El
hakim
no respondió a su pregunta.
—Opina que tú eres diferente. Un aprendiz especial —dijo al-Juzjani con tono resentido.
Si no fuese aprendiz de medicina y al-Juzjani no fuese el gran al-Juzjani, Rob habría pensado que estaba celoso de él.
—Y si no eres un aprendiz especial,
Dhimmi
, tendrás que vértelas conmigo.
El cirujano fijo en él sus ojos brillantes, y Rob comprendió que estaba muy achispado. Guardaron silenció mientras les servían el vino.
—Yo tenia diecisiete años cuando nos conocimos en Jurjan. Ibn Sina era pocos años mayor, pero mirarlo era como contemplar directamente el sol. ¡Por Alá! Mi padre cerró el trato. Ibn Sina me instruiría en medicina y yo sería su factotum. —Bebió reflexivamente—. Lo asistí en todo. Me enseñó matemática usando como texto el
Almagesto
. Y me dictó varios libros, incluyendo la primera parte del
Canon de la medicina
, cincuenta paginas cada día.
»Cuándo abandonó Jurjan lo seguí a media docena de sitios. En Hamadhan, el emir lo hizo visir, pero el ejército se rebeló e Ibn Sina dio con sus huesos en la cárcel. Al principio dijeron que lo matarían, pero finalmente lo soltaron... ¡Afortunado hijo de yegua! Poco después, el emir se vio atormentado por el cólico, Ibn Sina lo curó y por segunda vez le otorgaron el visirato.
»Estuve con él mientras fue médico, recluso o visir. Era tanto mi amigo como mi maestro. Todas las noches los pupilos se reunían en su casa, donde yo leía en voz alta el libro llamado La curación u otro leía el Canon. Reza se aseguraba de que siempre tuviéramos buena comida a mano. Cuando terminábamos, bebíamos ingentes cantidades de vino y salíamos a buscar mujeres. Era un compañero de alegría insuperable, y jugaba con el mismo empeño que trabajaba. Tenía docenas de bellos coitos...; quizá follaba notablemente como hacia todo lo demás, mejor que cualquier hombre. Reza siempre lo supo, pero de todos modos lo amaba.
Desvió la mirada.
—Ahora ella esta enterrada y él, consumido. Por eso aleja de él a sus viejos amigos y todos los días camina a solas por la ciudad, haciendo regalos a los pobres.
—
Hakim
—dijo suavemente Rob.
Al-Juzjani fijó la mirada en el vacío.
—
Hakim
, ¿te acompaño a tu casa?
—Forastero, ahora quiero que me dejes en paz.
Rob asintió, le agradeció el vino y se marchó.
Esperó una semana, fue a la casa a plena luz del día y dejó su caballo en manos del guarda.
Ibn Sina estaba solo. Su mirada era serena. Él y Rob se sentaron cómodamente; a veces hablaban, a veces callaban.
—¿Ya eras médico cuando contrajiste matrimonio con ella, maestro?
—Era
hakim
a los dieciséis años. Nos casamos cuando yo tenía diez, año en el que memoricé el Corán, el año que inicié el estudio de las hierbas curativas.
Rob estaba pasmado.
—A esa edad yo me esforzaba por aprender trucos y el oficio de cirujano barbero.
Le contó a Ibn Sina como Barber lo había tomado de aprendiz al quedar huérfano.
—¿En qué trabajaba tu padre?
—Era carpintero.
—Conozco los gremios europeos —dijo Ibn Sina, y agregó—: He oído decir que en Europa hay poquísimos judíos y que no se permite su ingreso en los gremios.
«Lo sabe», pensó Rob angustiado.
—A unos pocos se les permite —tartamudeó.
Tuvo la impresión que la mirada de Ibn Sina lo penetraba bondadosamente. Rob no logró quitarse de encima la certeza de que lo había descubierto.
—Tú tienes un ansia desesperada por aprender el arte y la ciencia de la curación.
—Sí, maestro.
Ibn Sina suspiró, asintió y desvió la vista.
Sin duda no tenía nada que temer, pensó Rob aliviado, pues en seguida se pusieron a hablar de otras cosas. Ibn Sina recordó la primera vez que había visto a Reza, de niño.
—Ella era de Bujara y tenía cuatro años más que yo. Tanto su padre como el mío eran recaudadores de impuestos, y el matrimonio quedó amigablemente acordado salvo una leve dificultad, porque su abuelo opuso reparos aduciendo que mi padre era ismailí y usaba hachis durante el culto. Pero poco después, nos casamos. Reza ha sido inquebrantable durante toda mi vida.
El anciano observó atentamente a Rob.
—En ti todavía arde el fuego. ¿Qué pretendes?
—Ser un buen médico.
