En su despacho colgó las laminas
El hombre transparente
y
La mujer embarazada
. Empezó a enseñar a sus hijos los esquemas anatómicos, y siempre respondía pacientemente a sus preguntas. A menudo, cuando lo llamaban para que atendiera a una persona o a un animal enfermo, alguno de sus hijos o ambos lo acompañaban. Un día Rob J. iba montado detrás de su padre a lomos de
Al Borak
. Llegaron a la casa de un huerto arrendado en la colina, en cuyo interior dominaba el olor a muerte de Ardis, la mujer de Ostric.
El niño lo observó mientras media los ingredientes para preparar una infusión que luego le dio a beber. Rob volcó agua en un paño y se lo alcanzó a su hijo.
—Puedes mojarle la cara.
Rob J. lo hizo muy suavemente, tomándose mucho cuidado con los labios agrietados de la paciente. Cuando concluyó la tarea, Ardis buscó a tientas y le cogió la mano.
Rob notó que la tierna sonrisa de su hijo se transformaba en algo distinto. Presenció la confusión de la primera toma de conciencia, de la palidez. La resolución con que el niño separó sus manos de las de la mujer.
—Está bien —dijo Rob mientras rodeaba los delgados hombros de su hijo con un brazo—. Está muy bien.
Rob J. solo tenía siete años. Dos menos de los que tenía él la primera vez.
En ese momento supo, perplejo, que en su vida se había cerrado un círculo.
Reconfortó y atendió a Ardis. Una vez fuera de la casa, cogió las manos de Rob J. para que el niño sintiera la fuerza vital de su padre y se tranquilizara. Lo miró a los ojos.
—Lo que sentiste en las manos de Ardis y la vida que percibes ahora en mí... Sentir estas cosas es un don del Todopoderoso. Un don maravilloso. No es malo y no debes temerlo. Tampoco intentes comprenderlo ahora. Ya tendrás tiempo de entenderlo. No temas.
El color comenzó a volver al rostro de su hijo.
—Sí, papá.
Montó y alzó al niño para sentarlo detrás de su silla, y volvieron a casa.
Ardis murió ocho días más tarde. Durante meses, Rob J. no apareció en el dispensario ni pidió permiso a su padre para acompañarlo cuando iba a atender a los enfermos. Rob no lo presionó. Consideraba que mezclarse con el sufrimiento del mundo tenía que ser un acto voluntario, incluso en el caso de un niño.
Rob J. hizo todo lo posible a fin de interesarse por los rebaños con su hermano Tam. Cuando se le pasó el entusiasmo, salía solo a recoger hierbas durante largas horas. Era un niño desconcertado.
Pero tenía confianza plena en su padre y llegó el día en que salió corriendo tras él cuando montó para salir.
—¡Papa! ¿Puedo ir contigo? Para atenderte el caballo y esas cosas.
Rob asintió y lo subió al caballo.
Poco después, Rob J. comenzó a ir esporádicamente al dispensario y reanudó su aprendizaje. A los nueve años, por propia solicitud, empezó a asistir a su padre todos los días.
Al año siguiente del nacimiento de Jura Agnes, Mary dio a luz a otro varón, Nathanael Robertsson. Un año después tuvo un hijo muerto, al que bautizaron con el nombre de Carrik Lyon Cole antes de enterrarlo; después experimento dos difíciles abortos sucesivos. Aunque todavía estaba en edad fecunda, Mary nunca volvió a quedar embarazada. Rob sabía que eso la apenaba, porque habría querido darle muchos hijos, pero él se alegró de verla recuperar poco a poco las fuerzas y el ánimo.
Un día, cuando el hijo menor tenía cinco años, llegó a caballo a Kilmarnock un hombre con un caftán negro polvoriento y sombrero de cuero en forma de campana, llevando a rastras un saco cargado.
—La paz sea contigo —dijo Rob en la Lengua.
El judío se quedó boquiabierto, pero respondió.
—Contigo sea la paz.
Era un hombre musculoso, de gran barba castaña y sucia, el cutis quemado por los rigores del viaje, el agotamiento en la boca y marcadas patas de gallo. Se llamaba Dan ben Gamliel y era de Ruan, a gran distancia de donde se encontraba.
Rob se ocupó de sus bestias, le dio agua para que se lavara y luego dispuso ante él varios platos con alimentos no prohibidos. Notó que ya no entendía tan bien la Lengua, pues era mucho lo que había perdido a lo largo del tiempo, pero bendijo el pan y el vino.
