Allí abajo, en la oscuridad, sin que hubiese manera de saber la hora, ninguno de ellos tenía idea de cuánto tiempo llevaban caminando ni cuántos kilómetros habían recorrido. Cada dos por tres pasaban por delante de marcas en la pared que parecían ser algún tipo de indicador de distancias. Las marcas estaban en lenguaje enano, sin embargo, ninguno de los tres sabía lo que significaban.
Caminaron tanto tiempo que Caramon empezó a preguntarse si no habrían dejado atrás el Monte de la Calavera. Quizá habían atravesado el continente y saldrían a algún reino lejano, tal vez al distante límite del Muro de Hielo, en el sur. Estaba absorto en sus fantasías, soñando con vastas extensiones de yermos blancos, cuando Sturm llamó su atención hacia los escombros y cascotes que eran cada vez más numerosos en el pasadizo.
—Debemos de estar llegando al final —comentó Raistlin—. La destrucción que vemos es resultado de la explosión que arrasó la fortaleza.
—¿Y qué haremos si la explosión destruyó el túnel? —preguntó el caballero.
—Esperemos que estuviera protegido —contestó Raistlin—. Como puedes observar, las vigas que sujetan el techo no están dañadas. Ésa es una buena señal.
Siguieron avanzando con cansancio. La luz de la antorcha de Sturm y la que irradiaba el bastón de Raistlin no llegaban muy lejos, y el mago estuvo a punto de chocar contra la pared de piedra antes de percatarse de que estaba allí. Se frenó de golpe y dirigió la luz a un lado y a otro.
—Espero que esto sea una puerta disimulada como la otra —comentó Caramon—. En caso contrario habremos venido hasta aquí para nada.
—No tienes fe en mí, ¿verdad, Pheragas? —murmuró Raistlin, que, alcanzando el bastón para alumbrarse, empezó a examinar el muro en busca de marcas.
—¿Quién será ese Pheragas? —murmuró Caramon.
—Probablemente es mejor que no lo sepas —dijo con voz severa Sturm.
—¡La encontré! —anunció Raistlin, que señaló una marca igual a la que habían visto en la puerta del otro extremo del pasadizo, la runa enana que significaba «puerta».
Hizo presión en la marca y, como había ocurrido el día anterior, esa sección de la piedra se hundió y se deslizó hacia adentro en la pared. Hubo un sonido rechinante seguido de chasquidos conforme la piedra se separaba y aparecía el contorno de un vano. En esta ocasión el mecanismo había funcionado bien. La pesada puerta retrocedió tan de prisa en medio de sordos retumbos que casi arrolló a Raistlin, quien tuvo que quitarse de en medio con diligencia, lo que provocó que Sturm se atusara el bigote para disimular la sonrisa.
La pesada puerta retumbó y chirrió sobre los oxidados raíles y luego se frenó contra el muro con un golpetazo estruendoso que levantó ecos en el pasadizo.
—Nada como anunciar nuestra presencia —comentó el caballero.
—¡Chist! —Raistlin alzó una mano.
—Un poco tarde para eso —dijo Caramon al tiempo que le guiñaba un ojo a Sturm, por lo que se ganó una mirada furiosa de su hermano.
—Quítate el yelmo y quizás encuentres tu cerebro dentro —increpó el mago—. Los ruidos que he oído vienen de ahí. —Señaló el hueco en la pared de piedra y, ahora que los ecos se habían apagado, oyeron gritos estridentes y el golpeteo metálico de armas.
Caramon y Sturm desenvainaron la espada en tanto que Raistlin toqueteaba uno de los saquillos colgados del cinturón.
—
Dulak
—murmuró el mago y el brillo del cristal del bastón se apagó dejando como única fuente de luz la antorcha de Sturm.
—¿Por qué has hecho eso? —demandó el caballero, que añadió a regañadientes—: Por mucho que odie tener que admitirlo, no nos vendría mal la luz de tu bastón.
