Cuando un sol débil y desvaído alumbró la entrada del pasadizo, Sturm, Caramon y Raistlin reanudaron la marcha. Hablaron de empujar la puerta de piedra a su sitio para cerrar el acceso tras ellos.
Tras un examen, ninguno de ellos, ni siquiera Raistlin, supo determinar cómo funcionaba el mecanismo para abrir la puerta una vez que estuviera cerrada. Aun en el caso de que acabaran discurriendo cómo hacerlo, el mecanismo ya no había funcionado bien una vez y podría repetirse el fallo. Entonces se encontrarían atrapados y no tenían ni idea de lo que encontrarían más adelante. El túnel podría estar bloqueado y en tal caso no les quedaría otra opción que admitir el fracaso y volver sobre sus pasos. Convinieron en dejar abierta la puerta.
Los tres echaron a andar túnel adelante, con la luz del cristal del bastón de Raistlin alumbrándoles el camino. Sturm llevaba un farol porque le desagradaba sobremanera la idea de que, con sólo pronunciar una palabra, Raistlin pudiera dejarlos totalmente a oscuras.
El túnel, construido por ingenieros enanos, se internaba en la montaña en línea recta. Las paredes estaban labradas con tosquedad y el suelo era relativamente liso. No había señales de que alguien hubiera entrado en él nunca.
—Si los enanos hubiesen huido de la fortaleza asediada, encontraríamos alguna armadura desechada, armas rotas, cadáveres —dijo Caramon—. Este pasadizo no se ha utilizado nunca.
—Lo que avala la teoría de que Fistandantilus no arrasó Zhaman de forma deliberada —apuntó Raistlin—. La explosión fue accidental.
—Entonces ¿qué la causó? —preguntó Caramon, interesado.
—Magia maléfica —afirmó Sturm y el mago negó con la cabeza.
—No sé de ninguna magia, sea del tipo que sea, capaz de arrasar una fortaleza tan enorme. Según Flint la explosión devastó el área colindante a Zhaman en kilómetros a la redonda. Los eruditos llevan mucho tiempo preguntándose qué ocurrió realmente en esa fortaleza. Quizá seamos nosotros quienes descubramos la verdad.
—Sin duda escribirás un tratado sobre el tema y lo leerás en voz alta en el próximo Cónclave de Hechiceros —dijo Sturm.
—Sí, tal vez. ¿Por qué no? —contestó Raistlin con una sonrisa.
Los tres siguieron caminando.
* * *
Tasslehoff despertó a Tika recriminándole que se hubiera quedado dormida estando de guardia. Seguro que habían dejado de ver varios fantasmas que los habrían ido a visitar por la noche.
La propia joven se reprochó a sí misma su negligencia, abochornada al imaginar cómo la habría regañado Caramon por dormirse estando de guardia. Irritada, le dijo a Tas en voz alta que se callara y se diera prisa. Volvieron a la vereda por la que los habían precedido los tres hombres y reanudaron la tenaz persecución.
Tas y ella también empezaron su jornada muy pronto para recuperar el tiempo perdido. La falta de sueño y la conciencia de lo lejos que estaba de casa y de cualquier ayuda pusieron de mal humor a Tika. Se mostraba irascible con Tas y no quería charlar, ni siquiera sobre chismorreos interesantes como por ejemplo que Tasslehoff había descubierto que Hederick, el Sumo Teócrata, tenía su propia despensa secreta donde ocultaba comida.
Tika avanzaba por la vereda a zancadas, con aire enfadado, los ojos clavados en el suelo, sin apartarlos de las huellas marcadas en la nieve y resistiéndose al fuerte impulso de dar media vuelta y regresar al asentamiento a todo correr. Si se le hubiese ocurrido la forma de volver a hurtadillas sin que nadie supiera que se había marchado, lo habría hecho.
La joven habría acabado ideando alguna historia verosímil, pero sabía que Tasslehoff no podría evitar que se le escapara la verdad, y a la chica le daba pavor la idea de que la gente se riera de ella y dijera que había salido corriendo en pos de Caramon como una tonta colegiala enamoriscada.
En su favor hay que decir que no se debió sólo al temor de ser ridiculizada lo que le impidió darse media vuelta. El corazón de Tika rebosaba amor —un profundo amor— por Caramon y su temor de que le pasara algo malo era muy real. La idea de que quizá podría salvarlo de las maquinaciones de Raistlin la impulsó a seguir adelante.
En cuanto a Tas, estaba feliz de encontrarse de nuevo en la calzada en busca de aventuras.
Los dos llegaron al final del bosque cerca de mediodía y vieron el rastro sinuoso que se internaba en la pradera abierta y alfombrada de nieve.
—¡Mira, Tika! —señaló Tas con mucha excitación al irse acercando a la pared rocosa—. Hay una cueva. ¡Su rastro conduce a una cueva!
El kender agarró a la chica de la mano y se puso a tirar de ella para que se apresurara.
