Transportó una de las cajas de hidromiel al carro, volvió sobre sus pasos y levantó la otra. Estaba a mitad de camino cuando se le cayó la caja con gran estrépito. Una mirada de desconcierto se reflejó en su semblante.
Se llevó una mano al pecho e hizo una mueca. Rob notó que el dolor le hacia meter la cabeza entre los hombros.
—Robert —dijo.
Era la primera vez que Rob oía a Barber pronunciar su nombre de pila.
Dio un paso hacia él, tendiéndole ambas manos.
Pero antes de que Rob llegara a su lado, dejó de respirar. A la manera de un árbol gigantesco —no; como un alud, como la muerte de una montaña— Barber se tambaleó y se desplomó, estrellándose en tierra.
—No lo conocía.
—Era mi amigo.
—Tampoco te había visto nunca aquí —dijo el sacerdote secamente.
—Me estás viendo ahora.
Rob había descargado sus pertenencias del carro y las ocultó detrás de un saucedal, con el fin de hacer lugar para el cadáver de Barber. Condujo seis horas hasta llegar a la pequeña aldea de Aire's Cross, con su antigua iglesia. Ahora, aquel clérigo de ojos mezquinos hacia preguntas suspicaces y tercas, como si Barber solo hubiese fingido morir con el único propósito de causarle inconvenientes.
El sacerdote hizo un gesto de desdén, en abierta desaprobación, cuando averiguó lo que en vida había sido Barber.
—Medico, cirujano o barbero... Todos ofenden la obvia verdad de que solo la Trinidad y los santos tienen auténtico poder para curar.
Rob estaba agobiado de intensas emociones y nada dispuesto a escuchar perorata. «¡Ya está bien!», refunfuñó en silencio. Experimentó la sensación de que Barber le aconsejaba contenerse. Habló al sacerdote en voz baja y complaciente e hizo una considerable contribución para la iglesia. Por último, el sacerdote sorbió las narices.
—El arzobispo Wulfstan ha prohibido a los sacerdotes que persuadan a los feligreses de otra parroquia con sus diezmos y derechos.
—Él no era feligrés de otra parroquia.
Finalmente acordaron el entierro en sagrado. Por suerte, Rob había llevado la bolsa llena. La cuestión no podía demorarse, pues la atmósfera ya olía a muerte. El ebanista de la aldea se impresionó al imaginar el tamaño del cajón que tendría que construir. La fosa debía ser correspondientemente onerosa, y Rob la cavó en un rincón del camposanto.
Rob creía que Aire's Cross llevaba ese nombre porque marcaba un vado en el río Aire, pero el sacerdote aclaró que la aldea se llamaba así por un gran crucifijo de roble lustrado que había en el interior de la iglesia. Delante del altar, al pie de la enorme cruz, fue colocado el ataúd de Barber cubierto de romero. Por pura casualidad ese día era la fiesta de San Calixto, y la asistencia a la iglesia fue numerosa. Cuando llegaron al
Kyrie eleison
, el pequeño santuario estaba casi lleno.
—Señor ten piedad. Cristo ten piedad —salmodiaron.
Solo había dos ventanas pequeñas. El incienso luchaba contra el hedor pero entraba algo de aire a través de los muros de árboles partidos y el techo de paja, haciendo que las velas de junco parpadearan en sus casquillos. Seis altos cirios se debatían contra las penumbras en un círculo que rodeaba el ataúd. Un paño mortuorio blanco cubría todo el cuerpo de Barber salvo la cara. Rob le había cerrado los ojos y parecía dormido, o tal vez muy borracho.
—¿Era tu padre?—susurró una anciana.
Rob vaciló, pero luego le pareció más fácil asentir. La mujer suspiró y le tocó el brazo.
Rob había pagado una misa de réquiem en la cual la gente participó con conmovedora solemnidad, y notó, satisfecho, que Barber no habría sido mejor atendido si hubiese pertenecido a un gremio, ni más respetuosamente despedido de este mundo si su mortaja hubiese sido del púrpura de la realeza.
Al concluir la misa, y cuando la gente se marchó, Rob se acercó al altar. Se arrodilló cuatro veces e hizo la señal de la cruz sobre su pecho tal como le había enseñado mamá tanto tiempo atrás, inclinando la cabeza por separado ante Dios, Su Hijo, Nuestra Señora y, finalmente, ante los apóstoles y todas las almas benditas.
