Los dos continuaron y la marcha se fue haciendo más lenta porque, si bien el enano caminaba con seguridad por el sendero, Tanis tenía que ir con más cuidado. Por suerte, la montaña había resguardado el sendero de la nieve y no estaba helado. Aun así, el semielfo tenía mucho cuidado en mirar dónde pisaba y, aunque la altura no le impresionaba, cada vez que echaba una ojeada por el borde del precipicio notaba que ciertas partes del cuerpo se le encogían.
Al final de la tarde, Flint y él llegaron a la brecha, que resultó ser tan angosta y difícil de cruzar como le había parecido desde lejos.
—Acamparemos aquí para pasar la noche, donde las paredes nos resguardarán del viento —dijo el enano—. Cruzaremos por la mañana.
Mientras Tanis buscaba el sitio menos malo para pasar una fría noche en una garganta sembrada de piedras, Flint se puso en jarras y contempló con los labios fruncidos el pico que se erguía, imponente, sobre ellos. Finalmente, tras un largo y detenido examen, gruñó con sarisfacción.
—Justo lo que me imaginaba —dijo—. Tenemos que dejar una señal a Riverwind.
—He ido dejando señales, ya lo has visto —comentó el semielfo—. No le será difícil encontrar el sendero.
—No es el sendero lo que quiero indicarle. Ven y echa un vistazo. —Flint señaló un gran pedrusco—. ¿Qué te parece eso, muchacho?
—Una roca. Como cualquier otra de las que hay por aquí.
-Aja. Pero no lo es —dijo en tono triunfal el enano—. Esa roca tiene vetas rojas y naranjas, mientras que las que hay alrededor son grises.
—Entonces será que ha caído rodando por la cara de la montaña. Hay montones de rocas y pedruscos sueltos ahí arriba.
—Ésa no cayó. Alguien la puso ahí. Bien, pues ¿por qué crees tú que alguien haría una cosa así? —Flint sonrió. Se estaba divirtiendo.
Tanis se limitó a sacudir la cabeza.
—Es una clave, una piedra angular —explicó Flint—. Quítala de ahí y se quitará esa otra roca, y esa roca quitará esa otra y antes de que te des cuenta todo el tinglado se te habrá venido encima.
—Así que quieres que advierta a Riverwind de que nadie toque esa roca —dijo Tanis.
—El frío te ha congelado los sesos, semielfo —repuso Flint con un resoplido—. Quiero que le adviertas que si alguien los persigue debe echarla abajo una vez que la gente haya cruzado y esté a salvo. Bloqueará el sendero.
—Traed picos, le avisaste —recordó Tanis la conversación de esa mañana. Observó pensativamente la enorme piedra y sacudió la cabeza—. Explicar algo tan complicado va a resultar difícil, a menos que se le deje una nota escrita. Deberías haberle comentado algo esta mañana.
—No estaba seguro de que la encontraría. Que yo supiera, si mi pueblo había dejado una piedra angular, cosa que a veces hace y a veces no, cabía la posibilidad de que ya se hubiera utilizado o que se hubiera desplomado por sí misma.
—Lo que habría significado que este paso habría sido impracticable —razonó Tanis—. Habríamos llegado hasta aquí para nada, a no ser que haya otra salida.
Flint se encogió de hombros.
—Por las señales dejadas por mi pueblo, éste es el único paso que hay. Y no había forma de saber si seguía abierto sin venir a comprobarlo nosotros mismos.
—Aun así, deberías haberle hablado de la piedra angular a Riverwind.
—Enseñarte esto ya es una deslealtad hacia mi pueblo, semielfo, pero lo que no pienso hacer es ir revelando secretos a un montón de humanos. —El enano echaba chispas por los ojos.
Iracundo, echó a andar y dejó a Tanis para resolver el problema. Finalmente, el semielfo cogió el pico de Flint y lo dejó junto a la piedra angular con la punta encarada a la roca. Cualquiera que se lo encontrara por casualidad pensaría que se les había caído o que lo habían dejado allí por descuido. Esperaba que Riverwind recordara que Flint había mencionado específicamente los picos y comprendiera que era una pista. Que llegara a la conclusión de que era una pista para bloquear el camino tras su paso si los iban persiguiendo ya era harina de otro costal.
Encontró a Flint cómodamente instalado entre las piedras y masticando unas tiras de tasajo de venado.
—Estaba pensando en lo que dijiste sobre los enanos compartiendo sus secretos con los humanos. En mi opinión, si todos fuéramos capaces de vernos como un «pueblo», éste sería un mundo mejor.
—¿Qué diablos rezongas, semielfo? —demandó Flint.
—Decía que es una lástima que no confiemos unos en otros.
—Ah, si confiásemos unos en otros entonces seríamos kenders —dijo Flint—. ¿Y dónde estaríamos en tal caso? Me voy a dormir. Haz tú la primera guardia.
El enano, terminada la cena, se arrebujó en una manta y se tumbó boca arriba entre las piedras.
Tanis se recostó contra una roca inclinada; incapaz de encontrar una postura cómoda, alzó los ojos hacia el cielo estrellado.
