El médico (17 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Editha lo vio sacar monedas de la bolsa y dejarlas sobre la mesa.

—Solo por esta vez —le advirtió Barber, con su sentido práctico—. Si vuelve a visitarte...

Ella meneó la cabeza.

—En estos tiempos me hace mucha compañía un carretero. Un buen hombre, con casa en la ciudad de Exeter y tres hijos. Creo que se casará conmigo.

—¿Y le advertiste a Rob que no siguiera mi ejemplo?

—Le dije que cuando bebes con frecuencia te vuelves brutal y eres menos que un hombre.

—No recuerdo haberte pedido que le dijeras eso.

—Se lo dije basándome en mis propias observaciones. —Sostuvo con firmeza la mirada de Barber—. Y también repetí tus palabras, tal como me indicaste. Le dije que su amo se había consumido con la bebida y las mujeres indignas. Le aconsejé que fuera exigente consigo mismo y que hiciera caso omiso de tu ejemplo. —Barber la escuchaba con expresión grave—. No soportó que te criticara —agregó Editha secamente—. Me dijo que eras un hombre sin par cuando estabas sobrio y un excelente amo que lo colma de bondades.

—¿De verdad? —preguntó Barber.

Ella estaba familiarizada con las emociones que asomaban al rostro de un hombre, y notó que aquel estaba henchido de placer.

Barber cogió el sombrero y se encaminó a la puerta. Ella guardó el dinero y volvió a la cama, desde donde lo oyó silbar.

A veces los hombres eran reconfortantes y otras veces se comportaban como animales, «pero siempre son un enigma», se dijo Editha antes de volver a dormirse.

13
LONDRES

Charles Bostock parecía más un árbitro de elegancias que un mercader.

Elevaba su largo pelo rubio sujeto con lazos y cintas, y toda su vestimenta de terciopelo rojo, obviamente costosa a pesar de la capa de polvo con que la había cubierto el viaje. Usaba zapatos puntiagudos de cuero flexible, tan idóneos para ser exhibidos como para prestar rústicos servicios. Pero tenia una fría luz de regateador en sus ojos e iba montado en un hermoso caballo blanco, rodeado por una tropa de sirvientes bien armados, para protegerse de los ladrones. Se entretenía charlando con el cirujano barbero, al que había permitido sumar su carromato a la caravana de caballos cargados con sal de la salina de Arundel.

—Poseo tres depósitos a orillas del río y arriendo otros. Nosotros, los vendedores ambulantes, estamos haciendo un nuevo Londres y, por ende, somos útiles al rey y a todos los ingleses.

Barber asintió cortésmente, harto de aquel jactancioso, pero contento por la oportunidad de viajar a Londres bajo la protección de sus armas, pues abundaban los salteadores de caminos a medida que uno se aproximaba a la ciudad.

—¿Cuál es vuestro negocio? —le preguntó.

—Dentro de nuestra isla-nación, me dedico sobre todo a la compra de objetos de hierro. Pero también adquiero artículos preciosos que no se producen en esta tierra o los traigo de allende el mar: pieles, sedas, oro y gemas lujosas, prendas de vestir curiosas, pigmentos, vino, aceite, marfil y bronce, cobre y estaño, plata, cristal y artículos similares.

—Entonces, ¿habéis viajado mucho por tierras extranjeras?

El mercader sonrió.

—No; aunque pienso hacerlo. He realizado un solo viaje a Génova, de donde traje colgaduras que, imaginaba, serían compradas por mis colegas más ricos, para sus casas solariegas. Pero antes de que estos pudiesen verlas, fueron adquiridas para los castillos de varios condes que ayudan a nuestro rey Canuto a gobernar la tierra.

»Haré como mínimo otros dos viajes, porque el rey Canuto promete dar un título equivalente al de barón a todo mercader que vaya tres veces al extranjero en interés del comercio inglés. De momento, pago a otros para que viajen, mientras yo atiendo mis negocios en Londres.

—Por favor, habladnos de las novedades de la ciudad —pidió Barber, y Bostock accedió, altanero.

El rey Canuto había construido una inmensa mansión muy cerca del lado oriental de la abadía de Westminster, informó. El rey, danés por nacimiento, gozaba de gran popularidad porque había promulgado una nueva ley que otorgaba a todo inglés nacido libre el derecho a cazar en su propiedad..., derecho que anteriormente estaba reservado al rey y a sus nobles.

—Ahora cualquier terrateniente puede cazar un corzo, como si fuera el monarca de su propia tierra.

Canuto había sucedido a su hermano Haroldo como rey de Dinamarca y gobernaba ese país además de Inglaterra, aclaró Bostock.

