Cuando por fin llegaron a Salisbury, fue despachado en un santiamén de la Corporación de Panaderos.
El jefe panadero se llamaba Cummings. Era achaparrado y semejante a un sapo; no tan robusto como Barber pero lo bastante rechoncho como para servir de propaganda a su oficio.
—No conozco a ningún Haverhill.
—¿No lo miraríais en el registro?
—Oye, estamos en época de feria. Prácticamente todos mis cofrades están trabajando en ella; hay mucho trajín y tenemos prisa. Si quieres, ven a vernos cuando termine la feria.
Mientras duró la feria, solo una parte de Rob hacía juegos malabares, atraía pacientes y ayudaba a tratarlos, en tanto escudriñaba constantemente las multitudes en busca de un rostro conocido; un vislumbre de la chica que ahora imaginaba sería Anne Mary.
No la vio.
Al día siguiente de la culminación de la feria volvió al edificio de la Corporación de Panaderos de Salisbury. Era una estancia pulcra y atrayente; a pesar de su nerviosismo, se preguntó por qué las salas de reunión de los gremios eran siempre más sólidas y estaban mejor construidas que las de las Corporaciones de Carpinteros.
—Ah, el joven cirujano barbero. —Cummings fue más amable y estaba más sosegado. Registró concienzudamente dos voluminosos libros mayores y luego meneó la cabeza—. Jamás hemos tenido un panadero llamado Haverhill.
—Un hombre y su mujer —insistió Rob—. Vendieron la pastelería de Londres y afirmaron que vendrían aquí. Tienen una chiquilla que es hermana mía. De nombre Anne Mary.
—Lo que ha ocurrido es evidente, joven cirujano barbero. Después de vender su tienda y antes de llegar aquí encontraron una oportunidad mejor en otro lado, oyeron hablar de un sitio más necesitado de panaderos.
—Sí, es probable.
Rob le agradeció y volvió al carromato. Barber quedó visiblemente preocupado, pero le aconsejó que hiciera de tripas corazón.
—No debes perder las esperanzas. Algún día los encontrarás; seguro.
Pero era como si la tierra se los hubiese abierto y tragado a los vivos y a los muertos. La leve esperanza que había mantenido, ahora parecía excesivamente inocente. Pensó que los días de su familia habían quedado atrás y, con un estremecimiento, se obligó a reconocer que fuera lo que fuese lo que lo esperaba, con toda probabilidad lo enfrentaría a solas.
Pocos meses antes de que concluyera el aprendizaje de Rob, estaban bebiendo cerveza en la taberna de la posada de Exeter, negociando cautelosamente los términos laborales.
Barber bebía en silencio, como si estuviera perdido en sus pensamientos, realmente le ofreció un salario bajo.
—Más una nueva muda —agregó, como si lo acometiera un arranque de generosidad.
No en vano Rob llevaba seis años con él. Se encogió de hombros, dubitativo.
—Me siento atraído a volver a Londres —dijo mientras rellenaba las jarras.
Barber asintió.
—Una muda cada dos años tanto si es necesaria como si no —añadió, después de analizar la expresión de Rob.
Pidieron la cena: un pastel de conejo, que Rob comió entusiasmado. En vez de dedicarse a la comida, Barber la emprendió con el tabernero.
—La poca carne que encuentro es durísima y está mal condimentada —refunfuñó—. Podríamos elevar un poco el salario. Un poco.
—Esta mal condimentada —confirmó Rob—. Eso es algo que tu nunca haces. Siempre me ha gustado tu forma de condimentar la caza.
—¿Qué salario consideras justo para un mocoso de dieciséis anos?
—Prefiero no tener salario.
—¿Prefieres no tener salario? —Barber lo observó con suspicacia.
—Así es. Los ingresos se obtienen de la venta de la panacea y del tratamiento de los pacientes. Por tanto, quiero la duodécima parte de cada frasco vendido y la duodécima parte de cada paciente tratado.
—Un frasco de cada veinte y un paciente de cada veinte.
Rob solo vaciló un instante antes de asentir.
—Los términos durarán un año y luego podrán renovarse por mutuo acuerdo.
—¡Trato hecho!
—Trato hecho —dijo Rob serenamente.
Levantaron las jarras de cerveza negra y sonrieron.
—¡Salud!
—¡Salud!
Barber se tomó muy en serio sus nuevos costos. Un día que estaban en Northampton, donde había hábiles artesanos, contrató a un carpintero subalterno para que hiciera otro biombo, y en su próxima parada, que resultó ser Huntington, lo instaló no muy lejos del suyo.
—Es hora de que te pares sobre tus propios pies —dijo.