»
Me encantan las cuevas. Uno nunca sabe qué va a encontrar dentro. ¿Te he contado lo de aquella vez que entré en una gruta y había dos ogros que jugaban al clavo, sólo que con un cuchillo, y que al principio iban a arrancarme las extremidades de una en una y a devorarlas, empezando por los dedos de los pies? Yo no lo sabía, pero por lo visto los ogros consideran un manjar los dedos de los pies de los kenders. Sea como sea, el caso es que les dije a los ogros que se me daba muy bien jugar al clavo, mejor que a cualquiera de ellos. Los ogros me dejaron un cuchillo que se suponía que tenía que lanzar al suelo, pero que en cambio se lo clavé a los ogros en las rodillas. Así no podrían perseguirme, claro, y escapé de acabar devorado. ¿Sabes jugar al clavo tú, Tika? Lo digo por si acaso hubiese ogros en la cueva y quisieran comernos.
—No. —A Tika no le gustaban nada las cuevas y el corazón le palpitaba muy de prisa al pensar que tenía que entrar en una.
Tas estaba a punto de lanzarse a contar más detalles sobre los ogros, pero Tika le ordenó que se callara y, como no le hizo caso, le pegó un tirón del copete y lo amenazó con arrancárselo de raíz si no hacía el favor de cerrar la boca y la dejaba pensar.
Tas no sabía en qué tendría que pensar Tika, pero como le tenía mucho cariño a su copete no quiso correr ningún riesgo, aunque no creía que hubiera dicho en serio lo de arrancárselo. La joven se había puesto pálida, tenía los labios prietos y cada vez que creía que él no la miraba se enjugaba una lágrima.
Las huellas de pisadas se dirigían directamente a la gruta, que al final resultó que era un túnel. Dentro vieron huellas de botas embarradas, huellas muy grandes. Tika comprendió que Caramon y los otros habían pasado por allí.
—¡Enciende el farol! —dijo Tas—. Veamos que hay por ahí dentro.
—No he traído farol —contestó Tika, consternada.
—¡No importa! —exclamó el kender, que tanteaba en la oscuridad—. He encontrado un montón de antorchas.
—Oh, bien. —Tika miró fijamente la oscuridad que se extendía sin fin frente a ellos y sintió que le flaqueaban las rodillas como si las piernas se le hubiesen vuelto de gelatina.
El kender, tras encender una de las antorchas, recorría la cueva, se asomaba a unas vagonetas y se paraba para examinar las paredes.
—¡Eh, Tika, mira! ¡Ven aquí! ¡Fíjate en esto!
La joven no quería mirar. Sólo quería dar media vuelta y correr sin parar, correr todo el camino hasta hallarse de vuelta en el campamento. Entonces Tas le contaría a todo el mundo que Tika había huido como una niñita grande asustada. Rechinando los dientes, la muchacha fue a ver qué había encontrado el kender con la esperanza de que no fuera demasiado horrible.
Tas señalaba la pared. Allí, garabateado con carbón, había un corazón y en medio estaba escrita la palabra «Tika».
—Apuesto a que Caramon dibujó eso —dijo Tas, sonriente.
—Yo también apuesto a que fue él —susurró la joven mientras alargaba la mano y le quitaba la antorcha al kender—. Sígueme —ordenó y, con la sensación de que el corazón se le saldría del pecho por la felicidad, fue delante por el túnel, que penetraba más y más en la oscuridad.
Cuestión de fe
El final del túnel
La escalamita, devoradora de hombres
Flint y Tanis atravesaron poco a poco el paso, que más que paso era una brecha grande. Tanis imaginó a los refugiados intentando cruzar aquella garganta angosta y rocosa con los niños a remolque y esperó fervientemente que no hubiera necesidad de llegar a eso. Pasaron gran parte de la mañana sorteando peñascos y trepando por los desprendimientos de rocas para, por fin, salir al otro lado tras horas de afanosos esfuerzos.
—Bien, ahí tienes, semielfo —señaló Flint con su hacha de guerra—. Thorbardin.
Tanis miró el paisaje que se extendía a sus pies. Llanuras de un color gris ceniciento morían al pie de estribaciones de tonalidades verde oscuro en las que se alzaba la cara gris y vacía del pico más alto de la cordillera de las Kharolis. El semielfo contempló la montaña con abatimiento.
—Allí no hay nada.
—Aja —asintió el enano con sombría satisfacción—. Justo lo que te dije.
Flint se lo había dicho, sí, pero su amigo tenía tendencia a exagerar y adornar un poco sus relatos de vez en cuando, en especial los que tenían que ver con los atropellos e injusticias sufridos por su pueblo, ya fuesen reales o entendidos como tales. Por mucho que Tanis escudriñó, no consiguió divisar señal de nada que pareciera una puerta en la cara de la montaña o un sitio donde pudiera instalarse una.
—¿Seguro que Thorbardin es allí? —preguntó después.
Flint se apoyó en el hacha y miró fijamente la montaña.
—Nací y crecí por los alrededores. Los huesos de mis antepasados yacen en las praderas que tenemos a nuestros pies. Murieron porque nuestros parientes les cerraron la puerta de esa montaña.
