—Es mi Serie Especial —comentó Barber suavemente, sacudiéndose—. Pasado mañana estaremos en Oxford. El magistrado, que responde al nombre de Sir John Fitts, me cobra mucho a cambio de no expulsarme del condado. Dentro de quince días llegaremos a Bristol, donde el tabernero Potte suelta estentóreos insultos durante mis espectáculos. Siempre procuro tener regalos pequeños y adecuados para este tipo de individuos.
Cuando llegaron a Oxford, Rob no se retiró a practicar con las pelotas le colores. Se quedó y esperó a que apareciera el magistrado con su mugrienta túnica de raso. Era un hombre largo y delgado, de mejillas hundidas y una eterna sonrisa fría que parecía traducir un íntimo regocijo. Rob vio que Barber pagaba el soborno y luego, como reticente ocurrencia tardía ofrecía un frasco de hidromiel.
El magistrado abrió el frasco y engulló su contenido. Rob sospechaba que tendría náuseas, escupiría y ordenaría el arresto inmediato de ambos, pero Fitts acabó la última gota y se pasó la lengua por los labios.
—Un buen traguito.
—Muchas gracias, sir John.
—Dame varios frascos para llevar a casa.
Barber suspiró, como si se hubiera dejado engañar.
—Por descontado, mi señor.
Aunque los frascos con orines tenían una raya para distinguir los de hidromiel sin diluir y se guardaban en un rincón del carromato, Rob no se atrevió a probar ningún licor por temor a equivocarse. La existencia de la Serie Especial logró que toda la hidromiel le resultara repugnante, y tal vez esto lo salvó de convertirse en borrachín a tierna edad.
Hacer malabarismos con tres pelotas era espantosamente difícil. Practicó durante tres semanas sin obtener grandes resultados. Empezó por sostener dos pelotas con la mano derecha y una con la izquierda. Barber le indicó que hiciera malabarismos con dos pelotas en una sola mano, cosa que ya había aprendido. Cuando Rob creía llegado el momento oportuno, incorporaba la tercera pelota al mismo ritmo. Dos pelotas subían juntas, luego una, después dos, a continuación una... La solitaria pelota que se balanceaba en las otras creaba una bonita imagen, pero no era verdadera prestidigitación. Cada vez que intentaba un salto cruzado con las tres pelotas tenía problemas.
Practicaba siempre que podía. Por la noche, en sueños, veía las pelotas de colores danzando por los aires, ligeras como pájaros. Cuando estaba despierto intentaba lanzarlas como en sueños, pero no tardaba en verse en figurillas.
Se encontraban en Stratford cuando le cogió el tranquillo. No percibió nada distinto en el modo en que las lanzaba o las cogía. Lisa y llanamente, había encontrado el ritmo, las tres pelotas parecían elevarse de forma natural de sus manos y caían como si formaran parte de su ser.
Barber estaba satisfecho.
—Hoy es el día de mi nacimiento y me has hecho un buen regalo —dijo.
—Para celebrar ambos acontecimientos fueron al mercado y compraron un corte de venado joven para asar, que Barber hirvió, mechó, condimentó con yerbabuena y acedera y luego asó en cerveza, acompañado de zanahorias y peras dulces.
¿Cuál es el día de tu cumpleaños? —pregunto mientras comían.
—Tres días después de St. Swithin.
¡Pues ya pasó y ni siquiera lo mencionaste!
Rob no respondió. Barber miró a su aprendiz y asintió con la cabeza.
Luego cortó más carne y la puso en el plato de Rob.
Esa noche Barber lo llevó a la taberna de Stratford. Rob tomó sidra dulce, pero Barber bebió cerveza nueva y entonó una canción para celebrar el día. Aunque no tenía una gran voz, era capaz de seguir una melodía.
Cuando acabó, se oyeron aplausos y golpes con las jarras sobre las mesas. A una mesa de un rincón había dos mujeres, las únicas presentes. Una era joven, corpulenta y rubia. La otra, delgada y mayor, con manchones grises en su cabellera castaña.
—¡Más! —gritó descaradamente la mujer mayor.
—Señora, sois insaciable —replicó Barber. Echó hacia atrás la cabeza y cantó:
Aquí va una nueva y alegre canción para los galanteos de una viuda madura,
que dio cama a un canalla que fue su triste ruina.
¡El hombre la montó, la hizo saltar y sacudióla
y le robó todo su oro a cambio del cuerpo a cuerpo.
Las mujeres se desternillaban de risa, tapándose los ojos con las manos.
Barber les invitó a cerveza y entonó:
Tus ojos me acariciaron una vez
tus brazos me rodean ahora...
Mas tarde nos revolcaremos juntos,
de modo que no hagas grandes promesas.
