—No parece la misma. Tal vez no está curada del todo. Deberíamos hablar con Mishakal de ella —dijo Riverwind, pero su esposa sacudió la cabeza.
—Los dioses sanan heridas sufridas en la carne y en los huesos, pero no pueden curar las del alma. Está enamorada de Caramon y él la ama o, más bien, la amaría si tuviera libertad para hacerlo.
—Es libre —dijo Riverwind, sombrío—. Lo único que tiene que hacer es decirle a su hermano que lo deje vivir su vida, para variar.
—Caramon no puede hacer eso.
—Podría, si quisiera. Raistlin es poderoso en la magia, más de lo que hace ver. Es despierto e inteligente. Puede arreglárselas solo, no necesita a su hermano.
—No lo entiendes. Caramon sabe todo eso. Su mayor temor es que llegue el día en el que su hermano no lo necesite —musitó Goldmoon.
Riverwind resopló. Su esposa tenía razón: no lo entendía. Se volvió hacia Garra de Águila, que había esperado pacientemente cerca de ellos.
—Hemos encontrado algo que deberías ver —dijo el explorador en voz baja—. Sólo tú —añadió a la par que miraba de soslayo a Goldmoon.
Riverwind fue con él. La nieve había caído con menos intensidad en esa zona y apenas cubría el suelo con una ligera capa blanca. Tras internarse unos tres kilómetros en el bosque, llegaron a las ruinas del pueblo y los cadáveres calcinados de los enanos gullys.
—Pobres infelices —dijo Riverwind, fruncido el entrecejo en un gesto de cólera.
—Intentaron huir, no tenían intención de luchar —comentó Garra de Águila.
—No, unos gullys nunca lo harían —convino Riverwind.
—Los abatieron mientras huían de sus atacantes. Mira esto... Flechas en la espalda, cuerpos decapitados, niños despedazados. Y allí. —Señaló huellas con garras, marcadas en el barro helado—. Fueron draconianos los que hicieron esto.
—¿Algún rastro reciente de esas bestias?
—No. El ataque tuvo lugar hace días —repuso Garra de Águila—. Las cenizas están frías y los atacantes se marcharon hace mucho tiempo. Pero ven a ver algo más que hemos encontrado.
»
Aquí —señaló unas huellas—. Y aquí. Y aquí y aquí. Y esto.
Apuntó hacia una cuchara doblada de latón que se había colocado con delicadeza sobre el cadáver de un niño gully, así como una ramita de pino y una pluma blanca.
—Un presente a los muertos —musitó—. Estas huellas pertenecen a un kender.
Riverwind miró alternativamente la cuchara y el pequeño cuerpo y luego sacudió la cabeza.
—Conozco esa cuchara. Pertenece a Hederick.
—Se le debió de caer —comentó Garra de Águila, y los dos hombres sonrieron.
—Las huellas de Tasslehoff están por todas partes y hay más, dos juegos de pisadas que se mantienen juntas, unas de pies grandes y las otras de pies pequeños. Aquí se ve la marca de la punta de un bastón.
—Caramon y Raistlin. Así que llegaron hasta aquí —dijo Riverwind.
—Aquí el semielfo ha dejado su habitual marca para señalar el camino y hay marcas de botas claveteadas de un enano. Y ésas son del caballero, Sturm Brightblade. Como verás, estuvieron aquí hablando durante un rato. Las huellas se hunden bastante en el barro. Después partieron en esa dirección, hacia la montaña.
—Nuestros amigos están vivos y juntos, a no ser —vaciló Riverwind y su expresión se ensombreció— que estuvieran aquí cuando los draconianos atacaron.
—Creo que no, que vinieron después. Allí puedes ver las huellas de sus pies en las cenizas. Fuera por la razón que fuera, los draconianos no llevaron a cabo esta matanza a causa de nuestros amigos. Supongo que lo harían por el mero placer de matar.
—Es posible —dijo Riverwind, aunque sin convicción. No quería decir en voz alta sus pensamientos porque, aunque no lo sabía, llevaban el mismo curso que las especulaciones de Raistlin: que los enanos gullys habían muerto por una razón—. No contéis nada de lo que habéis visto aquí, no hay por qué preocupar a los demás. Como tú mismo has dicho, quien hizo esto hace mucho tiempo que se marchó.
Garra de Águila estuvo de acuerdo, y él y el resto de los exploradores regresaron al campamento para comer y descansar. Se pondrían en marcha muy pronto al día siguiente para emprender la subida a la montaña.
Dejó de nevar durante la noche, el aire se hizo más cálido y el viento sopló desde otra dirección, procedente del océano del oeste. La nieve empezó a derretirse y Riverwind, antes de quedarse dormido, se preocupó ante la posibilidad de que el sol brillara al día siguiente y los dragones regresaran.
Los dioses no los habían olvidado. Cuando amaneció, no se veía el sol. Una espesa niebla salía en volutas de la nieve y ascendía por encima de los pinos. Envueltos en aquel manto gris, los refugiados esperaron en el bosque mientras Gilthanas, Riverwind y cuatro exploradores subían por la cara de la montaña en dirección al agujero abierto en la ladera que quizás era o quizás no una de las Puertas de Thorbardin.