—Entonces, ¿vosotros sois judíos? —pregunto Dan Ben Gamliel, con los ojos en blanco.
—No; somos cristianos.
—¿Por qué hacéis esto?
—Porque tenemos una gran deuda —dijo Rob.
Sus hijos se sentaron a la mesa y contemplaron al hombre que no se parecía a nadie que hubiesen visto nunca, oyendo maravillados como su padre murmuraba con el extraño las bendiciones antes de comer.
—Cuando terminemos de comer, ¿te molestaría estudiar conmigo?
—Rob sintió crecer en su interior una emoción casi olvidada—. Tal vez podamos sentarnos juntos a estudiar los mandamientos.
El extranjero lo observó atentamente.
—Lamento... ¡No, no puedo! —Dan ben Gamliel estaba pálido—. No soy un erudito —susurró.
Ocultando su decepción, Rob llevó al viajero a dormir a un sitio digno, como habrían hecho en cualquier aldea judía.
Al día siguiente se levantó temprano. Entre las cosas que se había llevado de Persia encontró el sombrero de judío, el taled y las filacterias. Fue a reunirse con Dan ben Gamliel en las devociones matinales.
El judío lo miró asombrado cuando se sujetó la pequeña caja negra en la frente y arrolló el cuero alrededor del brazo para formar las letras del nombre del Indecible. Lo vio balancearse y escuchó sus oraciones.
—Ya sé lo que eres —dijo con la voz poco clara—. Eras judío y te has hecho apóstata. Un hombre que ha vuelto la espalda a nuestro pueblo y a nuestro Dios, entregando su alma a la otra nación.
—No, no se trata de eso. —Rob notó con pesar que había interrumpido la oración de su huésped—. Te lo explicaré cuando hayas terminado —dijo, y se retiró.
Pero cuando volvió para llamarlo a desayunar, Dan ben Gamliel había desaparecido. El caballo había desaparecido. El asno había desaparecido. La pesada carga había sido recogida. El hombre prefirió huir antes que exponerse al terrible contagio de la apostasía.
Fue el último judío de Rob: nunca vio a otro ni volvió a hablar en la Lengua.
Sentía que también se deslizaba de su mente la memoria del parsi, y un día decidió que antes de que lo abandonara del todo, debía traducir el
Qanun
al inglés para tener la posibilidad de seguir consultando al maestro médico. La tarea le llevó largo tiempo. Siempre se decía que Ibn Sina había escrito el
Canon de medicina
en menos tiempo del que a Robert Cole le llevó traducirlo.
Algunas veces lamentaba melancólicamente no haber estudiado todos los mandamientos al menos una vez. Con frecuencia pensaba en Jesse ben Benjamin, pero cada vez se reconciliaba más con su desaparición —¡era difícil ser judío!—, y casi nunca volvió a hablar de otros tiempos y otros lugares. Una vez, cuando Tam y Rob J. participaron en la carrera que todos los años se celebraba en las montañas para festejar el día de San Kolumb, les habló de un corredor llamado Karim que había ganado una larga y maravillosa carrera denominada
chatir
. Y rara vez —en general cuando estaba inmerso en una de las tareas características de todo escocés, como limpiar establos y rediles o quitar nieve acumulada o cortar leña para el fuego— evocaba el calor refrescante del desierto por la noche, o recordaba a Fara Askari encendiendo los cirios en Sabbat, o el enfurecido toque de trompeta de un elefante que salía a la carga al campo de batalla, o la intensa sensación de volar posado en lo alto del tambaleo zanquilargo de un camello a la carrera. Llegó a tener la impresión de que toda su vida había estado en Kilmarnock, y que lo ocurrido con anterioridad era un relato oído alrededor del fuego mientras soplaba el viento frío.
Sus hijos crecieron y cambiaron. Su mujer se volvió más bella con los años. A medida que transcurrían las estaciones, un solo detalle permaneció constante: el sentido complementario, la sensibilidad de sanador, nunca le abandonó. Tanto si cabalgaba en solitario en medio de la noche para acercarse al lecho de un enfermo, como si por la mañana entraba deprisa en el atestado dispensario, siempre sentía el dolor del prójimo. Sin detenerse ante nada para combatirlo, nunca dejó de sentir —como había sentido el primer día en el
maristan
— una oleada de prodigiosa gratitud por haber sido elegido, porque la mano de Dios se había acercado para tocarlo a él, y porque al aprendiz de Barber le hubiese sido dada la oportunidad de ayudar y servir.