El sacerdote recorrió la iglesia y apagó ahorrativamente las velas de junco; lo dejó solo para que llorara a su muerto, junto al féretro.
Rob no salió a comer ni a beber; permaneció de rodillas, como suspendido entre la danzarina luz del cirio y la pesada negrura.
Pasó el tiempo sin que se diera cuenta.
Se sobresaltó cuando las campanas tocaron a maitines, se incorporó y avanzó por el pasillo dando bandazos sobre sus piernas entumecidas.
—Haz la reverencia —dijo fríamente el sacerdote.
Hizo la reverencia, y una vez fuera bajó por el camino. Debajo de un árbol orinó; volvió y se lavó la cara y las manos con agua del cubo que estaba junto a la puerta, mientras en la iglesia el sacerdote concluía el oficio de medianoche.
Poco después, el sacerdote sopló por segunda vez los cirios, dejando Rob solo en la oscuridad, con Barber.
Ahora Rob se permitió pensar en cómo lo había salvado aquel hombre en Londres, siendo él un crío. Recordó a Barber cuando era bonachón y cuando no lo era; su tierno placer para preparar y compartir la comida; su egoísmo; su paciencia para instruirlo y su crueldad; su natural libidinoso y sus atinados consejos; sus risas y sus iras; su talante afectuoso y sus borracheras.
Lo que habían intercambiado no era amor; Rob lo sabía. Sin embargo, había sido tan buen sustituto del amor, que cuando las primeras luces agrisaron el cerúleo rostro, Rob J. lloró con amargura, y no únicamente por Henry Croft.
Barber fue enterrado con alabanzas. El sacerdote no pasó mucho tiempo ante la sepultura.
—Puedes rellenarla —dijo a Rob.
Mientras la piedra y los guijos resonaban en la tapa, Rob lo oyó murmurar en latín algo referente a la segura esperanza en la Resurrección.
Rob hizo lo que había hecho por su familia. Recordando sus tumbas perdidas, pagó al sacerdote para que se encargara una lapida y especificó cual debía ser la inscripción:
Henry Croft
Cirujano barbero
Falleció el 11 de julio del año 1030 A. D.
—¿Acaso
Requiescat in pace
o algo así? —preguntó el sacerdote.
El único epitafio que se le ocurrió sería fiel a Barber:
Carpe diem
, «goza el momento». Sin embargo...
Entonces Rob sonrió.
El sacerdote evidenció fastidio cuando oyó lo que había decidido. Pero el formidable y joven forastero era el que pagaba la lápida e insistió, de modo que el clérigo tomó nota.
Fumum vendid
, «vendía humo».
Al advertir que ese sacerdote de mirada fría guardaba el dinero con expresión satisfecha, Rob pensó que no sería extraño que un barbero cirujano muerto se quedara sin su epitafio, al no tener a nadie en Aires's Cross que se ocupara de él.
—En breve volveré para ver si todo se ha hecho a mi entera satisfacción.
Un velo cubrió los ojos del sacerdote.
—Ve con Dios —dijo brevemente, y volvió a entrar en la iglesia.
Con los huesos molidos y hambriento, Rob condujo a
Caballo
hasta donde había dejado sus cosas, entre los sauces.
Todo estaba intacto. Volvió a cargarlo en el carromato, se sentó en la hierba y comió. Lo que quedaba del pastel de carne estaba estropeado, pero masticó y tragó un pan duro que Barber había horneado cuatro días antes.
Entonces se dio cuenta de que era el heredero. Aquella era su yegua y aquel su carromato. Había heredado los instrumentos y las técnicas, las gastadas mantas de piel, las pelotas para juegos malabares y los trucos mágicos, el deslumbramiento y el humo, la decisión en cuanto a donde ir mañana y al día siguiente.
Lo primero que hizo fue coger los frascos de la Serie Especial y estrellarlos contra una roca, rompiéndolos uno por uno.
Vendería las armas de Barber: las suyas eran mejores. Pero se colgó al cuello el cuerno.
Trepó al pescante y allí se sentó, solemne y erguido, como si de un tronco se tratara.
Quizá —pensó— buscara un ayudante.