Con sorprendente agilidad para un hombre de su corpulencia, Barber danzó un frenético paso de zuecos con cada una de las mujeres, mientras los parroquianos de la taberna batían palmas y gritaban. Dio vueltas e hizo girar rápidamente a las embelesadas mujeres, ya que bajo la grasa se ocultaban los músculos de un caballo de tiro. Rob se quedó dormido inmediatamente después de que Barber llevara a las mujeres a la mesa. Apenas reparó en que lo despertaban y que las mujeres lo sostenían mientras ayudaban a Barber a guiarlo trastabillando hasta el campamento.
Cuando despertó a la mañana siguiente, los tres yacían bajo el carro, enredados como enormes serpientes muertas.
Rob se interesaba cada vez más por los pechos y se acercó para estudiar a las mujeres. La más joven poseía un seno oscilante con gruesos pezones encajados en grandes areolas marrones pobladas de vello. La mayor era casi plana, con pequeñas tetas azuladas como las de una perra o las de una cerda.
Barber abrió un ojo y lo vio fijar en su memoria los cuerpos de las mujeres. Luego se levantó y palmeó a sus compañeras, que se mostraron enfadadas y soñolientas. Las despertó para que desocuparan el lecho y así poder guardarlo en el carro mientras Rob enganchaba el caballo. Dio de regalo a cada una, una moneda y un frasco de Panacea Universal. Despreciados por una garza aleteante, el barbero y Rob salieron de Stratford en el mismo momento en que el sol teñía de rosa el río.
Una mañana Rob intentó hacer sonar el cuerno y, en lugar de una bocanada de aire, se oyó el sonido completo. Poco después el aprendiz señalaba orgulloso sus avances cotidianos con esa llamada solitaria y retumbante. A medida que el verano tocaba a su fin y los días se tornaban cada vez más cortos, pusieron rumbo al suroeste.
—Tengo una casita en Exmouth —le contó Barber—. Procuro pasar los viernes en la benigna costa porque el frío me desagrada.
Entregó a Rob una pelota marrón.
Los malabarismos con cuatro pelotas no eran de temer, porque ya sabía hacer juegos con dos pelotas en una mano y ahora lo intentaba con dos petas en cada mano. Practicaba constantemente, pero tenía prohibido hacer juegos mientras viajaban en el pescante, ya que solía fallar y Barber se hartaba de refrenar el caballo y esperar a que se apeara para recoger las pelotas.
A veces llegaban a un sitio donde los chicos de su edad chapoteaban en el río o reían y jugueteaban, y entonces sentía la nostalgia de la niñez. Sin embargo, ya era distinto a ellos. ¿Acaso habían luchado con un oso? ¿Podían hacer juegos malabares con cuatro pelotas? ¿Sabían tocar el cuerno sajón?
En Glastonbury realizó juegos malabares en el cementerio de la aldea delante de un asombrado grupo de chiquillos, mientras Barber actuaba en la zona cercana y oía las risas y los aplausos del público. Barber fue tajante en la condena:
—No debes actuar a menos que te conviertas en un auténtico prestidigitador, cosa que puede ocurrir o no. ¿Lo has comprendido?
—Sí, Barber.
Por fin llegaron a Exmouth una noche de finales de octubre. La casa, que se alzaba a pocos minutos a pie desde la orilla del mar, estaba desolada y abandonada.
—Había sido una granja con sus campos, pero la compré sin tierras y, por tanto, barata —explicó Barber—. La cuadra está en el antiguo henil y el carromato se guarda en el granero.
El cobertizo que fuera establo de la vaca del anterior propietario, servía ahora de leñera. La vivienda era poco mayor que la casa de la calle de los Carpinteros, de Londres, y como aquélla tenía techo de paja, pero en lugar del agujero para la salida del humo contaba con una gran chimenea de piedra. Barber había colocado dentro de la chimenea unas llaves de hierro, un trípode, una pala, útiles de chimenea de gran tamaño, un caldero y un gancho para colgar carne. Junto a la chimenea se alzaba un horno y, muy cerca, un inmenso armazón de cama. En inviernos anteriores Barber había ido llevando enseres para hacer más cómoda la casa. También había una artesa, una mesa, un banco, una quesera, varias jarras y unos pocos cestos.
En cuanto encendieron fuego en el hogar, recalentaron los restos de un jamón que los había alimentado toda la semana. La carne curada tenía un sabor fuerte y el pan estaba cubierto de moho. No era el tipo de comida digna de su maestro.
—Mañana nos aprovisionaremos —dijo Barber, taciturno.
Rob cogió las pelotas de madera y practicó lanzamientos cruzados bajo la luz parpadeante. Tuvo buena suerte, pero al final las pelotas rodaron por el suelo.
Barber extrajo una pelota amarilla de su bolsa y la arrojo para que quedara junto a las demás.
