse, sin ser invitado, en casa de Ibn Sina.
El médico jefe lo saludó y después le escuchó atentamente.
—¿Y si mueres en la India? A mi hermano Alí lo mataron mientras participaba de un ataque similar. Tal vez no se te haya pasado por la cabeza esta posibilidad, porque eres joven y fuerte y te sientes pletórico de vida. ¿Pero que ocurrirá si la muerte te lleva?
—Dejo dinero a mi mujer. En realidad, muy poco me pertenece, pues casi todo era de su padre —aclaró escrupulosamente—. Si muero, ¿te ocuparás de que pueda volver a nuestra tierra con el niño?
Ibn Sina asintió.
—Espero que tengas cuidado y me evites ese trabajo. —Sonrió—. ¿Has pensado en el acertijo que te he desafiado a desentrañar?
Rob estaba maravillado de que una mente tan privilegiada pudiera pensar en juegos infantiles.
—No, médico jefe.
—No importa. Si Ala lo desea, habrá tiempo de sobra para que lo resuelvas. —Cambió de tono y dijo bruscamente—: Ahora, acércate,
hakim
. Sospecho que haríamos bien en dedicar algún tiempo a hablar del tratamiento de las heridas.
Rob se lo dijo a Mary cuando ya estaban acostados. Le explicó que no tenían opción, que se había comprometido a pagar la deuda que tenía con Ala y que, de cualquier manera, su presencia en la partida de ataque era una orden.
—Huelga decir que ni Mirdin ni yo participaríamos de una aventura tan delirante si pudiéramos evitarlo.
No entró en detalles sobre las posibles vicisitudes, pero le dijo que había contratado los servicios de Nitka para el parto, y que Ibn Sina la ayudaría si se presentaba cualquier otro problema.
Seguramente estaba aterrada, pero no discutió. Rob la notó irascible cuando lo interrogó, aunque tal vez solo se trataba de un ardid de su propia culpabilidad, pues reconoció que, íntimamente, a una parte de su ser, le procuraba alegría hacer de militar, pues eso satisfacía un sueño infantil.
Una vez, durante la noche, apoyó ligeramente la mano en el vientre de Mary y palpó la carne tibia que comenzaba a crecer, a mostrarse.
—Tal vez no puedas verla del tamaño de una sandía, como habías dicho —murmuró ella en la oscuridad.
—Para entonces, sin duda estaré de vuelta.
Mary fue replegándose en sí misma a medida que llegaba el día de la partida, y otra vez se convirtió en la mujer dura que Rob había encontrado sola defendiendo encarroñizadamente a su padre agonizante en el
wadi
Ahmad.
A la hora de la partida ella estaba fuera, cepillando su propio caballo negro. Tenía los ojos secos cuando lo besó y lo vio marcharse: una mujer alta y de cintura creciente, que ahora sustentaba su corpulencia como si siempre estuviera cansada.
Como ejército habría sido una fuerza pequeña, pero era grande para una partida atacante: seiscientos combatientes montados en caballos y camellos, y veinticuatro elefantes. Khuff requisó el caballo castaño en cuanto Rob llegó al lugar de encuentro en la
maidan
.
—Se te devolverá el caballo en cuanto regreses a Ispahán. Solo llevaremos monturas acostumbradas a no arredrarse con el olor de los elefantes.
El castrado se sumó a la recua que sería llevada a los establos reales, y para su gran consternación —y diversión de Mirdin —le dieron una desaliñada hembra de camello, de color gris, que lo miró fríamente mientras rumiaba su bolo alimenticio retorciendo los labios elásticos y oprimiendo las quijadas en direcciones opuestas.
A Mirdin le tocó un camello castaño; toda su vida había montado camellos y enseñó a Rob a torcer las riendas y vociferar una orden para que el dromedario de una sola joroba doblara las patas delanteras, cayera de rodillas, doblara las traseras y se echara al suelo. El jinete montó a mujeriegas y tironeó de las riendas mientras voceaba otra orden; la bestia se desdobló, repitiendo al contrario la operación del descenso.
Había doscientos cincuenta soldados de infantería, doscientos de caballería y ciento cincuenta montados en camellos. En seguida llegó Ala, y su visión les deparó un espléndido espectáculo. Su elefante sobresalía un metro por encima de los demás, con anillos de oro en sus feroces colmillos. El
mahout
iba orgullosamente sentado en la cabeza del elefante y orientaba su avance hundiendo los pies detrás de las orejas. El sha iba sentado, muy orondo, en una caja totalmente almohadillada por dentro, sobre el enorme lomo convexo, magnífico con sus sedas azul oscuro y su turbante rojo. La multitud era estruendosa. Tal vez algunos estaban saludando al héroe del
chatir
, pues Karim montaba un nervioso semental gris de ojos fieros, inmediatamente detrás del elefante real.
Khuff emitió una orden ronca y atronadora, y su caballo salió al trote en seguimiento del elefante del rey y de Karim. A continuación, los otros infantes se pusieron en fila y todos salieron de la plaza. Más atrás avanzaron los caballos y luego los camellos; después, cientos de asnos de carga con los ollares rasgados quirúrgicamente para que aspiraran más aire al desplazarse. Los soldados de a pie ocupaban la retaguardia.
Una vez más, Rob se encontró en el tercer cuarto de la alineación, al parecer la posición que le correspondía cuando viajaba formando en partidas numerosas. Eso significaba que él y Mirdin tendrían que tragar constante nubes de polvo; previsoramente, se quitaron los turbantes y se pusieron los sombreros de cuero de judíos, que protegían mejor del polvo y del sol.
Rob se alarmó con su camella. Cuando se arrodilló y él instaló su considerable peso en el lomo, la bestia gimió audiblemente, gruñó y se quejó al ponerse otra vez en cuatro patas. Rob no podía creerlo: estaba más alto que cuando montaba a caballo; botaba y oscilaba, y contaba con menos grasa y carne para acolchar su trasero.
Mientras cruzaban el puente del Río de la Vida, Mirdin le echó un vistazo y sonrió.
—¡Aprenderás a quererla! —gritó a su amigo.
Rob nunca aprendió a quererla. Siempre que tenía la oportunidad, la bestia le escupía gotas viscosas y, como si fuera un perro, quería morderlo. Tuvo, pues, que atarle las quijadas. También intentaba cocearlo, a la manera de las mulas ariscas. En todo momento debía cuidarse de su montura.
Le gustaba viajar con soldados delante y atrás; pensaba que podían formar parte de una antigua cohorte romana y le encantaba imaginarse como miembro de una legión que llevaba la ilustración por donde iba. La fantasía se disipó aquella misma tarde, porque no montaron un campamento romano como es debido.
Ala tenía su tienda, mullidas alfombras y músicos, cocineros y servidores en abundancia para hacer su voluntad. Los demás escogieron un trozo de terreno y se envolvieron en sus ropas. El hedor a excrementos animales y humanos flotaba por todas partes, y si llegaban a un arroyo, dejaban fétidas sus aguas antes de marcharse.