—No es juicioso anunciar al enemigo que uno es hechicero —contestó Raistlin en voz baja.
—La magia funciona mejor a hurtadillas y en la oscuridad, ¿no es eso? —replicó el caballero.
—Venga, dejadlo ya los dos —intervino Caramon.
Se quedaron inmóviles y callados, atentos a los ruidos de lucha que sonaban a lo lejos, muy distantes.
—Parece que alguien más está interesado en los secretos del Monte de la Calavera —dijo Sturm al cabo.
Esas palabras parecieron actuar como un acicate en Raistlin.
—Voy a ver qué pasa. Vosotros dos podéis quedaros aquí.
—No, iremos los tres —se opuso Sturm.
Moviéndose cautelosamente, con la antorcha en una mano y la espada en la otra, el caballero cruzó el umbral. Raistlin iba a continuación y Caramon, echando ojeadas atrás, cerraba la marcha.
* * *
Avanzando por el oscuro túnel, Tasslehoff Burrfoot llegó a la conclusión de que no quería volver a ver una sola roca en toda su vida. Al principio, recorrer un pasadizo secreto a través de una montaña resultó excitante. Cabía la posibilidad de que un esqueleto guerrero estuviera acechando a la vuelta de un recodo, listo para saltar sobre ellos y estrangularlos. Alguna criatura espectral podría intentar absorberles el alma o lo que quiera que hicieran esos seres a la gente.
Por otro lado, Tika, que no encontraba el túnel excitante en absoluto, parecía estar nerviosa y sentirse desdichada.
Tas consideraba que era su obligación conseguir que no perdiera el ánimo, así que amenizó la marcha relatándole todas las historias horripilantes, espeluznantes y pavorosas que había oído contar sobre cosas que pululaban en túneles secretos bajo las montañas. En lugar de conseguir el efecto deseado, sus relatos parecieron sumir a Tika en un mayor desánimo. De hecho, hubo un momento en el que se giró con intención de sacudirle un tortazo. Acostumbrado a esa clase de comportamiento en sus compañeros, Tas se agachó a tiempo y decidió cambiar de tema.
—¿Cuánto tiempo crees que llevamos andando, Tika?
—Yo diría que semanas —repuso ella, hosca.
—Pues yo creo que sólo han sido unas pocas horas —dijo Tas.
—Vaya ¿y qué sabes tú? —espetó la joven.
—Sé que es muy, pero que muy aburrido —contestó el kender, que dio una patada a una piedra que lanzó rodando por el suelo—. ¿Nos queda algo de comida?
—¡Pero si acabas de comer!
—¡Pues me parece que hace días ya! —Tas agitó los brazos—. Tú misma has dicho que llevamos semanas caminando.
—Oh, cierra el pico... —empezó Tika, pero entonces enmudeció, petrificada en el sitio.
Un ruido horrible —un prolongado estruendo acompañado de un chirrido estridente— resonó en el pasadizo. El suelo tembló y se desprendió polvo de las paredes. El retumbo y los chirridos se prolongaron durante varios segundos angustiosos y después cesaron de repente.
—¿Qué...? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Tika con voz temblorosa.
—Creo que ha sido una escalamita —contestó Tas en susurros, tras reflexionar.
—¿Una escala qué? —musitó la joven, a quien le temblaban las manos tanto que la luz de la antorcha brincaba por todo el pasadizo.
—Escalamita —repitió el kender con gesto solemne—. He oído contar algunas cosas sobre ellas. Crecen en las cuevas y son bestias enormes y bastante feroces. Siento tener que decirte esto, Tika, pero deberías prepararte para lo peor. Ese ruido que hemos oído seguramente era una escalamita devorando a Caramon.
—¡No! —gritó Tika, como loca—. No creo que... —Hizo una pausa para mirar al kender—. Espera un momento. Nunca he oído hablar de esas escalamitas.
