Dray-yan consideró pedirle a Takhisis que intercediera de nuevo con los dragones, pero no soportaba la idea de tener que arrastrarse otra vez ante su reina para suplicar ayuda. A Takhisis no le gustaban los quejicas y sus favores eran limitados. Le gustaban los comandantes que tenían iniciativa y seguían adelante con sus propios planes e ideas, dejándola así libre para ocuparse de sus propios asuntos.
Dray-yan desechó la idea de marchar con el ejército a través del paso. Se le ocurrió otra, una con la que esperaba ganarse el reconocimiento y el elogio de la Reina Oscura.
El aurak, con el disfraz de lord Verminaard, reconoció el terreno por sí mismo y descubrió el lugar donde se ocultaban los refugiados. Tuvo el placer de verlos correr como corderos llevados por el pánico ante su presencia. Imaginaba la consternación que habría sido para esas gentes presenciar el regreso del hombre que creían que habían matado.
Tras sobrevolar la zona, Dray-yan quedó convencido de que su plan funcionaría. Su idea le requeriría tener mucha persuasión, pero confiaba en que a los dragones les pareciera divertido y estuvieran de acuerdo en colaborar. No estaba seguro de lo que pensaría el comandante Grag al respecto.
Haría caso del dicho de no dejar para mañana lo que podía hacerse hoy. Cuanto antes lo averiguara, mejor.
Dray-yan envió un mensajero con la orden de que Grag se presentara ante él. O, más bien, fue lord Verminaard quien envió el mensaje. Al aurak le resultaba agotador mantener la farsa que requería el uso de la ilusión mágica cada vez que quería asomar la cabeza por la puerta y gritar una orden a un subordinado. Estaba deseando que llegara el día en el que enterraría a Verminaard de una vez por todas. Con suerte, si su plan funcionaba, ese día no tardaría en llegar.
Grag acudió a su llamada, y lo invitó a compartir el vino. El comandante lo rechazó alegando que estaba de servicio.
—¿Qué informes han traído los Dragones Azules exploradores? —se interesó Dray-yan.
—Uno sobrevoló el valle esta mañana cuando rayaba el día. Los humanos siguen en las cuevas —contestó el bozak—. Parece que planean quedarse allí a pasar el invierno, porque el dragón no vio señales de preparativos para emprender la marcha.
—¿Y por qué iban a marcharse? —El aurak se encogió de hombros—. No creen que podamos atravesar el paso.
—Y tienen razón. No podemos —dijo Grag con gesto adusto.
—Cierto, pero hay muchas formas de despellejar a un humano o, como dicen ellos, de despellejar a un gato. Tengo un plan.
Dray-yan le explicó su idea.
Grag escuchó con atención. Al principio miró con incredulidad al aurak como si pensara que se había vuelto loco. Sin embargo, conforme Dray-yan exponía el plan y explicaba con paciencia cómo podía realizarse, Grag empezó a darse cuenta de que el aurak podía tener razón. ¡Podía hacerse! Era un plan osado, audaz y peligroso, pero no imposible.
—¿Qué te parece? —preguntó finalmente Dray-yan.
—Habría que convencer a los Rojos.
—Yo me encargaré de hablar con ellos. Creo que estarán de acuerdo.
Grag pensaba lo mismo.
—Mis tropas necesitarán tiempo para entrenarse.
Dray-yan lo miró, fruncido el entrecejo. No había contado con eso.
—¿Es preciso hacerlo?
—Teniendo en cuenta lo que vas a pedirles que hagan ¡sí! —repuso acaloradamente el bozak.
Dray-yan lo pensó un poco antes de agitar la mano rematada en garras en un gesto de resignación.
—De acuerdo. ¿Cuánto tiempo?
—Un mes.
—Totalmente descartado —respondió Dray-yan tras soltar un bufido.
—Los humanos no van a ninguna parte.
—Eso no lo sabemos. Tenéis una semana.
—Dos —contemporizó Grag—, o no accederé a colaborar.
Dray-yan lo observó de hito en hito.
—Podría buscar otro comandante que quiera hacerlo —dijo luego.
—Es cierto —admitió fríamente Grag—, pero eso significaría que habría uno más que sabría tu pequeño secreto, lord Verminaard.
—Tienes dos semanas —accedió Dray-yan—. Aprovecha bien el tiempo.
—Es lo que me propongo hacer. —El bozak se puso de pie—. ¿Cómo marchan las negociaciones con los enanos de Thorbardin?
—Bastante bien —contestó Dray-yan—. Si esto funciona, no necesitaremos a los humanos y podrás acabar con ellos, sin más.
—Nos estamos tomando muchas molestias para que luego no los necesitemos —apuntó Grag.
—No podemos permitir que nos consideren débiles. Aunque sólo sea por eso, la muerte de esos esclavos servirá para meter miedo a otros que pudieran estar pensando en rebelarse.
Grag asintió con la cabeza y vaciló un instante antes de decidirse a hablar.
—Sabes que no me caes bien, Dray-yan.
El aurak frunció los labios.
