La joven no había tenido intención de pasar la noche sola, sino con Caramon. Sabía que cuando los alcanzaran ni Sturm ni Caramon la obligarían a regresar sola y sin protección, dijera lo que dijera Raistlin. Tendrían que dejar que Tas y ella se unieran al grupo y así podría impedir que Caramon se metiera en cualquier situación peligrosa a la que sin duda su hermano lo arrastraría.
Un chasquido cercano hizo que se le parara el corazón.
—¿Qué ha sido eso? —dijo con un respingo.
A Tas le había entrado sueño para entonces y se había acostado.
—Probablemente un goblin —respondió adormilado—. Tú haces la primera guardia.
Tika dio un chillido ahogado y asió la espada.
—No te preocupes —la animó Tas mientras se tapaba la cabeza con la manta—. Los goblins casi nunca atacan de noche. Los fantasmas y los espectros sí lo hacen.
Tika, que se había calmado un poco, dejó de sentirse tranquila.
—No crees que haya fantasmas aquí, ¿verdad? —preguntó consternada.
—No hay lugares de enterramiento por los alrededores, al menos no los hemos visto, así que espero que no —dijo Tas tras reflexionar un poco sobre el asunto. Luego, con un bostezo descomunal, añadió—: Si aparece un fantasma, Tika, no te olvides de despertarme. No querría perdérmelo.
La joven se dijo que el chasquido que había oído lo habría hecho un venado, no un oso ni un lobo, pero en seguida echó más leña a la hoguera hasta que se dio cuenta de que el fuego los delataba a sus enemigos. Entonces se preguntó, aterrada, si debería apagarlo.
Antes de que hubiera tomado una decisión, el fuego empezó a apagarse y no quedaba más leña que echarle. Tika tenía miedo de entrar en el bosque a buscar leña y, cuando la luz titilante de la última brasa se apagó, se quedó sentada en la oscuridad, aferrando la espada y odiando a Tasslehoff con todas sus fuerzas por dormir tan profunda y tranquilamente cuando había fantasmas, goblins, lobos y otras cosas horribles todo en derredor.
Sin embargo, el terror es agotador, sin contar que había pasado la mitad del día llevando y trayendo agua y escurriendo la ropa de la colada y la otra mitad caminando trabajosamente a través del bosque. Se le cayó la cabeza sobre el pecho. La mano que sostenía la espada aflojó los dedos.
Lo último que pensó antes de que el sueño se apoderara de ella fue que se suponía que uno jamás debía dormirse estando de guardia.
Un recuerdo del pasado
Esperanza para el futuro
El juego del clavo
Sturm hizo el primer turno de guardia esa noche y Caramon, el segundo. No le pidieron a Raistlin que hiciese guardia. Sturm no se habría fiado de él, y Caramon manifestó que su hermano estaba demasiado débil y necesitaba dormir.
La noche transcurría en un silencio y una quietud tan profundos que a Sturm le costaba mantenerse despierto. Finalmente tuvo que ponerse a dar paseos de un lado a otro del pasadizo para luchar contra el deseo de cerrar los párpados. Mientras caminaba, su mente volvió —como solía ocurrirle cuando estaba solo— a los tiempos vividos en Solamnia, tiempos de recuerdo agridulce, aunque con más amargor que dulzura.
La caballería, respetada en otros tiempos en Solamnia, hacía mucho que había caído en el descrédito. Las razones de que hubiera ocurrido tal cosa eran numerosas. El Cataclismo había llevado muerte y destrucción a todo Krynn, sin excluir a la nación de Solamnia. Poco después de sobrevenir el desastre, empezaron a correr rumores por todo el país de que a los caballeros se les había dado poder para evitar el Cataclismo y no lo habían impedido.
La gente que lo había perdido todo —hogar, medio de vida, amigos y familia— se alegró de tener a alguien a quien echar la culpa y los caballeros fueron una diana fácil. Si a esa situación inestable se le añadía la envidia de unos por el poder ejercido por los caballeros y la creencia de otros, con razón o sin ella, de que los caballeros se habían enriquecido a expensas de los pobres, no es de extrañar que la mezcla explotara.
Las turbas asaltaron los castillos y las residencias de los caballeros. Los caballeros no podían vencer en tales circunstancias. Si se defendían contra la chusma, los acusarían de asesinos. Si no lo hacían, corrían el riesgo de perderlo todo, incluida su vida. Los disturbios en Solamnia aflojaban durante un tiempo y después su monstruosa cabeza volvía a levantarse. Los caballeros siguieron intentando, desesperados, devolver la paz y la estabilidad al país y en algunos sitios llegaron a conseguirlo, pero como la orden de caballería se había roto, los caballeros no podían mantener individualmente el control mucho tiempo.