El Árbol de la Vida
El Consejo de Thanes
De mal en peor
El vagón, que avanzaba sobre la vía con un balanceo acompasado y el traqueteo de las ruedas metálicas, transportó a los compañeros hasta el corazón de Thorbardin, una caverna inmensa. Ante ellos se extendía un gigantesco lago subterráneo y, suspendida sobre sus aguas, se podía contemplar una de las maravillas del mundo.
Tan pasmosa era la vista que durante largos instantes ninguno de los amigos se movió ni habló. Caramon tragó saliva con esfuerzo. Raistlin soltó un suave suspiro. Tasslehoff se había quedado mudo, un suceso sorprendente por sí mismo. Tanis parecía incapaz de hacer nada salvo mirar fijamente. Flint se sentía conmovido en lo más hondo de su ser. Toda su vida había oído hablar de lo que ahora veía y pensar que estaba allí, el primero de su clan en trescientos años que contemplaba aquel lugar legendario, lo emocionaba profundamente. Arman Kharas salió del vagón.
—El Árbol de la Vida de Hylar —anunció mientras señalaba con un gesto histriónico—. Impresionante, ¿verdad?
—No había visto nada parecido en toda mi vida —dijo Tanis sin salir de su asombro.
—Ni lo verás —aseguró Flint con voz enronquecida y el corazón henchido de orgullo—. Sólo los enanos podrían haber construido esto.
El Árbol de la Vida de Hylar era una gigantesca estalactita que colgaba sobre el lago conocido por el nombre de mar de Urkhan. Relativamente estrecha en la punta, se ensanchaba progresivamente cuanto más cerca del techo, que estaba tan arriba que los compañeros ruvieron que echar la cabeza hacia atrás para ver los niveles superiores. Un extraño tipo de coral iridiscente que se daba en el mar había medrado en la parte externa de la estalactita, y el cálido fulgor que irradiaban de forma rítmica las miríadas de ramificaciones calcáreas iluminaban la caverna casi como si hubiera luz del día. Además, había luces que titilaban en el Árbol de la Vida por todas partes, ya que los enanos habían construido una enorme urbe en la estalactita. Ese era el legendario Árbol de la Vida, el hogar de los hylars durante muchos siglos.
Transbordadores arrastrados por cables se movían por distintas partes del lago transportando enanos de todos los clanes hacia el Árbol de la Vida o desde éste, porque, como indicaba su nombre, era el corazón palpitante de Thorbardin. Los hylars podrían afirmar que era su ciudad, pero los enanos de todos los demás clanes negociaban allí y visitaban posadas, tabernas y cervecerías presentes en todos los niveles.
Los muelles eran lugares de mucho ajetreo. Los estibadores iban y venían cargando y descargando mercancías de los transbordadores, mientras que los pasajeros esperaban en largas filas su turno para cruzar el lago.
Se había corrido la voz desde los Suburbios Oeste de que la puerta se había abierto y que a los Altos que habían entrado se los había hecho prisioneros y se los conducía a presencia del Consejo de Thanes. Una gran multitud de enanos se había reunido en los muelles para ver a los forasteros. Allí no había alborotadores como en el distrito periférico. Unos cuantos enanos fruncieron el entrecejo al verlos, ya que con Flint, el kender y el mago estaba representada la mayoría de los seres por los que sentían animosidad. Sin embargo, Flint reparó en que muchos ojos enanos se quedaban prendidos en lo que llevaba en las manos: el Yelmo de Grallen. También se había corrido la voz sobre eso. Las miradas eran sombrías, amargas y acusadoras. Muchos enanos hicieron el antiguo signo para guardarse del mal.
Flint balanceaba el yelmo con nerviosismo. Fuera cual fuera la maldición que el yelmo portara tenía que ser muy fuerte. Esos enanos no eran unos ignorantes supersticiosos como los theiwars o los kiars de mirada demente. Eran hylars en su mayor parte, con buena educación y de mentalidad práctica. Flint habría preferido que los insultaran a voces en vez de aquel silencio cargado y ominoso que envolvía a la multitud como un paño mortuorio.
Cuando Arman Kharas ordenó adelantarse a unos soldados para requisar uno de los transbordadores, Caramon lanzó una mirada preocupada a Tanis.
—¿Qué vamos a hacer con Flint? —preguntó.
—¿Qué pasa con Flint? —inquirió a su vez el semielfo, sin entender a qué venía la pregunta del guerrero.
Caramon señaló con el pulgar hacia el transbordador.
—Juró que jamás volvería a poner los pies en una embarcación.
Tanis se acordó entonces de que a Flint lo aterraban las masas de agua. Afirmaba que era culpa de Caramon, que casi lo había ahogado una vez durante una excursión para ir a pescar. El semielfo echó una ojeada inquieta a su amigo, esperando que montara una escena. Para su sorpresa, Flint observaba los transbordadores con tranquila ecuanimidad y no parecía alterado en absoluto. Al cabo de un instante, Tanis comprendió el porqué.