Roja, azul, marrón y verde. Y ahora, amarilla.
Rob pensó en los colores del arco iris y sintió que se hundía en la más negra desesperación. Se incorporó y miró a Barber. Supo que el hombre percibiría en sus ojos una resistencia que hasta entonces nunca se había manifestado, pero no pudo evitarlo.
—¿Cuántas más?
Barber comprendió la pregunta y captó su desesperación.
—Ninguna. Es la última —respondió, sereno.
Trabajaron a fin de prepararse para el invierno. Aunque había leña suficiente, era necesario cortar más. También había que recoger leña fina, cortarla y apilarla cerca de la chimenea. La casa contaba con dos habitaciones, una para vivir y la otra para despensa. Barber sabía exactamente a donde tenía que dirigirse para conseguir las mejores provisiones. Compraron nabos, cebollas y un cesto de calabazas. En un huerto de Exeter adquirieron un tonel de manzanas de piel dorada y carne blanca y lo llevaron a casa en el carromato. Prepararon un barril de cerdo en salmuera. En una granja vecina disponían de sala para ahumar, así que compraron jamones y caballas y los hicieron ahumar a cambio de dinero. Los colgaron junto a un cuarto de cordero que también habían comprado. Allí, en lo alto, secándose, aguardaban la época en que los necesitarían. Acostumbrado a que la gente cazara y pescara furtivamente o produjera lo que comía, el campesino se asombró de que un hombre común comprara tanta carne.
Rob detestaba la pelota amarilla. Y la pelota amarilla fue su perdición.
De buen principio, hacer juegos malabares con cinco pelotas le parecía mal. Tenía que sostener tres pelotas con la mano derecha. En la izquierda apretaba la pelota más baja contra la palma de la mano con el anular y el meñique, mientras la de arriba quedaba encajada entre su pulgar, su índice y el dedo corazón. En la derecha, sostenía la pelota más baja del mismo modo, pero la de arriba quedaba encarcelada entre su pulgar y su índice y la del medio, encajaba entre el índice y el dedo corazón. Apenas podía sostenerlas, para no hablar de lanzarlas.
Barber intentó ayudarlo.
—Cuando haces malabarismos con cinco pelotas, muchas de las reglas que has aprendido ya no sirven. Ahora no puedes lanzar la pelota; tienes que echarla hacia arriba con las yemas de los dedos. A fin de tener tiempo suficiente para hacer malabarismos con las cinco, has de lanzarlas muy alto. Primero sueltas una pelota de la mano derecha. Inmediatamente, otra pelota debe abandonar tu mano izquierda, luego la derecha, de nuevo la izquierda después la derecha. ¡Lanza-lanza-lanza-lanza! ¡Debes hacerlo muy rápidamente!
Rob lo intentó y se encontró bajo una lluvia de pelotas. Sus manos procuraban asirlas, pero se desmoronaban a su alrededor y rodaban hasta las esquinas de la estancia. Barber sonrió y dijo:
—Este será tu trabajo del invierno.
El agua sabía amarga porque la fuente de atrás estaba atascada por una densa capa de hojas de roble en pu
treif
acción. Rob encontró un rastrillo de madera en la cuadra y recogió grandes montones de hojas negras e impregnadas de agua. Apiló arena en una ribera cercana y roció la fuente con una gruesa capa. Cuando el agua turbia se asentó, volvió a ser potable.
El invierno, una estación extraña, llegó pronto. A Rob le gustaban los inviernos de verdad, con el suelo nevado. Ese año en Exmouth llovió la mitad de los días, y cada vez que nevaba los copos se derretían sobre la tierra húmeda. No había hielo salvo las diminutas agujas que encontró en el agua de la fuente. El viento marítimo siempre era frío y húmedo, y la casita formaba parte de la humedad general. Por la noche dormía en la gran cama, con Barber. Aunque el barbero se acostaba más cerca del fuego de la chimenea, su corpulencia despedía bastante calor.
Llegó a odiar los malabarismos. Hizo esfuerzos desesperados por manipular las cinco pelotas, pero no llegó a recoger más de dos o tres. Cuando tenía dos pelotas e intentaba coger la tercera, la descendente solía golpear las que tenía en la mano y salía disparada.
Se dedicó a realizar cualquier tarea que le impidiera practicar los juegos malabares. Sacaba los excrementos nocturnos sin que nadie se lo pidiera y limpiaba el orinal de piedra cada vez que lo utilizaban. Recogió más leña de la necesaria, y constantemente llenaba la jarra de agua. Cepilló a
Incitatus
hasta que su piel gris relució, y trenzó sus crines. Revisó cada una de las manzanas del barril para entresacar la fruta podrida. Tenía la casa aún más limpia de lo que su madre la había tenido en Londres.