La familia de Sturm se había esforzado por mantener la paz en su feudo ancestral y lo había logrado durante más tiempo que la mayoría, ya que los Brightblade eran honrados y respetados por aquellos a quienes gobernaban. Sin embargo, llegaron forasteros a los pueblos y villas que estaban bajo su control y empezaron a provocar problemas, como para entonces ya ocurría en gran parte de Solamnia. En realidad, todo aquello era un esfuerzo conjunto urdido por las fuerzas de la Reina Oscura para socavar el poder de sus enemigos más implacables. Pero nadie sabía eso por entonces. Angriff Brightblade, previendo problemas, envió a su esposa y a su hijo al sur, a la ciudad arbórea de Solace, conocida desde hacía mucho como un refugio seguro para quienes atravesaban por una situación desesperada.
Sturm creció en Solace, criado con los relatos de su madre sobre las glorias pasadas de la caballería. Leyó y estudió la Medida —el código de leyes concebidas por los caballeros— y vivió conforme al Código
Est Sularis oth Mithas,
«Mi honor es mi vida». Su madre y él tuvieron muy pocas noticias del norte y las que recibieron no fueron buenas. Después llegó un momento en el que ya no tuvieron más noticias. Cuando murió la madre de Sturm, el joven decidió ir en busca de su padre y viajó hacia el norte, a Solamnia.
Encontró el castillo de su familia en ruinas, porque no sólo había sido saqueado, sino también incendiado y arrasado. No consiguió encontrar a su padre ni pudo descubrir qué había sido de Angriff Brightblade. Unos decían una cosa; otros decían otra. Nadie sabía nada con certeza. Sturm creía que su padre tenía que haber muerto; en caso contrario, nada le habría impedido que regresara para reclamar el castillo de sus antepasados.
No obstante, aunque su padre estuviera muerto sus deudas no lo estaban; en absoluto. Angriff había pedido prestadas sumas cuantiosas avaladas con sus tierras a fin de seguir con ellas como antes y proporcionar ayuda a los pobres y necesitados que estaban bajo su protección. A Sturm no se le escapaba la amarga ironía del hecho de que aquellos que habían atacado el castillo eran los mismos que seguían vivos por la ayuda de su padre. Se vio obligado a vender las tierras de sus antepasados para saldar las deudas. Cuando las hubo pagado, sólo le quedaban la espada y la armadura de su padre. Y su honor.
Sturm rememoró todo aquello mientras paseaba durante la guardia, en la oscuridad del pasadizo, con la débil luz de un farol alumbrando sus pasos.
La noche anterior a su regreso a Solace, el único hogar que conocía, había entrado en la cripta del castillo, donde los Brightblade muertos reposaban. Situado en las ruinas de la capilla familiar, el panteón sólo era accesible a través de una puerta de bronce sellada y cuya llave permanecía escondida en la capilla. Había señales de que la turba había intentado echar abajo la puerta, seguramente con la esperanza de encontrar riquezas dentro. La puerta se había mantenido firme, como los Brightblade, a través de los siglos.
Sturm encontró la llave escondida, abrió la puerta y —en un silencio reverente y medio cegado por las lágrimas— accedió a la cripta. Las tumbas que guardaban los restos de sus antepasados se encontraban envueltas en la penumbra. Caballeros de piedra yacían encima de los sarcófagos, asiendo espadas esculpidas con manos esculpidas. Su padre no tenía tumba, ya que nadie sabía dónde estaba enterrado su cadáver. El joven había puesto una rosa fresca en el suelo, en memoria de su progenitor, y había caído de hinojos para pedir perdón a sus antecesores por haberles fallado.
Se mantuvo en vela toda la noche y, cuando la luz del amanecer empezaba a colarse sigilosamente en la cámara, se puso de pie con trabajo porque estaba entumecido e hizo el juramento solemne de restablecer el honor y la gloria de la familia Brightblade. Salió de la cripta y cerró con llave la puerta de bronce. La llave la guardó consigo hasta que se encontró a bordo de un barco, de regreso a Abanasinia. De pie en la cubierta y bajo la plateada luz de Solinari, Sturm había confiado la llave a las profundidades del océano.
Y, sin embargo, no había hecho nada para cumplir aquel juramento.
Recorría el túnel a pasos acompasados, sumido en sus pensamientos melancólicos, cuando lo interrumpió la voz de Raistlin.
—¡Quieres dejar de andar! —demandó, malhumorado—. No puedo dormir si estás yendo y viniendo sin parar.
Sturm se detuvo y se volvió para enfrentarse al mago.
—¿Qué es lo que esperas encontrar en este sitio maldito, Raistlin? ¿Qué es tan importante para que arriesgues la vida de todos nosotros para encontrarlo?
Lo único que el caballero alcanzaba a ver de Raistlin eran las extrañas pupilas en forma de reloj de arena, que relucían a la luz del farol. En realidad no esperaba que le contestara, así que se sobresaltó cuando se oyó la voz del mago, clara y fría, en la oscuridad:
—¿Qué es lo que esperas encontrar tú en el Monte de la Calavera? —Al no responder el caballero, Raistlin continuó:— Desde luego, no fue tu aprecio por mí lo que hizo que te decidieras a acompañarnos. Sabes que tanto Caramon como yo nos valemos por nosotros mismos, de modo que ¿por qué has venido?