—Tiene el predominio de todo el mar del Norte, y ha levantado una armada de buques negros que barren de piratas el océano, dando seguridad a Inglaterra, que por fin disfruta de una paz verdadera en un centenar de años.

Rob apenas prestaba atención al diálogo. Cuando se detuvieron para cenar en Alton, montó el espectáculo con Barber para pagar el lugar que les habían permitido ocupar en el séquito del mercader. Bostock rió a carcajadas y aplaudió delirantemente sus juegos malabares. Regaló dos peniques a Rob.

—Te vendrán bien en la metrópoli, donde las chicas están carísimas —dijo, y le guiñó un ojo.

Rob le dio las gracias, aunque sus pensamientos estaban en otro sitio. Cuánto más se aproximaban a Londres, más explícitas se tornaban sus expectativas. Acamparon en las tierras de una granja de Reading, a solo un día de viaje de la ciudad que lo vio nacer. Se pasó la noche en vela tratando de decidir a cual de sus hermanos vería primero.

Al día siguiente, comenzó a descubrir hitos que recordaba: un robledal, una roca muy grande, un cruce de caminos cercano a la colina en la que él y Barber habían acampado aquella primera noche. Cada una de estas marcas hizo palpitar su corazón y hormiguear su sangre. Por la tarde se separaron de la caravana, en Southwark, donde el mercader debía ocuparse de sus negocios. Southwark tenía muchas más cosas de las que había visto la última vez que estuvo allí. Desde el talud observaron los nuevos depósitos que estaban levantando en la ribera pantanosa, cerca de la antigua grada del trasbordador, y en el río, muchos barcos extranjeros llenaban los amarraderos.

Barber guió a
Incitatus
a través del Puente de Londres, por un carril para tráfico. Al otro lado había una multitud de personas y animales, tan congestionada que no pudieron girar el carromato hacia la Calle del Támesis y se vieron obligados a seguir recto, para torcer a la izquierda por la calle de la Iglesia Francesa, cruzando el Walbrook y traqueteando luego por los adoquines hasta Cheapside. Rob no podía estarse quieto, pues los viejos barrios de casitas de madera deterioradas por el paso del tiempo no parecían haber cambiado.

Barber hizo torcer al caballo a la derecha en Aldersgate, y luego a la izquierda por Newgate; la incógnita de Rob acerca de sus hermanos quedó resuelta, pues la panadería estaba en esa calle, Newgate, de modo que la primera a quien visitaría sería Anne Mary.

Recordó la casa estrecha con la panadería en la planta baja, y miró ansiosamente de un lado a otro hasta que la divisó.

—¡Aquí, para! —gritó a Barber, y se deslizó del pescante sin dar tiempo a
Incitatus
a detenerse.

Pero cuando cruzó la calle notó que la tienda correspondía a un abastecedor de buques. Desconcertado, abrió la puerta y entró. Un pelirrojo que estaba sentado detrás del mostrador levantó la vista al oír el sonido de la campanilla que colgaba de la puerta.

—¿Qué pasó con la panadería?

El hombre se encogió de hombros detrás de una pila de cabos pulcramente enrollados.

—¿Los Haverhill todavía viven arriba?

—No, ahí vivo yo. He oído decir que antes había unos panaderos.

Pero, según explicó, la tienda estaba vacía cuando compró todo dos años atrás a Durman Monk, que vivía calle abajo.

Rob dejó a Barber esperando en el carro y buscó a Durman Monk, quien resultó ser un anciano solitario, encantado con la oportunidad de charlar, en una casa llena de gatos.

—De modo que tú eres hermano de la pequeña Anne Mary. La recuerdo; era una gatita dulce y amable. Conocí muy bien a los Haverhill y los consideraba excelentes vecinos. Se han trasladado a Salisbury —dijo el viejo, en tanto acariciaba a un gato atigrado de mirada salvaje.

Se le hizo un nudo en el estómago cuando entró en la casa del gremio, que correspondía a su memoria hasta en los últimos detalles, incluido el pedazo de argamasa que faltaba en la pared de zarzo revocado de encima de la puerta. Había unos pocos carpinteros bebiendo, pero Rob no vio ninguna cara conocida.

—¿No está Bukerel aquí?

Uno de los carpinteros dejó su jarra de cerveza.

—¿Quién? ¿Richard Bukerel?

—Sí, Richard Bukerel.

—Falleció hace ahora dos años.

Rob sintió algo más que un retortijón, porque Bukerel había sido bondadoso con él.

—¿Quién es ahora jefe carpintero?

—Luard —respondió el hombre lacónicamente—. ¡Tú! —gritó a un aprendiz—. Ve a buscar a Luard y dile que lo busca un mozuelo.

Luard salió del fondo de la sala; era un hombre fornido y de cara arrugada, algo joven para ser jefe carpintero. Asintió sin sorprenderse cuando Rob le pidió por el paradero de un miembro de la Corporación.