—En serio, Tika, deberías salir más a menudo.
—¡Lo que quieres decir es estalagmita!
—Eso es lo que he dicho. —Tas estaba dolido—. Una escalamita, que sólo hay en las cavernas.
—¡Una estalagmita es una formación rocosa que se forma en algunas cavernas, cabeza hueca! —Tika se enjugó el sudor de la frente.
—¿Estás segura? —Tas odiaba renunciar a la idea de una feroz escalamita devoradora de hombres.
—Sí, lo estoy. —La joven parecía muy enojada.
—Bueno, pues si ese ruido no lo hizo una escalamita al devorar a Caramon, entonces ¿qué fue? —preguntó el kender en plan realista.
Tika no tenía respuesta para eso y deseó no haberlo sacado a colación. Se dio media vuelta.
—Creo que deberíamos regresar...
—Ya hemos estado allí, Tika —señaló el kender—. Sabemos lo que hay en ese lado: un montón de oscuridad muy, muy oscura. Y no sabemos lo que hay más adelante. A lo mejor a Caramon no se lo ha comido una formación rocosa, pero él y su hermano aún podrían estar en apuros y necesitar nuestra ayuda. ¿No sería maravilloso que los dos, tú y yo, rescatáramos a Raistlin y a Caramon? Entonces nos respetarían. Se acabarían los tirones del copete y los cachetazos en las manos cuando lo único que quiero hacer es tocar ese viejo bastón birrioso.
Tika imaginó un Raistlin humilde y apocado que le agradecía efusivamente haberle salvado la vida y a Caramon estrechándola en un fuerte abrazo y repitiendo una y otra vez lo orgulloso que estaba de ella.
Tas tenía razón. Detrás sólo había oscuridad.
Temerosa pero resuelta, la joven reanudó la marcha a lo largo del túnel acompañada por Tasslehoff, que albergaba la esperanza de que su amiga se hubiera equivocado respecto a la escalamita.
Muerte en la oscuridad
Un mensajero espeluznante
Sturm sólo había dado unos pocos pasos en la estancia que había al otro lado del umbral cuando topó con una pesada viga que se había precipitado desde el techo y que le cerraba el paso. En el pequeño círculo de luz que arrojaba la antorcha vio que había tropezado con una destrucción tan absoluta que apenas distinguía detalles de lo que quiera que estuviera mirando. El fuego había arrasado la estancia. Los escombros, en su mayoría renegridos y abrasados, se amontonaban en el suelo más arriba del tobillo, así como bultos calcinados que quizás alguna vez habían sido muebles.
Apartando los escombros a patadas, el caballero rodeó la pesada viga y encontró otra puerta.
—Los ruidos vienen de ahí —informó en susurros a sus compañeros.
—De la armería —dijo Raistlin—. Ahora sé dónde estamos. Ésta era la biblioteca. ¡Lástima que no escapara indemne!
Se agachó para recoger los restos de un libro. Las páginas se deshicieron en una lluvia de cenizas. Todo cuanto quedaba era la cubierta de cuero y también estaba quemada, con las esquinas ennegrecidas y enroscadas.
—Qué lástima —repitió en voz queda el mago.
Soltó el libro y al alzar los ojos encontró a Sturm observándolo con intensidad.
—¿Armería? ¿Biblioteca? ¿Cómo sabes tanto sobre este sitio maldito? —inquirió el caballero.
—Caramon y yo vivimos aquí hace mucho tiempo —respondió Raistlin con sarcasmo—. ¿No es cierto, hermano? Tenemos que habértelo contado, estoy seguro.
—Venga, Raist —murmuró el guerrero—. Déjalo ya.
Sturm siguió mirando al mago con desconfianza; casi parecía que le hubiese creído.
—¡Oh, por lo que más quieras! —espetó Raistlin—. ¿Hasta qué punto puede llegar tu necedad, Sturm Brightblade? Hay una explicación perfectamente lógica. He visto mapas de Zhaman. Ya está. Resuelto el misterio.