—No veo por qué íbamos a intercambiar opiniones tú y yo, Raistlin —replicó Sturm—. Mis motivos sólo me incumben a mí.
—El Mazo de Kharas —dijo Raistlin. La última sílaba la articuló con un siseo sibilante.
Sturm se sorprendió. Sólo le había hablado del Mazo de Kharas a Tanis. Su primer impulso fue dar media vuelta y apartarse del mago, pero fue incapaz de resistir el reto.
—¿Qué sabes tú del Mazo de Kharas? —inquirió en voz baja.
Raistlin hizo un sonido áspero, rasposo, que podría ser una risilla desabrida; o quizá había carraspeado.
—Mientras tú y mi hermano os machacabais la cabeza el uno al otro con las espadas de madera, yo estudiaba, cosa por la que te burlabas de mí. Ahora acudes a mí buscando respuestas.
—Nunca me burlé de ti, Raistlin —respondió Sturm en voz queda—. Pienses lo que pienses de mí, al menos has de reconocerme eso. A menudo te protegí, como cuando esa turba estuvo a punto de quemarte en una hoguera como ofrenda a ese dios serpiente. Si quieres saber la verdad, el desagrado que me inspiras se debe al trato abominable que das a tu hermano.
—Lo que haya entre mi hermano y yo es algo de nuestra exclusiva incumbencia, Sturm Brightblade —replicó el mago—. Tú no lo entiendes.
—Tienes razón, no lo entiendo —contestó Sturm con frialdad—. Caramon te quiere, daría la vida por ti y tú lo tratas como si fuera basura. Ahora tengo que dormir un poco, así que te doy las buenas noches...
—Lo que ahora se conoce como el Mazo de Kharas se llamaba Mazo del Honor —dijo Raistlin—. Lo hicieron para honrar al Martillo de Reorx que el dios utilizó para forjar el mundo. El Mazo del Honor era un símbolo de paz entre los humanos de Ergoth, los elfos de Qualinesti y los enanos de Thorbardin. Durante la Tercera Guerra de los Dragones, el Mazo le fue entregado al legendario caballero, Huma Dragonbane, para que lo utilizara junto con el Brazo de Plata mágico para forjar las primeras Dragonlances, las que forzaron a la Reina Oscura a regresar al Abismo, donde ha permanecido desde entonces o, más bien, hasta ahora.
»
En tiempos del Rey Supremo Duncan y de la Guerra de Dwarfgate, el Mazo del Honor se entregó al cuidado del héroe Kharas, un enano tan respetado que el nombre del Mazo se cambió en su honor. El Mazo se vio por última vez durante la guerra, blandido por Kharas, pero éste abandonó pronto el campo de batalla, atribulado por verse obligado a luchar contra sus semejantes. Llevó el Mazo consigo, de vuelta a Thorbardin, y allí se le perdió la pista, porque las puertas del reino de la montaña se cerraron, ocultas para el mundo. —Raistlin hizo un alto para tomar aliento y luego prosiguió.
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Aquel que recupere el Mazo y lo utilice para forjar Dragonlances será aclamado como héroe. Hallará fama y fortuna, honor y gloria.
Sturm dirigió una mirada incómoda al mago. ¿Sus palabras eran meras generalidades o es que había estado husmeando en sus pensamientos más ocultos?
—Tengo que dormir un poco —dijo el caballero y se dirigió hacia Caramon, que roncaba, para despertarlo.
—El Mazo no está en el Monte de la Calavera —le dijo Raistlin—. Si todavía existe, se halla en Thorbardin. Si es el Mazo lo que buscas, deberías haber ido con Tanis y Flint.
—Dijiste que la llave para acceder a Thorbardin está en el Monte de la Calavera.
—En efecto —contestó Raistlin—, pero ¿desde cuándo alguien escucha lo que digo?
—Tanis lo hace —repuso Sturm—. Por eso me envió contigo y con tu hermano, para asegurarnos de que si encuentras la llave, la entregues.
El mago no tenía nada más que decir respecto a eso, de lo que el caballero se congratuló. Las conversaciones con Raistlin lo incomodaban siempre, le dejaban la sensación de que todos sus conceptos puros del mundo estaban en realidad renegridos y deslustrados.
Despertó a Caramon. El hombretón, entre bostezos y estiramientos, lo relevó en la guardia. Sturm estaba cansado y se quedó profundamente dormido casi de inmediato. En sus sueños, usaba el Mazo de Kharas para echar abajo la puerta de bronce de la cripta de su familia.
La noche transcurrió sin acontecimientos dignos de mención incluso para quienes la pasaron al raso. Los que no hicieron guardia —Tika y Tasslehoff— durmieron sin que nada perturbara su descanso. Unos ojos que todo lo veían los guardaron.
* * *
El día amaneció despacio, de mala gana. El sol luchó para penetrar a través de las densas y grises nubes, pero acabó fracasando de forma estrepitosa y finalmente se ocultó, malhumorado. El cielo amenazaba con llover o nevar, si bien no hizo ni lo uno ni lo otro.