Viajó como siempre lo hicieran, «dando un paseo por el mundo», según decía Barber. Durante los primeros días no logró obligarse a cargar el carromato ni a montar un espectáculo. En Lincoln se ofreció comida caliente en la taberna, pero nunca cocinaba; en general, se alimentaba de pan y queso hechos por otros. No probaba una gota de alcohol. En los atardeceres se sentaba junto a la fogata y lo asaltaba una terrible soledad.
Estaba esperando que ocurriera algo. Pero nada ocurría y pasado un tiempo, llegó a comprender que debía vivir su vida.
En Stafford resolvió volver a trabajar.
Caballo
aguzó las orejas e hizo caso mientras él tocaba el tambor y anunciaba su presencia en la plaza.
Todo fue como si siempre hubiese trabajado solo. La gente reunida ignoraba, que tendría que haber estado allí un hombre mayor para señalarle en qué momento poner principio y fin a los juegos malabares; un hombre que contaba los mejores cuentos. Pero se apiñaron, escucharon y rieron, observaban cautivados como dibujaba retratos, compraron su licor medicinal y esperaron en fila para que les atendieran detrás del biombo. Cuando Rob les cogía las manos, descubrió que había recuperado el don. Un herrero fornido que parecía capaz de levantar el mundo con las manos, tenía algo que le estaba consumiendo la vida y no duraría mucho. Una chica delgada cuya palidez habría sugerido una grave enfermedad, poseía una reserva de fortaleza y vitalidad que llenó de alegría a Rob cuando le tocó las manos. Tal vez, como había dicho Barber, el don estaba ahogado por el alcohol, y se había liberado con la abstinencia. Cualquiera que fuese la razón de su retorno, Rob sintió una efervescencia de excitación y el ansia de volver a rozar las siguientes manos.
Aquella tarde, al dejar Stafford, se detuvo en una granja para comprar tocino, y vio en el granero a la cazadora de ratones con una camada de gatitos.
—Escoged el que queráis —le dijo, esperanzado, el granjero—. Tendré que ahogarlos, pues los pequeños consumen comida.
Rob jugó con los mininos, sosteniendo una cuerda colgada delante de sus hocicos; todos se mostraron encantadores salvo una desdeñosa gatita blanca que permaneció altanera y despreciativa.
—Tú no quieres venirte conmigo, ¿he?
La gatita estaba muy compuesta y era la más bonita, pero cuando Rob intentó cogerla le arañó la mano.
Curiosamente, el gesto lo decidió más aun a llevársela. Le susurró tranquilizadoramente y fue un triunfo alzarla y alisarle el pelaje con los dedos.
—Me quedo con ésta —dijo, y dio las gracias al granjero.
A la mañana siguiente, preparó su desayuno y dio a la gatita pan empapado en leche. Al contemplar sus ojos verdosos reconoció cierta malicia felina y sonrió.
—Te llamaré
Señora Buffington
—le dijo.
Quizá alimentarla era la magia que faltaba.
Al cabo de unas horas ronroneaba, y se subió a su regazo cuando se sentó en el pescante.
Mediada la mañana, Rob apartó la gata al torcer una curva en Tettenl y encontrar a un hombre agachado junto a una mujer, al lado del camino.
—¿Qué os ocurre? —gritó Rob, y refrenó a
Caballo
.
Notó que la mujer respiraba. Su cara brillaba por el esfuerzo y tenía una tripa enorme.
—Le ha llegado el momento —contestó el hombre.
En el huerto, a sus espaldas, había media docena de canastas llenas de manzanas. El hombre iba vestido con harapos y no parecía el dueño de una rica propiedad. Rob conjeturó que era un labrador; sin duda trabajaba una gran extensión para un terrateniente a cambio del arriendo de una pequeñísima parcela de la que podía sacar el sustento para su familia.
—Estábamos recogiendo las frutas tempranas cuando empezaron los dolores. Echó a andar en dirección a la casa, pero no pudo seguir. Aquí no hay comadrona, pues la única que había murió esta primavera. Mandé a un chico corriendo a buscar al médico cuando me di cuenta de que no se vería desde este lugar.
—Entonces está bien —dijo Rob, y volvió a coger las riendas.
Estaba dispuesto a seguir su camino, porque se trataba exactamente del tipo de situación que Barber le había enseñado a evitar: si podía ayudar a la mujer le pagarían una insignificancia, pero si no podía, lo culparían de lo que ocurriera.