El médico
es una novela en la que solo dos personajes, Ibn Sina y al-Juzjani, están tomados de la vida real. Hubo un sha llamado Ala-al-Dawla, pero queda tan poca información sobre él que el personaje de ese nombre es resultado de una amalgama de diversos shas.
El
maristan
está inspirado en las descripciones del hospital medieval Azudi, de Bagdad.
Gran parte del saber y los datos del siglo XI se han perdido para siempre.
Allí donde los registros no existían o eran oscuros, no tuve el menor escrúpulo en apelar a la ficción; así, debe entenderse que esta es una obra de la imaginación y no un fragmento de historia. Asumo la responsabilidad de cualquier error, importante o insignificante, fruto de mi esfuerzo por recrear fielmente una sensación del tiempo y el lugar. Empero, esta novela nunca se habría escrito sin la ayuda de un buen numero de bibliotecas e individuos.
Agradezco a la University of Massachusetts en Amherst que me permitiera, como si yo fuese uno de sus profesores, acceder a todas sus bibliotecas.
Mi gratitud también a Edla Eolm, de la Interlibrary Loans Office, de dicha universidad.
En Lamar Soutter Library del University of Massachusetts Medical Center, de Worcester, hallé libros varios relativos a la medicina y su historia.
El Smith College tuvo la bondad de clasificarme como «estudioso de campo» para que pudiera consultar en la William Allan Neilson Library, y descubrí que la Werner Josten Library del Smith's Center for the Performing Arts era una excelente fuente de detalles acerca de vestuarios y costumbres.
Barbara Zalenski, bibliotecaria de la Belding Memorial Library de Ashfield, Massachusetts, siempre fue capaz de satisfacer mis peticiones de libros, aunque ello la obligara a laboriosas búsquedas.
Kathleen M. Johnson, bibliotecaria de consulta de la Baker Library de la Edarvard's Graduate School of Business Administration, me envió materiales sobre la historia del dinero en la Edad Media.
También dejo expresa constancia de mi gratitud a los bibliotecarios y bibliotecarias de Amherst College, Mount Holyoke College, Brandeis University, Clark University, la Countway Library of Medicine de la Elarvard Medical School, la Boston Public Library y el Boston Library Consortium.
Richard M. Jakowski (V.M.D), patólogo veterinario del Tufts-New England Veterinary Medical Center, en North Grafton, Massachusetts, tuvo la amabilidad de hacerme un estudio comparativo de la anatomía interna de cerdos y humanos, lo mismo que Susan L. Carpenter Ph. D., miembro del consejo posdoctoral de los Rocky Mountain Laboratories del National Institute of Health, en Hamilton, Montana.
Durante varios años, el rabino Louis A. Rieser del Temple Israel de Gerenfield, Massachusetts, respondió pregunta tras pregunta sobre el judaísmo.
El rabino Philip Kaplan, de las Associated Synagogues de Boston, La Graduate School of Geography de la Clark University me proporcionó mapas e información sobre la geografía en el siglo XI.
El profesorado del Classics Department del College of the Eloly Cross, en Worcester, Massachusetts, me ayudó en varias traducciones del latín.
Robert Ruhlof, herrero de Ashfield, Massachusetts, me informó acerca del acero azul estampado de la India, y me permitió acceder a la publicación periódica de su gremio,
The Anvil's Ring
.
Gouveneur Phelps, de Ashfield, me ilustró sobre la pesca del salmón en Escocia.
Patricia Schartle Myrer, mi antigua agente literaria (hoy retirada) me estimuló en gran medida, lo mismo que mi actual agente, Eugene H. Winick, de McIntosh and Otis, Inc. Por sugerencia de Pat Myrer escribo acerca de la dinastía médica de una familia a lo largo de muchas generaciones, sugerencia que me ha llevado a la serie de
El médico
, ahora en curso de redacción.
Lisa Gordon me ayudó a corregir el original y, junto con Jamie Gordon, Vicent Rico, Michael Gordon y Wendi Gordon, me proporcionó cariño y apoyo moral.
Y como siempre, Lorraine Gordon me ofreció críticas, dulces razones, estabilidad y el amor por el que desde hace tiempo le estoy muy agradecido.
Ashfield. Massachusetts.
26 de diciembre de 1995.
[ 1 ]
La piedra era una medida de peso de la época, equivalente a algo más de 6 kg. (N. del E.)