—Un poco más, quizá. Para conservar las fuerzas —dijo, sonriente.
Desde que Rob lo conocía, había engordado notablemente... sus buenas piedras, pensó Rob. Las carnes surcaban su cuello, sus antebrazos eran como jamones y su barriga navegaba delante de él, como una vela suelta en vendaval. Y su sed era tan portentosa como su apetito.
Dos días después de dejar Aldreth llegaron al pueblo de Ramsey, donde en la taberna Barber consiguió la atención del propietario tragando en silencio dos jarros llenos de cerveza antes de imitar el sonido de un trueno con un acto y pasar a la cuestión inmediata.
—Estamos buscando a una mujer de nombre Della Hargreaves. —El hombre se encogió de hombros y meneó la cabeza—. Hargreaves era el apellido de su marido. Es viuda. Vino hace cuatro años para quedarse con su hermano. No conozco el nombre de este, pero le ruego que reflexione, pues es una población pequeña.
Barber pidió más cerveza, para estimularlo. El dueño de la taberna puso ojos en blanco.
—Oswald Sweeter —susurró su mujer mientras servía la bebida.
—¡Ah! Entonces es la hermana de Sweeter —concluyó el hombre, al tiempo que aceptaba el dinero de Barber.
Oswald Sweeter era el herrero de Ramsey, tan corpulento como Barber, puro músculo. Los escuchó algo cejijunto y luego habló, como si lo hiciera de mala gana.
—¿Della? La recogí —dijo—. De mi propia sangre. —Con unas tenazas blandió una rama de cerezo en las ascuas incandescentes—. Mi mujer la llenó de bondades, pero Della tiene talento para no trabajar. No se llevaban. Antes de medio año, Della nos abandonó.
—Para ir ¿adónde? —preguntó Rob.
—A Bath.
—¿Y qué hace en Bath?
.—Lo mismo que aquí antes de que la echáramos —dijo Sweeter en voz baja
—Se largó con un hombre, escabulléndose como una rata.
—Fue vecina nuestra durante años en Londres, donde siempre se la consideró una mujer respetable —se sintió obligado a decir Rob, aunque nunca le había caído bien.
—Así será, mozalbete, pero hoy mi hermana es una tunanta que prefiere revolcarse con cualquiera antes que trabajar para ganarse el pan. Búscala en el barrio de las putas.
Sacando una barra al rojo vivo de las ascuas, Sweeter terminó la conversación a martillazos, de modo que una desenfrenada lluvia de chispas siguió a Rob y a Barber hasta la puerta.
Llovió una semana seguida mientras se abrían camino costa arriba. Una mañana salieron a rastras de sus húmedas camas bajo el carromato, y descubrieron un día tan suave y glorioso que olvidaron todo salvo su buena fortuna de ser libres y bienaventurados.
—¡Demos un paseo por el mundo inocente! —gritó Barber, y Rob supo exactamente que quería decir, pues a pesar de la terrible urgencia de encontrar a sus hermanos, era joven, sano y cargado de energías en aquel día esplendoroso.
Entre toques del cuerno cantaban exuberantes himnos y tonadas maliciosas, una señal de su presencia más audible que cualquier otra. Rodaba despacio por un sendero arbolado que les proporcionaba alternativamente la cálida luz del sol y la fresca sombra, con mil distintos tonos de verde.
—¿Qué más puedes pedir? —dijo Barber.
—Armas —respondió Rob al instante.
A Barber se le borró la sonrisa.
—No pienso comprarte armas —dijo con tono cortante.
—No necesariamente una espada. Pero me parece sensato llevar una daga, pues en cualquier momento pueden atacarnos.
—Cualquier salteador de caminos lo pensaría dos veces antes de asaltarnos, porque somos dos hombres fornidos.
—Es a causa de mi estatura, precisamente. Cuando entro en una taberna los hombres más menudos que yo me miran y piensan: «Es grandote, pero de una estocada se le pueden parar los pies», y se llevan la mano a la empuñadura de sus armas.