Después del espectáculo y los retratos, Rob se sentó detrás de la cortina y esperó.
¿Lo mirarían y soltarían una carcajada? ¿O girarían sobre sus talones y se sumarían a la fila de espera de Barber?
Su primer paciente hizo una mueca cuando Rob le tomó las manos, por que su vieja vaca le había pisoteado la muñeca.
—La muy zorra pateó el cubo. Luego, cuando me estiré para enderezarlo, la condenada me pisó.
Rob palpó suavemente la articulación y al instante olvidó cualquier otra cosa. Había una magulladura dolorosa. También un hueso roto, el que bajaba del pulgar. Un hueso importante. Le llevó un rato vendar correctamente la muñeca y amarrar un cabestrillo.
El siguiente era la personificación de sus temores: una mujer delgada angulosa de aire sombrío.
—He perdido el oído —declaró.
Rob le examinó las orejas, que no parecían tener ningún tapón, No conocía nada que pudiera mejorarla.
—No puedo ayudarla —dijo con tono pesaroso.
La mujer sacudió la cabeza.
—¡NO PUEDO AYUDAROS! —gritó Rob.
—ENTONCES, PREGUNTADLE AL OTRO BARBERO.
—ÉL TAMPOCO PODRÁ AYUDAROS.
Ahora la mujer tenía expresión colérica.
—¡CONDENAOS EN LOS INFIERNOS! SE LO PREGUNTARÉ YO MISMA.
Rob oyó la risa de Barber y notó cuánto se divertían los otros pacientes cuando la mujer salió como una tromba.
Aguardaba detrás del biombo, ruborizado, cuando entró un joven que tendría uno o dos años más que él. Rob reprimió el impulso de suspirar cuando vio el dedo índice izquierdo en avanzado estado de gangrena.
—No tiene buen aspecto.
El joven tenía blancas las comisuras de los labios, pero de alguna forma logró sonreír.
—Me lo aplasté cortando madera para el fuego hará una quincena. Dolió, por supuesto, pero aparentemente mejoraba. Entonces...
La primera articulación estaba negra y abarcaba una superficie de inflado descoloramiento que se convertía en carne ampollada. Las grandes ampollas despedían un fluido sanguinolento y un olor gaseoso.
—¿Cómo fuisteis tratado?
—Un vecino me aconsejó que lo envolviera en cenizas húmedas mezcladas con mierda de ganso, para aliviar el dolor.
Rob movió la cabeza afirmativamente, pues este era el remedio más común.
—Bien. Ahora es una enfermedad que si no se trata os comerá la mano y luego el brazo. Mucho antes de que llegue al cuerpo, moriréis. Es necesario amputar el dedo.
El joven asintió, con expresión valerosa.
Ahora Rob dejó escapar el suspiro. Tenía que estar doblemente seguro: quitar un apéndice era un paso serio, y aquel joven notaría su falta el resto su vida cuando intentara ganarse el pan.
Pasó al otro lado del biombo de Barber.
—¿Qué pasa? —Barber parpadeó.
—Tengo que mostrarte algo —dijo Rob y volvió con su paciente, mientras el gordo Barber lo seguía a ritmo laborioso.
—Le he dicho que es necesario cortarlo.
—Sí —afirmó Barber, y su sonrisa desapareció—. ¿Quieres ayuda?
Rob meneó la cabeza. Dio a beber al paciente tres frascos de Panacea Universal y a continuación reunió con gran cuidado todo lo que necesitaría para no tener que buscarlo en medio del procedimiento, ni tener que gritar a Barber pidiendo ayuda. Cogió dos bisturís afilados, una aguja e hilo, una tabla corta, tiras de trapos para vendar y una pequeña sierra de dientes finos. Ató el brazo del joven a la tabla, con la palma de la mano hacia arriba.
—Cerrad el puño dejando fuera el dedo malo.
Envolvió la mano con vendas y la ató por separado para que los dedos no le obstaculizaran el camino.
Se asomó y reclutó a tres hombres fuertes que haraganeaban por allí: dos para sostener al joven y uno para sujetar la tabla.
En una docena de ocasiones se lo había visto hacer a Barber, y dos veces lo había hecho personalmente bajo la supervisión de aquél, pero nunca lo había intentado solo. El truco consistía en cortar lo bastante lejos de la gangrena como para detener su progreso, aunque dejándolo al mismo tiempo un muñón lo más largo posible.
Cogió el bisturí y lo hundió en la carne sana. El paciente gritó e intentó levantarse de la silla.
—Sujetadlo.
Cortó un círculo alrededor del dedo e hizo una breve pausa para lavar la herida con un trapo antes de hender el sector sano del dedo por ambos lados y desollar cuidadosamente la piel hacia el nudillo, formando dos colgajos.