«Excepcional como tú», agregó mentalmente, aunque tuvo la convicción de que Ibn Sina lo comprendía.
—Ya eres un buen sanador. En cuanto al médico... —Ibn Sina se encogió de hombros—. Para ser un buen médico, tienes que estar en condiciones de responder a un acertijo que carece de respuesta.
—¿Cuál es la pregunta? —inquirió Rob J. intrigado.
Pero el anciano sonrió en medio de su pesar.
—Tal vez algún día la descubras. También forma parte del acertijo —concluyó.
La tarde del examen de Karim, Rob llevó a cabo sus actividades acostumbradas con especial energía y atención, procurando desviar de su mente la escena que, sabía, en breve tendría lugar en la sala de reuniones contigua a la Casa de la Sabiduría. Él y Mirdin habían reclutado como cómplice y espía al amable bibliotecario Yussuf-ul-Gamal. Mientras atendía sus deberes en la biblioteca, Yussuf discernía la identidad de los examinadores. Mirdin esperaba fuera las noticias, e inmediatamente se las transmitía a Rob.
—En filosofía es Sayyid Sa'di —había dicho Yussuf a Mirdin antes de volver a entrar deprisa.
No estaba mal; el hombre era difícil, pero no se empeñaría en frustrar las esperanzas de un candidato. Las siguientes novedades fueron aterradoras.
El intolerante Nadir Bukh, legalista con barba en forma de pala y que había suspendido a Karim en el primer examen, lo interrogaría en derecho. El
mullah
Abul Bakr sería el examinador en cuestiones de teología, y el Príncipe de los Médicos se ocuparía, personalmente, de lo relativo a su ciencia.
Rob abrigaba la esperanza de que Jalal formara parte de la junta en la especialidad de cirugía, pero lo vio, como todos los días, atendiendo a los pacientes; al cabo de un rato, Mirdin apareció corriendo y susurró que acababa de llegar el último miembro: Ibn al-Natheli, a quien ninguno de ellos conocía bien.
Rob se concentró en su trabajo, ayudando a Jalal a poner un aparato de tracción en un hombro dislocado, un astuto artilugio de cuerdas diseñado por el eminente cirujano. El paciente, un guardia de palacio que había sido desmontado de su poney durante una partida de pelota y palo, finalmente adquirió el aspecto de un animal salvaje con riendas de cuerda y sus ojos se desorbitaron al sentir el alivio súbito del dolor.
—Ahora descansarás varias semanas con toda comodidad, mientras los demás cumplen los pesados deberes de la soldadesca —dijo alegremente Jalal.
Ordenó a Rob que le administrara medicinas astringentes y que indicara una dieta ácida hasta que tuvieran la certeza de que el guardia no presentara inflamaciones ni hematomas. El último trabajo de Rob consistió en vendar el hombro con trapos, no muy ceñidos, pero sí lo suficiente para limitar sus movimientos. En cuanto terminó, fue a la Casa de la Sabiduría y se sentó a leer a Celso, tratando de oír las voces de la sala de exámenes, pero solo llegaban a sus oídos murmullos ininteligibles. Por último, se decidió a esperar los peldaños de la escuela de medicina, donde en breve se le reunió Mirdi —Todavía están dentro.
—Espero que no se demoren —dijo Mirdin—. Karim no es de los que soportan una prueba prolongada.
—No sé si puede soportar algún tipo de prueba. Esta mañana vomitó una hora seguida.
Mirdin se sentó junto a Rob en los escalones. Conversaron sobre varios pacientes y luego guardaron silencio, Rob con el ceño fruncido y Mirdin suspirando.
Después de un lapso más prolongado de lo que creían posible, Rob se incorporó.
—Aquí esta —dijo.
Karim avanzó hacia ellos sorteando grupos de estudiantes.
—¿No lo adivinas por su expresión? —preguntó Mirdin.
Rob no podía saberlo, pero mucho antes de llegar a su lado Karim gritó:
—¡Debéis llamarme
hakim
, aprendices!
Bajaron los peldaños a la carga.
Los tres se abrazaron, bailaron y gritaron, se aporrearon mutuamente y ocasionaron tal alboroto, que
Hadji
Davout Hosein, al pasar, les mostró un rostro pálido de indignación al ver que los estudiantes de su academia se comportaban de semejante manera.
El resto de su vida recordarían ese día y esa noche.
—Debéis venir a casa a tomar algo —propuso Mirdin.
Era la primera vez que los invitaba a su hogar, la primera vez que cada uno de ellos dejaba al descubierto su mundo personal ante los otros dos.
El alojamiento de Mirdin consistía en dos habitaciones alquiladas en una casa adjunta, cerca de la sinagoga Casa de Sión, en el extremo del Yehuddiyyeh opuesto a donde vivía Rob.