—Y después se dan cuenta de que vas desarmado y comprenden que eres un cachorro que no ha llegado a mastín a pesar de su tamaño. Entonces se sienten muy tontos y te dejan en paz. Con un puñal en el cinto, morirías en quince días.
Siguieron su camino en silencio.
Siglos de violentas invasiones habían hecho creer a todos los ingleses que eran soldados. La ley no permitía que los esclavos llevaran armas, y los aprendices no podían permitirse ese lujo, pero cualquier otro varón exteriorizaba su condición de nacido libre por el pelo largo y por las armas que portaba. «Claro que un hombre pequeño con un arma puede matar fácilmente a un joven corpulento sin ella», se dijo Barber.
—Tienes que saber manejar las armas cuando te llegue el momento empuñarlas —decidió—. Esa es una parte de tu instrucción que hemos descuidado. Por tanto, comenzaré a adiestrarte en el uso de la espada y la daga.
Rob sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, Barber.
En un claro, se pusieron frente a frente, y Barber sacó la daga del cinto.
—No debes empuñarla como un niño que quiere apuñalar hormigas. Equilibra la hoja en la palma hacia arriba, como si tuvieras la intención de hacer malabarismos. Los cuatro dedos se cierran alrededor del mango. El pulgar puede quedar plano a lo largo del mango o cubrir los dedos, dependiendo de la trayectoria que se imprima a la hoja. La peor y de la que más hay que protegerse, es la que va de abajo arriba.
»El luchador con cuchillo dobla las rodillas y se mueve ligeramente sobre sus pies, listo para saltar hacia adelante o hacia atrás. Listo para zigzaguear con el fin de evitar la puñalada del agresor. Listo para matar, pues este instrumento se usa para el cuerpo a cuerpo y el trabajo sucio. El metal con que está hecho es tan bueno como el de un escalpelo. Una vez que te has entregado a cualquiera de los dos, debes cortar como si de ellos dependiera la vida, que es lo que suele suceder.
Devolvió la daga a su vaina y entregó su espada a Rob, quien la sopesó, sosteniéndola delante de él.
—
Romanus sum
—dijo en voz muy baja.
Barber sonrió.
—No, no eres un puñetero romano. Al menos con esta espada inglesa. La romana era corta y puntiaguda, con dos bordes de acero afilados. A ellos les gustaba pelear de cerca, y a veces la usaban como una daga. Pero esto es un sable, Rob J., más largo y más pesado. La mejor de las armas, que mantiene a nuestro enemigo a distancia. Es una cuchilla, un hacha que corta seres humanos en lugar de árboles.
Recuperó la espada y se alejó de Rob.
Sujetándola con ambas manos, giró mientras la hoja destellaba y relumbraba en amplios círculos mortales, al acuchillar la luz del sol.
De improviso se detuvo y se inclinó sobre el sable, sin aliento.
—Prueba tú —le dijo, y le entregó el arma.
Escaso consuelo fue para Barber advertir cuan fácilmente su aprendiz empuñaba el pesado sable con una mano. «Es el arma de un hombre fuerte pensó con cierta envidia—, más eficaz cuando se la usa con la agilidad de juventud.»
A imitación de Barber, Rob la esgrimió y empezó a dar vueltas por el pequeño claro. La hoja silbaba a través del aire, y un ronco grito ajeno a su voluntad salió de su garganta. Barber lo observaba, más que vagamente perturbado, mientras barría a una invisible hueste a cintarazos.
La siguiente lección tuvo lugar varias noches más tarde, en una abarrotada y bulliciosa taberna de Fulford. Unos traficantes de ganado ingleses, de una caravana de caballos que iba hacia el norte, se encontraron allí con los boyeros daneses de una caravana que viajaba al sur. Ambos grupos pasarían la noche en el lugar; ahora bebían copiosamente y se observaban entre sí como manadas de perros de riña.
