El médico (23 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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«¡Cristo misericordioso —pensaba Rob—, Barber se ha convertido en una ancianita que se pasa el día exhalando suspiros timoratos! ¿Cree que pienso salir a asesinar al populacho?»

En la ciudad de Fulford descubrió que había perdido la moneda romana que llevaba consigo desde que la cuadrilla de su padre la había dragado del Támesis. Con un humor de perros, bebió hasta que le resultó difícil sentarse provocado por un escocés picado de viruelas que al pasar lo codeó. En vez de disculparse, el escocés murmuró de mala manera en gaélico.

—¡Habla inglés, maldito enano! —le gritó Rob, porque el escocés, aunque de estructura robusta, era dos cabezas más bajo que él.

Las advertencias de Barber debían de haber prendido, porque Rob tuvo sensatez de desabrochar las armas. El escocés hizo lo propio, y al instante se entregaron a las manos. A pesar de su baja estatura, el hombre resultó sorprendentemente hábil con manos y pies. Su primer puntapié le rompió una costilla, y a continuación un puño como una roca le rompió la nariz con un desagradable sonido y peor sufrimiento. Rob gruñó.

—¡Hijo de puta! —resolló, y apeló a toda la ira y el dolor para incrementar su fuerza.

Pero apenas logró sustentar la pelea hasta que el escocés quedó lo suficientemente agotado como para posibilitar la retirada de ambos adversarios.

Volvió cojeando al campamento, con la sensación y el aspecto de haber sido apaleado sin misericordia por una banda de gigantes.

Barber no fue del todo amable cuando le encajó la nariz rota con un crujido de cartílagos. Volcó licor en los raspones y chichones, pero sus palabras escocían más que el alcohol.

—Estás en una encrucijada —le dijo—. Has aprendido nuestro oficio. Tienes una mente rápida y no hay ninguna razón que te impida prosperar, excepto la calidad de tu propio espíritu. Porque si sigues por este camino, pronto serás un borracho perdido sin remedio.

—Eso lo dice alguien que se matará bebiendo —replicó Rob desdeñosamente.

Refunfuñó cuando se tocó los labios hinchados y sangrantes.

—Dudo que tú vivas lo suficiente para que te mate la bebida —concluyó Barber.

Por más que la buscó, Rob no encontró la moneda romana. La única posesión que lo vinculaba a su infancia era la punta de flecha que le regalara su padre. Practicó una perforación en el pedernal, la enhebró en una corta tira de gamuza y se la colgó del cuello.

Ahora los hombres solían apartarse de su camino, porque además de su corpulencia y del aspecto profesional de sus armas, tenía una nariz abigarrada y ligeramente desviada sobre un rostro en diversas etapas de decoloración. Quizá Barber estaba demasiado furioso para realizar un trabajo perfecto cuando encajó la nariz, que nunca volvió a ser recta.

Durante semanas seguidas le dolía la costilla cada vez que respiraba. Rob estaba calmado mientras viajaban por la región de Northumbria a Westmoreland, y en el trayecto de vuelta a Northumbria. No iba a bodegones ni tabernas, donde era fácil enzarzarse en disputas: permanecía cerca del carromato y de la fogata nocturna. Siempre que acampaban lejos de una ciudad, se dedicaba a catar la panacea y llegó a aficionarse al hidromiel. Pero una noche que había bebido copiosamente las existencias, se encontró a punto de abrir un frasco en cuyo cuello estaba rayada la letra E. Era un recipiente de la Serie Especial de licor con orines, preparado para vengarse de quienes se convertían en enemigos de Barber. Estremecido, Rob arrojó el frasco a lo lejos; a partir de entonces compraba bebida cada vez que se detenían en una ciudad y la almacenaba con mucho cuidado en el interior del carromato.

En la ciudad de Newcastle interpretó al viejo, encubierto con una barba postiza que ocultaba sus morados. El público era numeroso y vendieron muchos frascos de panacea. Después del espectáculo, Rob se ocultó detrás del carro para quitarse el disfraz, con el propósito de montar su biombo para recibir a los pacientes. Barber ya estaba allí, discutiendo con un hombre alto y ceñudo.

—Te he seguido desde Durham y no he dejado de observarte —estaba diciendo el hombre—. Vayas donde vayas, atraes a una muchedumbre.

Como una muchedumbre es lo que necesito, te propongo que viajemos juntos y compartamos los ingresos.

—Tú no tienes ingresos —dijo Barber.

El hombre sonrió.

—Los tengo, y mi tarea es dura.

—Eres un ratero, un descuido, y algún día te pescaran con la mano en el bolsillo de otro y ese será tu fin. Yo no trabajo con ladrones.

—Tal vez no te corresponda a ti decidir.

—A él le corresponde —intervino Rob.

El hombre ni siquiera lo miró de soslayo.

—Tu cierra el pico, viejo, si no quieres atraer la atención de quienes pueden perjudicarte.

Rob se acercó a el. El manilargo lo miró con ojos desorbitados, sorprendido, y sacó un puñal largo y estrecho del interior de su vestimenta. Dio un paso hacia ambos.