El hombre que sostenía la tabla empezó a vomitar.
—Coge tú la tabla —dijo Rob al que le sujetaba los hombros.
No hubo ningún problema con el cambio de manos porque el paciente se había desmayado.
El hueso era una sustancia fácil de cortar, y la sierra produjo un raspado tranquilizador cuando serró el dedo y lo seccionó.
Recortó con gran cuidado los colgajos e hizo un esmerado muñón, tal como le habían enseñado, no tan ceñido como para que doliera ni tan flojo como para provocar engorros; después cogió la aguja y el hilo, y lo cosió con puntadas pequeñas y precisas. Restañó una exudación sanguinolenta volcando más panacea sobre el muñón. Después, ayudó a llevar al joven quejumbroso a la sombra de un árbol, para que se recuperara.
Luego, en rápida sucesión, vendó un tobillo torcido, un corte profundo en el brazo de un niño, y vendió tres frascos de medicina a una viuda aquejada de dolores de cabeza y otra media docena a un hombre que padecía gota. Comenzaba a sentirse un tanto engreído cuando entró una mujer que evidentemente se estaba consumiendo.
No había error posible: estaba demacrada, tenía la tez cerúlea, y el sudor le brillaba en las mejillas. Rob tuvo que obligarse a mirarla después de haber percibido su sino a través de las manos.
—... ni deseos de comer —estaba diciendo—, aunque tampoco retengo nada de lo que como, pues lo que no vomito se me escapa en forma de deposiciones sanguinolentas.
Rob le apoyó la mano en el pobre vientre y palpó la abultada rigidez, hacia la que dirigió la palma de la mano de la paciente.
—Buba.
—¿Qué es buba, señor?
—Un bulto que crece alimentándose de la carne sana. Ahora mismo podéis sentir una serie de bubas debajo de vuestra mano.
—El dolor es terrible. ¿No hay cura? —preguntó serenamente.
Le gustó su valentía y no se sintió tentado a responder con una mentira misericordiosa. Movió la cabeza de un lado a otro, porque Barber le había dicho que muchas personas sufren bubas de estómago y todas mueren.
Cuando la mujer lo dejó, lamentó no haberse hecho carpintero. Vio el dedo cortado en el suelo. Lo recogió, lo envolvió en un trapo y lo llevó hacia el árbol bajo cuya sombra se recuperaba el joven. Se lo puso en las manos.
Desconcertado, el paciente miró a Rob.
—¿Qué haré con esto?
—Los sacerdotes dicen que se deben enterrar las partes perdidas para que le esperen a uno en el camposanto, y se pueda levantar entero el día juicio final.
El joven meditó un instante y luego asintió.
—Gracias, cirujano barbero.
Lo primero que vieron al llegar a Rockingham fue la cabellera canosa de Wat, el vendedor de ungüentos. Junto a Rob, en el asiento del carromato Barber refunfuñó decepcionado, suponiendo que el otro charlatán les había ganado por la mano el derecho a montar allí un espectáculo. Pero después de intercambiar los saludos de rigor, Wat lo tranquilizó.
—No daré ninguna representación aquí. Permitidme a cambio que os invite a un azuzamiento.
Los llevó entonces a ver a su oso, una robusta bestia a la que un aro de hierro le atravesaba el negro hocico.
—El animal está enfermo y en breve morirá de causas naturales, de modo que quiero obtener esta noche el último beneficio que puede darme.
—¿Es
Bartram
, el oso con el que luché? —preguntó Rob, con una voz que sonó extraña en sus propios oídos.
—No;
Bartram
nos dejó hace ya cuatro años. Esta es una hembra que responde al nombre de
Godiva
—dijo Wat mientras sacaba el paño de la jaula.
Esa tarde Wat asistió al espectáculo y a la posterior venta de la panacea con permiso de Barber, el vendedor ambulante del famoso ungüento subió a tarima y anunció el azuzamiento de la osa, que tendría lugar por la noche en el reñidero situado tras la curtiduría, a medio penique la entrada.
Cuando llegaron Barber y Rob, había caído el crepúsculo: el prado que rodeaba el foso estaba iluminado por las lenguas de fuego de una docena de teas. En el campo solo se oían palabrotas y risas masculinas. Unos amaestradores retenían a tres perros con bozal que tironeaban de sus cortas traíllas: un abigarrado mastín esquelético, un perro pelirrojo que parecía el primo pequeño del mastín, y un gran danés de tamaño espectacular.
Wat y un par de ayudantes llevaron a
Godiva
. La decrépita osa estaba encapuchada, olió a los perros e instintivamente se volvió para hacerles frente.