—Por lo que estabas diciendo ya has decidido que nos quedemos —adujo Riverwind—. ¿Es prudente hacerlo? Aún estamos muy cerca de Pax Tharkas y del ejército de los Dragones.
—Cierto —convino Tanis—, pero el paso entre Pax Tharkas y aquí está bloqueado con rocas y nieve. El ejército de los Dragones tiene mejores cosas que hacer que perseguirnos. Han de conquistar naciones y nosotros somos una chusma de antiguos esclavos...
—... que se les han escapado después de ponerles un ojo morado. —Riverwind giró la cabeza y clavó la intensa mirada en Tanis—. El enemigo tiene que perseguirnos. Si los pueblos que conquistan se enteran de que otros se quitaron los grilletes y se liberaron, empezarán a creer que también pueden derrocar a sus amos. Los ejércitos de la Reina Oscura vendrán tras nosotros. Tal vez no sea en seguida, pero vendrán.
Tanis sabía que tenía razón. Sabía que Raistlin con su analogía sobre la zanahoria tenía razón. Quedarse allí era peligroso. Cada día que pasara podría ir acercando a sus enemigos. No quería admitirlo. Tanis el Semielfo había recorrido el mundo durante cinco años para buscarse a sí mismo. Pensó que lo había conseguido y a su vuelta descubrió que no era quien había creído ser.
Le habría gustado pasar un tiempo —aunque sólo fuera durante un corto período— en un lugar tranquilo al que pudiera llamar su hogar, un lugar donde pudiera reflexionar, comprender ciertas cosas. Una cueva compartida con un enano irascible y un kender ratero y en ocasiones muy irritante no era la idea que tenía de un hogar, pero comparado con la calzada le resultaba muy atractivo.
—Es un buen razonamiento, amigo mío, pero Hederick dirá que ésa no es la verdadera razón de que quieras marcharte —señaló Tanis—. Tú y los tuyos queréis regresar a vuestras tierras. Deseáis volver a las Llanuras.
—Queremos reclamar lo que es nuestro —dijo Riverwind—, lo que nos quitaron.
—No queda nada —murmuró Tanis con delicadeza al recordar el pueblo arrasado de Que-shu.
—Quedamos nosotros —argüyó Riverwind.
Tanis tuvo un escalofrío. El sol se había ocultado detrás de una nube, y el semielfo se había quedado helado. Llevaba tiempo temiéndose que el propósito de Riverwind fuera ése.
—De modo que tú y tu gente planeáis atacar sin ayuda de nadie.
—Aún no hemos decidido nada —repuso Riverwind—, pero ésa es la dirección en la que se dirigen nuestros pensamientos.
—Mira, Riverwind, sé que es mucho pedir, pero tus guerreros han sido una gran ayuda para nosotros. Estas personas no están acostumbradas a vivir así. Antes de que los hicieran esclavos eran tenderos, comerciantes, granjeros y zapateros remendones. Proceden de ciudades como Haven y Solace y un montón más de villas y pueblos de toda Abanasinia. Nunca han tenido que vivir en lugares agrestes. No saben cómo hacerlo.
—Y durante siglos esos moradores de ciudades nos han despreciado —replicó el Hombre de las Llanuras—. Nos llaman bárbaros, salvajes.
«Y tú me llamas semielfo»
pensó Tanis, aunque no lo dijo en voz alta.
—Cuando estuvimos prisioneros, todos dejamos a un lado los odios y los malentendidos. Trabajamos juntos para ayudarnos unos a otros a escapar. ¿Por qué sacar a relucir eso ahora?
—Porque los otros lo sacaron primero —repuso duramente Riverwind.
—Hederick —dijo Tanis, que suspiró—. Ese hombre es un asno, simple y llanamente. Tú lo sabes. Aunque gracias al hecho de que sea un asno os conocimos a Goldmoon y a ti.
—Cierto —convino Riverwind, que sonrió y su tono se suavizó al evocar la escena—. No lo he olvidado.