La fina daga de Rob dio la impresión de abandonar la vaina por cuenta propia y dirigirse al brazo del hombre. Rob no fue consciente del esfuerzo, pero la puñalada debió de ser vigorosa, porque sintió chocar la punta contra el hueso. En cuanto retiró la hoja, de la carne comenzó a manar sangre. A Rob le asombró que tanta sangre apareciera tan rápidamente en la herida de una persona tan canija.

El ratero retrocedió, apretándose el brazo herido.

—Vuelve —le dijo Barber—. Te vendaremos la herida. No queremos hacerte más daño.

Pero el hombre ya se había escabullido alrededor del carromato, y en un momento desapareció de la vista.

—Esa hemorragia llamará la atención. Si en la ciudad están los hombres del magistrado, se lo llevarán, y muy bien puede guiarlos hasta nosotros. Debemos marcharnos de inmediato —dijo Barber.

Huyeron como lo habían hecho cuanto temían la muerte de los pacientes, sin detenerse hasta que tuvieron la certeza de que nadie los perseguía.

Rob preparó el fuego y se sentó, todavía con los ropajes del viejo, demasiado cansado para cambiarse. Comieron nabos fríos sobrantes del día anterior.

—Nosotros somos dos —dijo Barber, disgustado—. Podríamos habernos librado fácilmente de él.

—Necesitaba que le dieran una lección.

Barber lo enfrentó.

—Óyeme bien: te has convertido en un riesgo.

Rob se picó por la injusticia, pues había actuado para proteger a Barber.

Sintió que una nueva rabia borboteaba en su interior, acompañada de un viejo resentimiento.

—Nunca has arriesgado nada conmigo. Ya no eres el que gana dinero por los dos... Ahora ese papel lo desempeño yo. Gano para ti mucho más de lo que ese ladrón podría haber cosechado con sus dedos ágiles.

—Un riesgo y un incordio —dijo Barber con tono de hastío, y se volvió.

Llegaron a la etapa más norteña de su ruta e hicieron paradas en aldeas fronterizas donde los residentes no sabían exactamente si eran ingleses o escoceses. Cuando Rob y Barber montaban el espectáculo ante el público, bromeaban y trabajaban en aparente armonía, pero si no estaban en la tarima se instalaba entre ellos un frío silencio. Cuando intentaban conversar, la charla se convertía en una rencilla.

Habían quedado atrás los días en que Barber se atrevía a levantarle la mano, pero cuando empinaba el codo seguía siendo un deslenguado que profería insultos, desconocedor de la prudencia.

Una noche, en Lancaster, acamparon cerca de una charca de la que se elevaba una bruma teñida de rosa por la luna. Se vieron acosados por un ejército de pequeños insectos semejantes a moscas y buscaron refugio en la bebida.

—Siempre fuiste un bruto y un patán. —Rob suspiró—. Adopté un asno huérfano..., lo formé...; todo en balde.

Algún día, muy pronto, comenzaría a ejercer por su cuenta el oficio de cirujano barbero, decidió Rob; hacia largo tiempo que estaba llegando a la conclusión de que Barber y él debían seguir caminos separados.

Había encontrado a un mercader con existencias en vino agrio y le había comprado una buena cantidad; ahora intentaba tragarse el líquido abrasivo para que el otro guardara silencio. Pero no paraba.

—... mano larga y entendederas cortas. ¡Cuánto me esforcé por enseñarte a hacer malabarismos!

Rob entró a gatas en el carromato para rellenar su vaso, pero la voz terrible lo siguió hasta el interior.

—¡Tráeme una condenada jarra!

«Búscatela tu mismo», estuvo a punto de responder.

Pero, presa de una irresistible idea, se arrastró hasta donde estaban los frascos de la Serie Especial.

Cogió uno y lo acercó a los ojos para ver si distinguía las marcas que identificaban su contenido. Salió a rastras del carromato, destapó la botella de barro y se la dio a su obeso amo.

«¡Que malvado! —pensó, asustado—. Aunque no más malvado que Barber distribuyendo su Serie Especial entre tanta gente a través de los años.»

Observó fascinado cómo Barber cogía la botella, echaba la cabeza hacía atrás, abría la boca y acercaba la bebida a sus labios.

Todavía estaba a tiempo de redimirse. Casi oyó su voz gritándole a Barber que esperara. Le diría que la botella tenía un borde roto y la cambiaría por un frasco de hidromiel. Pero apretó los labios.

El cuello de la botella entró en la boca de Barber.

«Trágala», lo apremió Rob cruelmente, para sus adentros.

La papada de Barber se movió al tiempo que bebía. Luego el hombre arrojó a lo lejos el frasco vacío y se quedó dormido.

¿Por qué no había sentido ningún regocijo? A lo largo de una noche de insomnio, Rob reflexionó sobre ello.