Rob estaba con Barber, bebiendo sidra, y no se sentía incomodo. No era una situación nueva, y sabían lo suficiente como para no dejarse llevar por el espíritu combativo.
Uno de los daneses salió a aliviar la vejiga. Al volver, acarreaba un cochinillo chillón bajo el brazo, y una cuerda. Ató un extremo de la cuerda al cuello del lechón y el otro a una estaca hincada en el centro de la taberna. A continuación golpeo la mesa con una jarra.
—¿Quién es lo bastante hombre para jugar conmigo al cerdo atascado? —gritó en dirección a los boyeros ingleses.
—¡Ah, Vitus! —grito, alentador, uno de sus compañeros, y comenzó a golpear su mesa, a lo que se unieron rápidamente todos sus amigos.
Los ingleses escucharon ceñudos el martilleo y las pullas; después, uno de ellos se encaminó a la estaca y movió la cabeza afirmativamente.
Media docena de los parroquianos más prudentes de la taberna tragaron sus bebidas y abandonaron el local.
Rob había empezado a incorporarse, siguiendo la costumbre de Barber de alejarse de cualquier sitio antes de que hubiera camorra, pero se sorprendió cuando su amo le apoyó una mano en el brazo para que volviera a sentarse.
—¡Dos peniques por Dustin! —gritó un boyero inglés.
En breve los dos grupos se afanaban en apostar. Los dos hombres eran más o menos equiparables. Ambos parecían estar en la veintena. El danés era más robusto y algo más bajo, mientras que el inglés tenía el alcance de brazo más largo.
Les vendaron los ojos con trapos y los ataron a la estaca, en sitios opuestos, mediante una cuerda de tres yardas de largo que rodeaba sus tobillos
—Un momento —pidió Dustin—. ¡Otro trago!
Sus amigos lo aclamaron, y cada uno de ellos le llevó un vaso de hidromiel, que él se echó rápidamente al coleto.
Los hombres con los ojos vendados desenvainaron sus dagas.
El cerdo, al que habían mantenido en ángulo recto con respecto a ambos, fue depositado en el suelo. Inmediatamente, el animal intento huir pero, atado como estaba, solo pudo correr en círculo.
—¡Dustin, el muy cabrón se acerca! —grito alguien.
El inglés se preparó y esperó, pero el sonido de las pisadas del cerdo quedó ahogado por los gritos de los hombres, y pasó delante de él sin que se diera cuenta.
—¡Ahora, Vitus! —gritó un danés.
Aterrorizado, el lechón se dirigió hacia el boyero danés. El hombre apuñalo tres veces sin acercarse, y la bestia huyó por donde había venido, chillando.
Dustin logró diferenciar los ruidos y se acercó al cochinillo por una dirección mientras Vitus se cerraba desde la otra.
El danés atacó al cerdo y Dustin resolló cuando la afilada hoja le hizo un tajo en el brazo.
—¡Norteño mal nacido!
Apuñaló el aire en un arco, pero no llegó cerca del cerdo chillón como el otro hombre.
Ahora el animal pasó como un rayo entre los pies de Vitus. El danés se aferró a la cuerda y logró acercarlo a su puñal en ristre. La primera puñalada acertó en la pata delantera derecha y el cerdo emitió una prolongada queja.
—¡Lo tienes, Vitus!
—¡Liquídalo para que mañana podamos comerlo!
El lechón era ahora un blanco excelente a causa de sus chillidos, y Dustin se abalanzó. La mano que empuñaba el arma rozó el costado del animal, con un ruido sordo la hoja se enterró hasta la empuñadura en el vientre de Vitus.
El danés se limitó a gruñir suavemente, pero dio un paso atrás, abriéndose las carnes al retroceder.
Solo se oían en la taberna los alaridos del lechón.