Buscador de Nubes
arroja una sombra sobre todos nosotros. Todos y cada uno de nosotros, los Enanos de las Colinas, lo vemos surgir imponente en nuestros sueños. No es probable que me olvide de este sitio. —Flint escupió en la tierra—. Eso es Thorbardin.
Tanis suspiró hondo, se rascó la barba y se preguntó para sus adentros qué diablos iban a hacer.
No albergaba esperanza de tener éxito en su misión. Ni Flint ni él tenían ni idea de por dónde empezar a buscar la puerta perdida al reino enano. Podían pasar años deambulando por la cara de
Buscador de Nubes
. Los codiciosos y los desesperados habían buscado esa puerta durante trescientos años sin hallarla. No había razón para pensar que Flint y él tuvieran éxito donde muchos otros habían fracasado.
Tanis se planteó la idea de renunciar. Empezó incluso a darse media vuelta y dirigir la vista atrás, por donde habían venido; hasta llegó a dar un paso en esa dirección y después, otro. Cuando Tanis se giró de nuevo, Flint asintió con la cabeza.
—Vamos a seguir, entonces —dijo.
—Sabes tan bien como yo que sólo es cuestión de tiempo que Verminaard ataque —contestó el semielfo, que añadió, frustrado—: ¡Tiene que haber un modo de entrar en Thorbardin! Sólo porque nadie lo haya descubierto...
—Después de todo, los dioses están con nosotros —comentó el enano.
Tanis miró a su amigo para ver si había hablado con sorna o si estaba serio. No llegó a ninguna conclusión. La expresión del enano era inescrutable y, por si fuera poco, la espesa barba y las cejas pobladas le tapaban gran parte de la cara.
—¿Crees que los dioses están con nosotros? —preguntó Tanis—. ¿Crees lo que Elistan y Goldmoon han estado enseñando?
—No es fácil contestar a eso —dijo Flint, que no parecía sentirse a gusto hablando de ese tema. Miró a su amigo de soslayo—. ¿He de suponer que tú no?
—Querría creer. —Tanis sacudió la cabeza—. Pero no puedo.
—Hemos visto milagros —apuntó el enano—. Riverwind estaba quemado como un tizón con el fuego del dragón. A Elistan lo revivieron estando al borde de la muerte.
—Y a Verminaard también lo hicieron volver de la muerte —replicó Tanis de forma seca—. He visto a Raistlin esparcir unos pocos pétalos de rosa y hacer que los goblins se caigan dormidos a sus pies.
—Eso es distinto —gruñó Flint.
—¿Por qué? ¿Porque es magia? Sea magia o no, uno podría calificar de milagrosas cosas así.
—Yo las califico de brujerías —masculló el enano.
—Pues yo sólo tengo por cierto que el único que va conmigo por el camino eres tú, amigo mío —dijo Tanis sonriente al tiempo que daba una palmada a Flint en el hombro—. No podría pedir un compañero de viaje mejor. Incluidos los dioses.
El enano enrojeció de satisfacción, pero se limitó a rezongar que Tanis era tonto de remate y que no debería hablar de ese modo tan irrespetuoso sobre cosas que escapaban a su comprensión.
—Creo que deberíamos seguir —dijo Tanis—. Raistlin podría encontrar la llave de la entrada al Monte de la Calavera.
—¿Crees que planea traérnosla si la encuentra? —El enano resopló con sorna—. Y afirmas no creer en milagros.
Los dos echaron a andar hacia lo que Tanis se temía que fuera un lento y trabajoso deambular por la cara de la montaña, cuando Flint se paró de golpe.
—¿Quieres echar un vistazo a esto? —inquirió.
El semielfo lo hizo y se maravilló. No era un milagro. Era una calzada. Construida por enanos hacía siglos, la calzada estaba recortada en la roca. Serpenteando de un lado a otro por la vertiente, conducía a las estribaciones y después volvía a subir por el otro lado de la montaña. Lo único que tenían que hacer los refugiados era conseguir llegar hasta ese punto y, a partir de ahí, el camino sería fácil.
—Eso, contando con que la calzada lleve a la puerta —comentó Flint, que leyó los pensamientos a Tanis.
—Ha de ser allí. ¿Dónde más podría conducir?
—Eso es justo lo que la gente se ha preguntado a lo largo de los últimos trescientos años —argumentó, brusco, Flint.
* * *
A Sturm, Caramon y Raistlin, que avanzaban por el interior de la montaña, el trayecto les resultó largo, tedioso y sin incidentes. Era una zona proclive a los terremotos, pero el túnel construido por enanos había aguantado casi incólume cientos de esos seísmos. De vez en cuando advertían que las paredes tenían fisuras, y aquí y allí un pequeño desprendimiento de piedras les dificultaba el paso, pero eso fue todo.
El túnel se extendía recto, sin giros ni intersecciones. Tampoco estaba encantado ni habitado por ningún ser vivo o muerto. Caminaron durante varias horas a buen paso. De nuevo Raistlin denotaba una energía fuera de lo normal. Iba delante, el paso vivo acompañado por el frufrú de la roja túnica al rozarle los tobillos. Cuando los otros dos hablaron de hacer un alto para darse un respiro, el mago les recordó en tono cáustico que de su progreso dependían vidas.