Cuando Barber estaba sobrio era dos hombres, uno de ellos bondadoso y de corazón alegre; el otro, un ser vil que no vacilaba en administrar su Serie Especial a diestro y siniestro. Y cuando estaba borracho emergía, sin la menor duda, el hombre despreciable.

Rob vio con repentina claridad, como una lanza de luz a través de un cielo oscuro, que él mismo se estaba transformando en el Barber degradado.

Se estremeció, y la desolación recorrió todo su cuerpo cuando en medio de un escalofrío se acercó al fuego.

A la mañana siguiente despertó con las primeras luces, buscó el frasco tirado y lo ocultó en la arboleda. Después reavivó el fuego, y cuando Barber abrió los ojos encontró que lo esperaba un desayuno abundante.

—No me he comportado bien —reconoció Rob cuando Barber terminó de comer. Titubeó, pero se obligó a seguir adelante—. Solicito tu perdón y tu absolución.

Barber asintió, atónito, en silencio.

Pusieron los arreos a
Caballo
y rodaron sin hablar hasta media mañana; en algunos momentos Rob sentía la mirada reflexiva del otro sobre él.

—Lo he meditado mucho —dijo por fin Barber—. La próxima temporada debes hacer de cirujano barbero sin mí.

Apesadumbrado porque el día anterior había llegado a la misma conclusión, Rob protestó.

—Es esa maldita bebida. El alcohol nos transforma cruelmente. Debemos abjurar de la bebida y volveremos a llevarnos como antes.

Barber se mostró conmovido, pero movió la cabeza negativamente.

—En parte es a causa de la bebida, y en parte se debe a que tú eres un cervatillo que necesita probar sus mogotes, mientras yo soy un viejo venado castrado. Más aún; para venado resulto excesivamente corpulento y jadeante dijo secamente—. El mero hecho de encaramarme a la tarima exige todas mis fuerzas, y cada día me resulta más difícil llegar al final del espectáculo. Estaría encantado de quedarme para siempre en Exmouth, a disfrutar del verano y cultivar un huerto, para no hablar de los placeres de la cocina. Cuándo tú no estés prepararé una abundante provisión de panacea. También pagaré el mantenimiento del carromato y los gastos del
Caballo
, como hasta hora. Tú te guardarás las ganancias de cada paciente tratado, además de la quinta parte de los frascos de Panacea Universal vendidos al primer año y una cuarta parte de los vendidos a partir de entonces.

—La tercera parte el primer año —regateó Rob automáticamente—. Y la mitad a partir de entonces.

—Eso es excesivo para un joven de diecinueve años —dijo Barber, en tono severo pero con los ojos radiantes—. Hablemos y decidámoslo entre los dos, ya que ambos somos hombres razonables.

Finalmente acordaron la cuarta parte durante el primer año y la tercera en los siguientes. El trato tendría una validez de cinco anos, momento en que lo reconsiderarían.

Barber no cabía en sí de jubilo, y Rob no podía creer en su buena fortuna, pues sus ganancias serían excepcionales para un mozo de su edad. Viajaron hacia el sur a través de Northumbria, muy animados, renovando los buenos sentimientos y la camaradería. En Leeds, después de trabajar, pasaron varias horas en el mercado. Barber compró generosamente y declaró que debía preparar una cena adecuada para celebrar el nuevo acuerdo.

Abandonaron Leeds por un sendero que discurría a la vera del río Aire, a través de millas y millas de árboles añosos que sobresalían por encima de verdes bosquecillos, retorcidas arboledas y claros con brezos. Acamparon temprano entre matas de alisos y sauces donde el río se ensanchaba, y durante horas ayudó a Barber a confeccionar un inmenso pastel de carne. En él puso Barber la carne picada y mezclada de una pata de corzo y un lomo de ternera, un gordo capón y un par de palomas, seis huevos duros y media libra de grasa, cubriéndolo todo con una pasta gruesa y hojaldrada que rezumaba aceite.

Comieron como tragaldabas, y a Barber no se le ocurrió nada mejor que empezar a beber hidromiel cuando el pastel despertó su sed. Rob, que no había olvidado su reciente juramento, se conformó con agua y observó cómo a Barber se le ponía colorada la cara y hosca la mirada.

En seguida Barber exigió a Rob que sacara dos cajas llenas de frascos del carromato y se las dejara cerca para poder servirse a voluntad. Rob lo hizo y contempló, desasosegado, la forma en que bebía Barber. Poco después, comenzó a murmurar palabras adversas acerca de los términos del acuerdo, pero antes de que las cosas se degradaran más cayó en un sueño embrutecido por el alcohol.

Por la mañana, que era brillante, soleada y animada por el canto de los pájaros, Barber estaba pálido y quejumbroso. No parecía recordar su conducta de la noche anterior.

—Vayamos a buscar truchas —dijo—. Me iría muy bien un desayuno de pescado crujiente, y las aguas del Aire parecen prometedoras. —Al levantarse de la cama se quejó de un tirón en el hombro izquierdo—. Cargaré el carromato —decidió—, pues a veces el trabajo duro opera maravillas para lubricar una coyuntura dolorida.

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