Le llevó unos minutos volver las páginas apergaminadas de un voluminoso libro mayor.

—Aquí está —dijo por último y sacudió la cabeza—. Tengo una inscripción vencida de un carpintero subalterno llamado Aylwyn, pero no hay ninguna anotación desde hace unos años.

Entre los presentes en la sala de reuniones nadie conocía a Aylwyn ni sabía por qué ya no estaba en la nómina.

—Los cofrades se mudan, y con frecuencia se apuntan en el gremio del lugar —comentó Luard.

—¿Qué ha sido de Turner Horne?—inquirió Rob.

—¿El maestro carpintero? Sigue allí, en la misma casa de siempre.

Rob suspiró aliviado; en cualquier caso, vería a Samuel. Uno de los que estaban por allí se levantó, llevó aparte a Luard y cuchichearon.

Luard carraspeó.

—Turner Horne es capataz de una cuadrilla que está construyendo una casa en Edred's Hithe —le dijo—. Cole, te sugiero que vayas directamente allí a hablar con él.

Rob paseó la mirada de uno a otro.

—No conozco Edred's Hithe.

—Es un sector nuevo. ¿Conoces Queen's Hithe, el viejo puente romano junto al murallón?

Rob asintió.

—Ve hasta Queen's Hithe. Una vez ahí, cualquiera te orientará para que llegues a Edred's Hithe —dijo Luard.

Muy cerca del murallón estaban los inevitables depósitos y más allá la calles con casas en las que vivía la gente corriente del puerto, fabricantes de velas, avíos y cordajes para embarcaciones, barqueros, estibadores, gabarreros y constructores de barcas. Queen's Hithe estaba densamente poblada y tenía una buena proporción de tabernas. En una fonda maloliente Rob recibió instrucciones para llegar a Edred's Hithe. Era un nuevo barrio que comenzaba en el límite del viejo, y encontró a Turner Lorne levantando una vivienda en una parcela de terreno pantanoso.

Horne bajó del tejado cuando lo llamaron, disgustado porque habían interrumpido su trabajo. Rob lo recordó en cuanto lo vio. El hombre se había vuelto coloradote y su pelo raleaba.

—Soy el hermano de Samuel, maestro Horne —dijo Rob—. Rob J. Cole.

—Así sea. Pero ¡cuánto has crecido!

Rob vio aflorar la pena en sus ojos honrados.

—Ha estado con nosotros menos de un año —explicó Horne, sencillamente—. Era un chico prometedor. La señora Horne estaba muy apegada a él. Siempre les decíamos que no jugaran en los muelles. A más de un adulto le ha costado la vida estar entre los vagones de carga cuando retroceden juntos cuatro caballos. Tanto peor para un niño de nueve años.

—Ocho. —Horne lo observó inquisitivamente—. Si ocurrió un año después de que vosotros le recogierais —aclaró Rob. Tenía los labios estirados y sus gestos no parecían querer moverse, dificultándole el habla—. Dos años menor que yo.

—Tú debes saberlo mejor —apostilló Horne con tono amable—. Está enterrado en San Botolph, en el fondo y a la derecha del camposanto. Nos dijeron que en ese lugar descansa tu padre. —Hizo una pausa—. En cuanto a las herramientas de tu padre —agregó torpemente—, una de las sierras se ha partido, pero los martillos siguen en buen estado. Puedes llevártelos.

Rob meneó la cabeza.

—Guárdalos tú, por favor. En memoria de Samuel.

Acamparon en una pradera cercana a Bishopsgate, próxima a las tierras húmedas del ángulo noreste de la ciudad. Al día siguiente Rob huyó del rebaño que pastaba y de las condolencias de Barber. A primera hora de la mañana estaba en su vieja calle recordando a los niños, hasta que salió una desconocida de la casa de la madre y echó agua de colada junto a la puerta.

Deambuló hasta encontrarse en Westminster, donde las casas a la vera del río eran cada vez menos frecuentes. Luego, los campos y prados del gran Monasterio se convertían en una nueva finca que solo podía ser la residencia del rey, rodeada de barracas para las tropas y de dependencias en las que, supuso Rob, se despachaban todos los asuntos nacionales. Vio a los temibles miembros de la guardia de corps, de los que se hablaba con respeto reverente en todas las tabernas. Eran hercúleos soldados daneses, escogidos por corpulencia y capacidad combativa para proteger al rey Canuto. Rob pensó que había demasiados hombres armados para un monarca amado por su pueblo. Desanduvo lo andado hacia la ciudad y, sin saber cómo, finalmente se encontró en San Pablo, donde alguien le apoyó una mano en el brazo.

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