—Deja la daga, Dustin; lo has mandado al otro mundo —ordenó uno de los ingleses.
Entre todos rodearon al boyero, le arrancaron la venda de los ojos y le cortaron las ataduras.
Mudos, los boyeros daneses sacaron a su amigo antes de que los sajones reaccionaran o alguien llamara a los ayudantes del magistrado. Barber suspiró.
—Vayamos a examinarlo, pues como cirujanos barberos que somos debemos prestarle auxilio.
Pero era evidente que no podían hacer mucho por él. Vitus yacía de espaldas, como si estuviera roto, con los ojos muy abiertos y la cara gris. En la herida abierta de su vientre rasgado vieron que tenía las entrañas partidas en dos. Barber cogió a Rob del brazo y lo forzó a ponerse en cuclillas a su lado.
—Míralo —dijo con tono firme.
Había capas: piel bronceada, carne pálida, un revestimiento viscoso. El intestino tenía el color rosa de un huevo de Pascua teñido, y la sangre era muy roja.
—Es curioso, pero un hombre abierto apesta mucho más que cualquier animal abierto —comentó Barber.
Manaba sangre de la pared abdominal, y en un chorro espeso el intestino vacío de material fecal. El hombre murmuraba débilmente en danés; tal vez rezaba.
Rob tuvo nauseas pero Barber lo retuvo sin miramientos junto al caído, como quien refriega el morro de un perrito en sus propios excrementos.
Rob tomó la mano del boyero. El hombre era como un saco de arena con un agujero en el fondo. Y Rob sintió como se le iba la vida. Agachado, le sostuvo la mano apretadamente hasta que no quedó arena en el saco, y el alma de Vitus produjo un crujido seco como el de una hoja marchita. Por último se apagó.
Siguieron practicando con las armas, pero ahora Rob se mostraba más reflexivo y no tan ansioso.
Pasaba más tiempo pensando en el don. Observaba a Barber y lo escuchaba, aprendiendo todo lo que sabía. A medida que se familiarizó con las dolencias y sus síntomas, comenzó a jugar un juego secreto, tratando de determinar, a partir de las apariencias, qué enfermedad afligía a cada paciente.
En Richmond, un pueblo de Northumbria, vieron en la cola de espera un hombre macilento, de ojos legañosos y una tos angustiosa.
—¿Cuál es su enfermedad? —preguntó Barber a Rob.
—¿Tisis?
Barber sonrió aprobadoramente.
Pero cuando al paciente que tosía le tocó el turno de ver al cirujano barbero, Rob le tomó las manos para acompañarlo al otro lado del biombo: era el contacto de un agonizante; todos los sentidos indicaban a Rob que el hombre era demasiado fuerte para padecer de consunción. Percibió que había cogido un catarral y que muy pronto se libraría de esa molestia meramente pasajera.
No tenía razones para contradecir a Barber; pero así, gradualmente tomó conciencia de que el don no solo servia para predecir la muerte, sino que podía resultar útil a fin de estudiar enfermedades y, tal vez, para ayudar a los vivos.
Incitatus
arrastró lentamente el carromato encarnado en dirección norte a través de Inglaterra, pueblo por pueblo, algunos demasiado pequeños para tener nombre. Cada vez que llegaban a un monasterio o iglesia, Barber aguardaba pacientemente en el carromato, mientras Rob preguntaba por el padre Ranald Lovell y el chico llamado William Cole, pero nadie los había oído nombrar.
En algún sitio, entre Carlisle y Newcastle-upon-Tyne, Rob se encaramó un muro de piedra levantado novecientos años atrás por la cohorte de Adriano para proteger a Inglaterra de los merodeadores escoceses. Sentado en Inglaterra y contemplando Escocia, Rob se dijo que la posibilidad más prometedora de ver a alguien de su propia sangre se hallaba en Salisbury donde los Haverhill habían llevado a su hermana Anne Mary.