—No hemos venido a este mundo para caernos bien, comandante.
—Y que no soy dado a los halagos —continuó Grag.
—¿Adónde quieres llegar con todo esto, comandante? Tengo mucho que hacer.
—Quiero decir que considero este plan tuyo propio de un genio. Haremos historia. El emperador Ariakas y los otros Señores de los Dragones mirarán a nuestra raza con nuevo respeto y admiración.
—Tal es mi esperanza —convino Dray-yan. Aunque no lo dijo, le complacía la alabanza de Grag. Ya podía verse con la armadura de un Señor del Dragón—. Haz bien tu trabajo, comandante. Tienes dos semanas.
El bozak saludó y se dirigió a la puerta para empezar con los preparativos.
—Ah, comandante —llamó Dray-yan antes de que saliera—, si te parece bien, podrías hablarle de mi plan a su Oscura Majestad. Sólo mencionárselo de pasada...
Los conocimientos de un enano
El misterio de un mago
El valle en el que los refugiados se cobijaban tenía forma de cuenco, con unos dieciocho kilómetros de largo por otros tantos de ancho, Flint y Tanis se encaminaban hacia el sur sin apartarse de las estribaciones al pie de las montañas y sin descender al suelo del valle. Flint marcaba un curso sinuoso y Tanis habría pensado que el enano se había perdido y deambulaba al tuntún si no hubiese viajado con él muchos años y no supiera a qué atenerse.
Un enano podría perderse en un desierto. Un enano se perdería en el mar casi con toda certeza, si es que por desgracia acababa allí, pero no había nacido el enano que se perdiera entre las montañas y las colinas de las Kharolis, holladas desde antaño por las botas de sus antepasados. Flint no apartaba los ojos de las paredes rocosas que se alzaban imponentes desde el suelo del valle; de vez en cuando cambiaba de dirección y corregía el curso que seguían.
Llevaban varias horas de viaje cuando el enano giró de repente a la derecha. Abandonando las estribaciones, empezó a subir por una empinada cuesta.
Tanis lo siguió. Había ido atento por si descubría alguna señal de que Raistlin, Caramon y Sturm hubieran pasado por ese camino, pero no había visto nada.
—Flint, ¿en qué dirección queda el Monte de la Calavera desde aquí? —preguntó el semielfo cuando empezaron a ascender.
El enano hizo un alto para orientarse y señaló hacia el este.
—Por allí, al otro lado de esa montaña. Si han ido en esa dirección no llegarán muy lejos. Supongo que nos hemos preocupado sin razón.
—¿No hay un paso por allí?
—¡Utiliza los ojos, muchacho! ¿Acaso ves un paso?
Tanis sacudió la cabeza y después sonrió.
—Tampoco veo un paso en esta dirección.
—¡Ah, pero eso es porque no eres un enano! —sentenció Flint antes de reanudar el ascenso.
* * *
Caramon, Sturm y Raistlin se encontraban en el fondo del valle y seguían una vereda apenas marcada, tan cubierta de vegetación que en ocasiones era impracticable y se veían obligados a entrar en el bosque para dar un rodeo. Sin embargo, por mucho que se alejaran de la vereda, Raistlin siempre los conducía de vuelta a ella indefectiblemente.
El arroyo que corría cerca de la zona del campamento serpenteaba a través del valle como una culebra reluciente y cortaba la vereda en varios puntos. Hasta ese momento, cada vez que habían tenido que cruzar el arroyo, el lecho estaba a poca profundidad y lo habían vadeado sin problemas. Habían llegado a un sitio en el que la corriente fluía con rapidez y era caudalosa y no podían cruzarla. Raistlin se encaminó hacia el norte siguiendo el curso del arroyo y, tras recorrer un tramo, encontraron un punto donde el agua les llegaba sólo a los tobillos.
Una vez que estuvieron en la otra orilla, el mago encabezó la marcha en dirección contraria hasta llegar de nuevo a la vereda.
—¿Cómo sabía dónde encontrar el vado? —preguntó Sturm en voz baja.
—Pura casualidad —contestó Caramon.
—Pues parece tener muchos de esos aciertos casuales —comentó el caballero, que miraba al mago con gesto adusto.
—Cosa que debería alegrarnos —masculló el guerrero—. De otro modo estaríamos dando vueltas por ahí, perdidos.
Caramon apretó el paso para alcanzar a su gemelo, que se había distanciado un buen trecho.
—¿No crees que deberías descansar, Raist? —le preguntó solícito cuando llegó a su lado. Le preocupaba el paso que estaba marcando su endeble gemelo. Llevaban horas caminando sin hacer un alto—. Realmente has hecho un gran esfuerzo esta mañana.
—No tenemos tiempo para descansos —dijo el mago, que apretó más el paso. Echó un vistazo al cielo—. Tenemos que estar allí al anochecer.
—¿Que tenemos que estar allí al anochecer? —repitió Caramon, desconcertado.
Raistlin pareció sentirse momentáneamente confuso; después desestimó la pregunta con un gesto de la mano.
—Tendrás...