—Si no hay otra salida del valle, ¿cómo llegará Raistlin al Monte de la Calavera? —preguntó.
—Volando en su escoba, seguramente —rezongó Flint y dio un tremendo bostezo, retiró una piedra que se le clavaba entre los hombros, cerró los ojos y soltó un profundo suspiro de satisfacción—. Me siento como en casa —dijo mientras enlazaba los dedos de las manos sobre el pecho. Poco después estaba roncando.
* * *
Raistlin, Caramon y Sturm siguieron por la vereda a través del valle durante toda la tarde. Era como si el mago estuviera insuflado de una energía fuera de lo normal que le impedía descansar y lo obligaba a seguir adelante. Caramon insistió varias veces en que se pararan, pero fue una pérdida de tiempo porque Raistlin se sentaba sólo unos instantes y en seguida se ponía de pie y paseaba con impaciencia mientras sus ojos iban hacia el sol, que ya empezaba a descender en el cielo.
—El ocaso —era lo único que decía antes de echar a andar otra vez.
La parte boscosa del valle terminó y ante ellos apareció el paisaje despejado de la pradera. La vereda que habían seguido entre los árboles desapareció, pero Raistlin siguió adelante por la hierba ahora cubierta de nieve. Caminaba con la cabeza gacha y se apoyaba pesadamente en el bastón. No miraba a derecha ni a izquierda, sino que mantenía la vista fija en los pies, como si así volcara toda su voluntad en dar un paso tras otro. La otra mano la llevaba apretada contra el pecho y la respiración era una especie de matraqueo en sus pulmones.
Sturm esperaba que el mago se desplomara en cualquier momento. Sin embargo, sabía que no debía decir nada, consciente de que cualquier intento de hacer que Raistlin descansara tendría por respuesta una mirada enconada y una pulla sarcástica.
—Esto será la muerte de tu hermano —le advirtió a Caramon en voz baja.
—Lo sé —contestó el guerrero, preocupado—, pero no quiere parar. He intentado hablar con él, pero se pone furioso.
—¿Dónde va con tanta prisa? ¡Delante de nosotros sólo hay una sólida pared rocosa!
La pradera, uniforme, sin señales de rastros, se extendía unos cuatro kilómetros y acababa de golpe en una pared vertical de piedra que salía del suelo del valle. La pared rocosa formaba una especie de puente natural entre dos montañas
—Desde que dejamos la cobertura de los árboles y salimos a la pradera, hasta un enano gully ciego podría localizarnos.
Caramon admitió cuan acertado era ese comentario con un lento cabeceo y siguió caminando.
—Esto no me gusta, Caramon —continuó el caballero—. Aquí pasa algo muy raro. —Había estado a punto de decir que parecía que estuviera interviniendo algo maligno, pero se contuvo en el último momento por miedo a molestar al guerrero, que de nuevo se limitó a asentir con la cabeza sin dejar de caminar.
Sturm se paró para recuperar el aliento. Siguiendo con la mirada a los gemelos, sacudió la cabeza.
«Creo que Raistlin podría ordenar a Caramon que lo siguiera al Abismo y él lo haría sin dudarlo un instante»,
se dijo para sus adentros. La lealtad fraternal era digna de admiración, pero no debería ser ciega
y
caminar dando tumbos, sino ver con claridad por dónde iba. Caramon se volvió.
—Sturm, ¿vienes?
El caballero recogió el petate y echó a andar. La lealtad hacia los amigos era incuestionable.
¿Qué Pheragas?
Despiértame si ves un fantasma
Mientras el sol languidecía y Flint y Tanis se acomodaban para pasar la noche en la montaña, Sturm, Caramon y Raistlin casi habían llegado al final del recorrido de ese día: una pared desnuda. Tanto el caballero como el guerrero se daban cuenta de que la caminata a través de la pradera nevada llevaba directamente a un callejón sin salida. Los rayos del sol poniente daban de lleno en la inmensa pared de piedra. Caramon había pensado que quizá podrían escalarla, pero la brillante luz del sol ponía de manifiesto que la pared era lisa completamente, que no se distinguían huecos donde apoyar manos y pies. Era ligeramente curvada, como el costado de un cuenco, y tan alta que ni las máquinas de asedio más grandes que se hubiesen construido jamás habrían llegado siquiera a la mitad de su altura. No tenía cuevas ni grietas ni hendiduras por donde atravesarla o salvarla, pero aun así Raistlin se dirigió hacia ella con tenaz determinación.
Caramon no decía nada sobre el hecho de que iban de camino a ninguna parte porque detestaba contrariar a su hermano. Sturm no decía nada a Raistlin en voz alta, aunque sí mascullaba —y mucho— entre dientes. Caramon oía rezongar al caballero, que caminaba detrás de él. El guerrero sabía que Sturm estaba enfadado con él además de con su hermano. Sturm creía que Caramon debería poner fin a aquello y obligar a Raistlin a volver sobre sus pasos, y daba por hecho que no lo hacía porque le tenía miedo a su gemelo.