Su familia fue una dulce sorpresa. Una esposa tímida, Fara, de reducida estatura, morena, de trasero bajo y ojos serenos. Dos hijos de cara redonda, Dawwid e Issachar, que se aferraban a las faldas de su madre. Fara sirvió pasteles dulces y vino, obviamente preparados para la ocasión. Después de una serie de brindis, los tres amigos volvieron a salir y buscaron a un sastre, que tomó las medidas al novel
hakim
para confeccionarle su vestimenta negra de médico.
—¡Esta es una noche adecuada para las
maidans
! —declaró Rob, y el anochecer los encontró cenando en un puesto con vista a la gran plaza central de la ciudad, dando cuenta de una fina comida persa y pidiendo más vino almizcleño, que Karim apenas necesitaba, ya que estaba borracho con su nueva condición de médico.
Se dedicaron a analizar cada pregunta y cada respuesta del examen.
—Ibn Sina me interrogó a fondo. ¿Cuáles son los diversos signos que se tienen a partir del sudor, candidato? Muy bien, alumno Karim, una respuesta muy completa... ¿Y cuales son los signos generales que usamos para el pronóstico?. Por favor, háblanos de la correcta higiene de un viajero que va por tierra y luego por mar. Casi parecía que Ibn Sina tenía conciencia de que la medicina era mi lado fuerte y las otras asignaturas, mi punto débil.
»Sayyid Sa'di me pidió que hablara del concepto platónico según el cual todos los hombres desean la felicidad, y te agradezco, Mirdin, que lo hayamos estudiado tan a fondo. Respondí con todo detalle, haciendo muchas referencias al concepto del Profeta en el sentido de que la felicidad es la recompensa de Alá por la obediencia y la fidelidad en la oración. Sorteé sin dificultad ese peligro.
—¿Y Nadir Bukh? —inquirió Rob.
—¡El abogado! —Karim se estremeció—. Me pidió que explicara lo que dice el
Fiqh
con respecto al castigo de los criminales. Me quedé en blanco. Entonces dije que todo castigo se basa en los escritos de Mahoma (¡bendecido sea!), que afirman que en este mundo todos dependemos del prójimo aunque nuestra dependencia definitiva siempre se refiere a Alá, ahora y por siempre jamás. El tiempo separa a los buenos y puros de los malos y rebeldes. Todo individuo que se extravía será castigado, y todo el que obedezca estará en absoluta consonancia con la Voluntad Universal de Dios, en la que se basa el
Fiqh
. Así, el mandato del alma reposa plenamente en Alá, que se ocupa de castigar a los pecadores.
Rob estaba atónito.
—¿Y qué significa todo eso?
—Ahora no lo sé. Tampoco lo sabía entonces. Noté que Nadir Bukh rumiaba la respuesta para comprobar si contenía alguna carne que no reconocía. Estaba a punto de abrir la boca para pedirme aclaraciones o hacerme más preguntas, en cuyo caso me habría condenado al fracaso, pero Ibn Sina se apresuró a decirme que expusiera mis conocimientos sobre el humor de la sangre, momento en que repetí sus propias palabras de los dos libros que ha escrito sobre el tema. ¡Y se acabó el interrogatorio!
Rieron a carcajadas hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas, bebieron y siguieron bebiendo.
Cuando ya no podían más, salieron a tropezones hasta la calle de más allá de la matdat, y contrataron el coche con la lila en la puerta. Rob se sentó adelante, con el alcahuete. Mirdin se quedó dormido con la cabeza en el generoso regazo de la prostituta llamada Lorna, y Karim apoyó la suya en su pecho y cantó canciones tiernas.
Los serenos ojos de Fara se desorbitaron de inquietudes cuando entraron a su marido prácticamente a rastras.
—¿Está enfermo?
—Está borracho como una cuba. Como todos —explicó Rob.
Volvieron al coche, que los llevó hasta la casita del Yehuddiyyeh, donde Rob y Karim se desplomaron en el suelo en cuanto cruzaron la puerta, y se quedaron dormidos como troncos, con toda la ropa puesta.
En el curso de la noche, a Rob le despertó un sonido áspero y comprendió que Karim estaba llorando.
Al amanecer volvió a despertarse, cuando su huésped se incorporó.
Rob gruñó. «Karim no debería beber una gota de alcohol», pensó, deprimido.
—Lamento haberte molestado. Tengo que ir a correr.
—¿A correr? ¿Precisamente hoy? ¿Después de lo de anoche?
—Debo prepararme para el
chatir
.
—¿Qué es el
chatir
?
—Una carrera pedestre.
Karim salió de la casa. Rob oyó sus fuertes pisadas cuando echó a correr y el sonido emprendió la retirada hasta que se perdió en el crepúsculo del alba.