Un ataque de tos lo interrumpió y lo dejó sin resuello, medio asfixiado.
Caramon se acercó a él y observó, sin poder hacer nada, que Raistlin se limpiaba los labios, estrujaba el pañuelo y se lo guardaba rápidamente en el bolsillo, aunque no antes de que el guerrero viera puntos tan rojos como la túnica del mago en la tela blanca.
—Vamos a parar —dijo Caramon.
Raistlin intentó protestar, pero le faltaba aliento para discutir. Alzando los ojos al sol, que todavía no había llegado a su cénit, cedió y se sentó con pesadez en el tronco de un árbol caído. Respiraba de forma trabajosa, con ásperos resuellos. Caramon quitó el tapón del odre de agua y, mientras se lo tendía a su hermano para que bebiera, advirtió que en la tez dorada de Raistlin había un rubor febril. Sabedor de que era mejor no mencionar aquello y temeroso de provocar la ira de su hermano, Caramon aprovechó la oportunidad al tenderle el odre para rozar con su mano la de él. Raistlin tenía siempre un calor en la piel que no parecía natural, pero a Caramon le dio la impresión de que estaba más caliente de lo que era habitual.
—Sturm, ¿podrías recoger un poco de leña? Quiero encender una lumbre —pidió el guerrero—. Te preparé la infusión, Raist. Tú puedes dar una cabezada.
El mago le lanzó una mirada que lo hizo enmudecer.
—¡Una cabezada! —repitió Raistlin con mordacidad—. ¿Crees que esto es una excursión kender, hermano?
—No —contestó Caramon en tono desdichado—. Es sólo que te...
Raistlin se puso de pie. En las profundidades de la capucha sus ojos centellearon.
—Adelante, Caramon, prepara una lumbre. Tú y el caballero podéis disfrutar de una comida campestre. Podrías ir de pesca y a lo mejor capturas una trucha. Cuando hayáis terminado, quizá consideréis la idea de alcanzarme. —Señaló con el bastón sus huellas en la nieve—. No tendréis problemas para seguirme el rastro.
Empezó a toser, pero se las arregló para sofocar la tos en la manga de la túnica. Luego se apoyó en el bastón y echó a andar.
—Por los dioses y por un céntimo de cobre doblado que yo sí me iría a pescar —manifestó Sturm con vehemencia—. ¡Deja que se vaya y acabe en las tripas de un lobo hambriento!
Caramon no se molestó en contestar y se limitó a recoger en silencio su equipaje y el de su gemelo antes de echar a andar tras él.
—Por un céntimo de cobre doblado —masculló Sturm.
Puesto que no había nadie por allí para que le ofreciera un incentivo, el caballero recogió su equipo y los siguió, torvo el gesto.
* * *
Tanis no se sorprendió en absoluto cuando Flint dio con la antigua senda enana, oculta a la vista y cortada en la piedra de la falda de la montaña. Flint había avanzado sin quitar ojo del suelo ni de las paredes rocosas; buscaba señales que sólo él era capaz de ver, marcas secretas dejadas por su pueblo, que había vivido en las Kharolis y en sus aledaños desde el principio de los tiempos, cuando Reorx, el dios de los enanos, había forjado el mundo.
El semielfo, sin embargo, fingió sorprenderse y juró que tenía la seguridad de que se habían perdido sin remedio. Flint enrojeció, enorgullecido, si bien se comportó como si no hubiese hecho nada del otro mundo. Tanis observó el trazado del sendero, que se extendía ante ellos sinuoso, serpenteando a través de la cara de la montaña.
—Es estrecho —dijo, pues pensaba en los refugiados que quizá tendrían que utilizarlo—. Y empinado.
—Lo es, sí —convino el enano—. Está pensado para que lo recorran pies enanos, no humanos. —Señaló al frente—. ¿Ves esa brecha en la pared, más adelante? Allí es donde conduce el sendero. Así es como cruzamos las montañas.
Desde luego la brecha era angosta y tenía la forma casi perfecta de una «V». Tanis no sabía lo ancha que era realmente, ya que se hallaba a cierta distancia, pero desde la ventajosa posición en la que estaba calculó que dos humanos que caminaran por ella hombro con hombro entrarían muy justos. En el sendero en el que se encontraba —cabrían un par de humanos en algunos tramos, pero saltaba a la vista que en otros sitios habría que caminar en fila, de uno en uno.
Flint y él habían ido subiendo sin parar desde que habían dejado atrás las estribaciones. A un lado del sendero se alzaba el respaldo sólido de la montaña, en tanto que en el otro había un gran precipicio. Atravesar semejante terreno no inquietaba lo más mínimo a los enanos. Flint afirmaba que mientras tuviesen roca bajo los pies, las botas enanas no resbalaban. Tanis imaginó a Goldmoon —a la que aterraban las alturas— recorriendo ese sendero y por un instante deseó creer en esos dioses recién encontrados para así rogarles que ahorraran a la mujer y a los demás la necesidad de realizar ese terrible viaje. Tal como estaban las cosas, sólo quedaba la esperanza y él no tenía mucha.