Raistlin se agachó para recoger otro libro, pero se le deshizo en la mano. Dejó caer las cenizas entre los dedos. Sturm y Caramon habían llegado hasta la puerta, llevándose la antorcha con ellos. Agachado en el suelo, Raistlin agradeció quedarse a oscuras porque así no se veía que le temblaban las manos ni la cara perlada de un sudor frío que le resbalaba por el cuello. Estaba medio muerto de miedo y deseó con toda su alma haber hecho caso a los que le habían advertido que no fuera a ese lugar. Había mentido a Sturm y había mentido a su hermano. Jamás había visto un mapa de Zhaman. Ni siquiera sabía con certeza que existiese tal mapa. No tenía ni idea de por qué sabía dónde encontrar la runa en la falda de la montaña. Nunca había oído hablar de alguien llamado Pheragas. Ignoraba cómo sabía que los ruidos procedían de la armería o que esa estancia era la biblioteca. Desconocía por qué sabía que bastante más abajo de ese nivel de la fortaleza había un laboratorio...
El joven mago tuvo un escalofrío y se apretó la cabeza con las manos como si así pudiera llegar dentro y arrancarse de la memoria los recuerdos de cosas que nunca había visto y de sitios en los que nunca había estado.
—¡Basta! —susurró, frenético—. ¡Déjame en paz! ¿Por qué me atormentas?
—¡Raist! —llamó su hermano—. ¿Te encuentras bien?
Raistlin apretó los dientes y se clavó las uñas en las palmas para que dejaran de temblarle las manos. Hizo una inhalación profunda y estremecida. Luego, asiendo con fuerza el bastón, apretó la fría madera contra la piel ardiente de la caray cerró los ojos. La sensación de espanto lo abandonó poco a poco y fue capaz de ponerse de pie.
—Estoy bien, hermano —contestó, consciente de que, si no respondía, Caramon iría a buscarlo. Se desplazó despacio a través de la habitación cubierta de cascotes para reunirse con Sturm y con su hermano, que se habían parado en la puerta y escuchaban los sonidos de lucha a la vez que discutían la conveniencia de acercarse a investigar o no.
—Podría haber alguna persona inocente metida en problemas —argüía el caballero—. Deberíamos ir para ver si podemos ayudar a quien sea.
—¿Qué iba a hacer una persona inocente deambulando por este sitio? —demandó Caramon—. Esa lucha no nos incumbe, Sturm. No debemos ir metiendo las narices en la guarida de un goblin. Esperemos aquí hasta que acabe y luego iremos para ver cómo ha acabado la cosa.
—Tú quédate con tu hermano —dijo el caballero, ceñudo—. Yo me acercaré al menos para ver qué...
Ahogando la voz de Sturm y el resto de la frase, un bestial rugido de dolor, agonía y rabia sacudió el suelo y desprendió polvo a montones del techo. El bramido acabó de manera brusca en un gorgoteo estertóreo. Unas voces ásperas lanzaron un grito de triunfo, y el entrechocar de espadas sonó con más fuerza. Los tres amigos se miraron unos a otros, alarmados.
—¡Eso sonaba como un dragón! —dijo Caramon.
—¡Te dije que había alguien en peligro! —Sturm soltó la bolsa donde llevaba la armadura, inútil en ese momento porque no había tiempo para ponérsela.
Caramon abrió la boca para increpar a su amigo, pero antes de que tuviera ocasión de decir nada Sturm había salido disparado de la estancia y se había sumergido en la oscuridad. El guerrero miró a su hermano con gesto de súplica.
—¡No podemos dejarlo ir allí solo, Raist! ¡Tenemos que ayudarlo!
—Supongo que sí, aunque cómo vamos a luchar contra un dragón sin más armas que espadas y pétalos de rosa es algo que me sobrepasa.