Sturm sólo acertaba a medias. El hombretón temía la cólera de su hermano, pero se habría arriesgado de buena gana a sufrir comentarios sarcásticos y pullas despectivas si hubiese creído que Raistlin estaba haciendo algo equivocado o que lo pusiera en peligro. Y no tenía la seguridad de que fuera ése el caso. Raistlin actuaba de un modo muy raro, pero también lo hacía con resolución y determinación. El guerrero se sentía obligado a respetar las decisiones de su hermano.
«Si luego resulta que se ha equivocado y nos hemos dado la caminata hasta aquí para nada
—reflexionó con encono—,
al menos Sturm tendrá la satisfacción de decir que ya me lo había advertido.»
Siguieron adelante a través de la pradera. Raistlin apretó el paso conforme las sombras de la noche se iban extendiendo por el valle. Finalmente llegaron a la base de la gran pared gris.
El campo guardaba ese silencio misterioso y profundo que va de la mano con el manto blanco que cubre la tierra tras una nevada. El cielo estaba tan vacío como la tierra alrededor de los tres hombres. Podrían haber sido los únicos seres vivos en el mundo.
Raistlin se retiró la capucha de forma que le cayó sobre los hombros y contempló la pared que se levantaba ante él. Parpadeó y pareció un tanto sorprendido, como si la viese por primera vez y no tuviera muy claro cómo había llegado hasta allí.
Ese desconcierto no le pasó inadvertido a Sturm.
El caballero soltó sin miramientos el petate en el que guardaba la armadura, que cayó al suelo con estrépito, y el ruido levantó ecos en la cara de la montaña y a Caramon le hizo dar diente con diente.
—Tu hermano no tiene ni idea de dónde está ni qué hace aquí, ¿verdad? —dijo Sturm con voz átona. Echó un vistazo hacia atrás—. Oscurecerá en seguida. Podremos acampar en el bosque si nos ponemos en marcha ahora...
Dejó de hablar porque ninguno de los dos lo escuchaba. Raistlin había empezado a caminar a lo largo de la base de la pared y escudriñaba atentamente la roca gris, que reflejaba brillos anaranjados a la luz del sol poniente. Dio varios pasos hacia un lado y luego los desanduvo sin quitar los ojos en ningún momento de la pared. Finalmente se detuvo. Retiró con la mano la nieve que se había quedado pegada a la piedra y sonrió.
—Aquí está —dijo.
Caramon se acercó a mirar. Su hermano había dejado al descubierto una marca cincelada en la piedra, a la altura de la cintura. El guerrero la identificó como una runa, una de las letras del lenguaje de la magia. Se le encogió el estómago y se le puso piel de gallina. Ansiaba preguntar a su hermano cómo había sabido viajar kilómetros a través de un valle desconocido y desolado y dirigirse a esa vasta pared de piedra precisamente en ese punto. Sin embargo no preguntó, quizá porque temía la respuesta que pudiera darle Raistlin.
—¿Qué...? ¿Qué significa? —preguntó, en cambio.
Sturm lo apartó para acercarse a mirar.
—El mal, eso es lo que significa —dijo al ver la marca, torvo el semblante.
—No es nada maligno; es magia —lo contradijo Caramon a pesar de saber que perdía el tiempo. Según el modo de pensar del caballero solámnico, lo uno era equivalente de lo otro.
Raistlin no prestaba atención a ninguno de los dos. Los largos y delicados dedos del mago se posaban con ligereza, casi acariciantes, en la runa.
—¿No sabes dónde estás, Pheragas? —inquirió de repente Raistlin—. Ésta sería nuestra ruta de suministros en caso de que nos sitiaran y nuestra vía de escape si la batalla iba mal. Sé que a veces eres corto de entendederas, Pheragas, pero ni siquiera tú puedes haber olvidado algo de tanta importancia.
Caramon miró a su alrededor, perplejo, y después se volvió hacia su gemelo.
—¿Con quién hablas, Raist? ¿Quién es Pheragas?
—Eres tú, naturalmente —repuso Raistlin, irritado—. Pheragas... Miró a Caramon y parpadeó, luego se llevó la mano a la frente y enfocó de nuevo los ojos.
—¿Por qué he dicho eso? —Al reparar en la runa sobre la que posaba los dedos retiró bruscamente la mano y recorrió con los ojos la altísima pared de arriba abajo y de un lado al otro. Se volvió hacia Caramon y preguntó en voz baja—. ¿Dónde estamos, hermano?
—Paladine se apiade de nosotros —dijo Sturm—. Se ha vuelto loco.
Caramon se lamió los labios resecos antes de preguntar, vacilante:
—¿No lo sabes? Tú nos has traído hasta aquí, Raist.
—¡Limítate a decirme dónde estamos! —demandó el mago con un gesto de impaciencia.
—En el extremo oriental del valle. —Caramon echó un vistazo a los alrededores—. Según mis cálculos, el Monte de la Calavera debe de encontrarse en alguna parte al otro lado de esta pared. Dijiste algo sobre una «vía de escape». Por si «la batalla iba mal.» ¿Qué... eh... querías decir con eso?