No había nacido enano que supiera nadar. Un enano se hundía en el agua como una piedra, como un saco de piedras. Ningún enano se sentía cómodo en el agua, y los transbordadores se habían diseñado teniendo eso en cuenta. Eran de fondo plano, largos, anchos y de sólida construcción, sin la menor concesión a mecerse, balancearse o cabecear en el agua. Asientos bajos se alineaban en los costados de madera, altos y sin ventanas, impidiendo que se viese el agua que gorgoteaba debajo.
Arman apuró a los compañeros para que subieran al transbordador porque todavía les quedaba un largo camino antes de llegar a la Sala de Consejo de los Thanes, ubicada en uno de los niveles superiores. Los enanos que ocupaban los muelles siguieron mirándolos mientras se alejaban en el transbordador. Entonces se oyó una voz.
—Arrojad el maldito yelmo al lago y a Marman Arman con él.
Marman Arman. «Marman» en argot enano venía a ser «pirado». Flint miró a Arman con curiosidad para ver qué hacía, pero sólo le veía la espalda ya que el enano joven iba a proa, fija la mirada al frente. Tenía rígida la espalda y tensos los hombros; la barbilla apuntaba hacia adelante en un gesto de desafío. Actuaba como si no hubiese oído el malintencionado juego de palabras.
Flint cambió de postura ligeramente a fin de verle la cara. El joven enano estaba colorado, prietos los dientes. Tenía cerrados los puños, con las uñas clavadas en las palmas.
—Lo encontraré —juró. Parpadeó de prisa y en las pestañas se notó el brillo de las lágrimas—. ¡Lo encontraré!
Flint apartó la mirada, azorado, y deseó no haberlo visto. No le caía bien Arman y lo consideraba un fanfarrón y un jactancioso, pero se sorprendió al sentir lástima por él igual que la había sentido por un semielfo que no hallaba un hogar entre los elfos ni entre los humanos o como la había sentido por unos gemelos huérfanos que sólo se tenían el uno al otro para defenderse desde una temprana edad y por un joven solámnico apartado de su padre y obligado a vivir en el exilio.
Flint no equiparó a Arman con los otros de forma consciente. Desde luego no tenía intención de acudir en ayuda de ese joven enano que los había arrestado. Claro que tampoco había tenido intención de acudir en ayuda de Tanis, Sturm, Raistlin ni Caramon. Si alguien lo acusara de tal cosa, Flint lo habría negado con vehemencia. Daba la casualidad de que los gemelos eran vecinos; y daba la casualidad de que Tanis había necesitado un socio comercial. Eso era todo.
Aun así, en ese momento, Flint le tenía muchísima lástima a Arman Kharas. Si el viejo enano hubiera podido descubrir quién había lanzado el insulto, le habría dado de puñetazos.
El transbordador atracó en un muelle del Árbol de la Vida. Allí la multitud reunida era aún más numerosa, una mezcla de todos los clanes. Los soldados habían acordonado una zona y contenían a los mirones papanatas. Los compañeros fueron recibidos con los mismos gestos ceñudos, las mismas miradas sombrías, el mismo silencio ominoso que sólo rompía la alegre voz del kender, que intentaba presentarse y dar la mano constantemente, aunque sus intentos eran fallidos porque Caramon, con cara de pocos amigos, le tiraba del cuello de la camisa y lo obligaba a volver a su lado.
Entonces, desde alguna parte en el centro de la multitud empezó a sonar un sordo retumbo que semejaba el gruñido de una bestia gigantesca con muchas gargantas. El gruñido se hizo cada vez más fuerte y más amenazador y, de repente, la muchedumbre se echó hacia adelante y empujó a los soldados, que la mantuvieron a raya entrelazando los brazos y plantando firmes los pies en el suelo de piedra.
—¡Más vale que los saques de aquí, alteza! —gritó un capitán a Arman en lenguaje enano—. Algunos son estibadores kiars y ya se sabe que los kiars están más locos que un murciélago con la rabia. No podré contenerlos mucho más tiempo.
Arman señaló hacia un conducto elevador en el que los enanos subían y bajaban por los niveles del Árbol de la Vida. Los compañeros corrieron hacia allí con los soldados hylars cerrando filas tras ellos y amagando con la punta del mango de las lanzas a los que se acercaban demasiado.
Entraron precipitadamente en las grandes plataformas que semejaban cajas metálicas, las cuales, para alivio de Caramon, demostraron ser mucho más estables que las marmitas del sistema elevador con el que habían topado en Xak Tsaroth. Apiñados en la caja junto con Arman Kharas, los compañeros observaron a la chasqueada multitud. La plataforma dio una sacudida y empezó a ascender haciendo mucho ruido y zarandeando a todos sus ocupantes.
Subieron entre traqueteos y chirridos sumidos en un tenso silencio. El mundo extraño en el que se encontraban, la opresiva oscuridad, los peligros a los que ya habían tenido que enfrentarse y el hostil recibimiento empezaban a hacer mella en todos ellos.