—Hederick se cayó en la chimenea. La Vara de Cristal Azul de Goldmoon lo sanó y a ese hombre sólo se le ocurrió empezar a gritar que era una bruja y volvió a meter la mano en el fuego, tras lo cual salió corriendo y llamó a la guardia. Eso deja claro la clase de majadero que es. No puedes hacer caso de las tonterías que dice.
—Otros lo hacen, amigo mío.
—Lo sé —admitió el semielfo, sombrío. Cogió un puñado de piedrecillas y empezó a tirarlas al agua de una en una.
—Hemos cumplido con nuestra parte —continuó Riverwind—. Ayudamos a explorar el terreno para encontrar este valle. Explicamos a vuestros tenderos cómo transformar cuevas en moradas. Les enseñamos a rastrear y a cobrar piezas de caza, a poner trampas y lazos. Les mostramos qué bayas eran comestibles y cuáles venenosas. Goldmoon, mi esposa —era la primera vez que utilizaba ese término y lo hizo con tierno orgullo—, ha curado a los enfermos.
—Están agradecidos, aunque no lo digan. Es posible que tú y los tuyos podáis cruzar las montañas y regresar a vuestra tierra sin peligro antes de que llegue lo peor del invierno, pero sabes tan bien como yo que es arriesgado. Me gustaría que os quedaseis con nosotros. Tengo esa sensación en el estómago de que todos deberíamos permanecer juntos.
»
Sé que aquí no podemos quedarnos —reconoció Tanis con un suspiro—. Sé que es peligroso. —Vaciló antes de continuar, consciente de cómo sería recibida su propuesta. Después, como si volviera a zambullirse en el agua fría, se lanzó—. Estoy seguro de que si encontramos el reino enano de Thorbardin...
—¡Thorbardin! ¿La plaza fuerte en la montaña de los enanos? —Riverwind frunció el entrecejo—. Ni siquiera consideraré la posibilidad.
—Pues deberías planteártelo. Oculto a gran profundidad bajo tierra, el reino enano sería el refugio perfecto para los nuestros. Podríamos quedarnos allí durante el invierno, a salvo bajo la montaña. Ni tan siquiera los ojos de los dragones podrían encontrarnos...
—¡También estaríamos a salvo enterrados en una tumba! —manifestó Riverwind con mordacidad—. Mi gente no irá a Thorbardin. No nos acercaremos a los enanos. Exploraremos y encontraremos nuestro propio camino. Después de todo, no llevamos niños con nosotros que nos retrasen.
Su semblante se ensombreció. Todos los niños de las tribus de las Llanuras habían perecido en el ataque de los draconianos a sus poblados.
»
Ahora tenéis a Elistan con vosotros —prosiguió Riverwind—. Es un clérigo de Paladine, capaz de curar a los enfermos en ausencia de Goldmoon y de dar a conocer a vuestra gente el regreso de los dioses. Los míos y yo deseamos volver a casa. ¿Es que no lo entiendes?
Tanis pensó en su casa de Solace y se preguntó si seguiría en pie, si habría resistido al ataque del ejército de los Dragones. Le gustaba pensar que sí. Aunque no había pisado su casa hacía cinco años, saber que estaba allí, esperando para recibirlo, era un consuelo.
—Sí, claro que lo entiendo —contestó.
—Todavía no hemos tomado una decisión definitiva —apuntó Riverwind al ver abatido a su amigo—. Algunos de los nuestros creen como tú que deberíamos permanecer juntos, que hay seguridad en un grupo numeroso.
—Entre ellos, tu esposa —dijo Goldmoon, que se había acercado a los dos hombres por detrás.
Riverwind se puso de pie y se giró para recibir a su recién desposada mujer, que llegaba a él con el amanecer.
Goldmoon siempre había sido hermosa. El largo cabello como finas hebras de oro y plata, tan poco común entre su pueblo, siempre resplandecía a la media luz del alba. Como era habitual en ella, lucía las ropas de piel suave y flexible de su pueblo con una gracia y una elegancia que habrían envidiado las damas de Palanthas. Esa mañana hacía que el término «bella» sonara insignificante e inadecuado para describirla. Era como si a su paso la niebla se abriera y las sombras se disiparan.
—No estarías preocupada por mí, ¿verdad? —preguntó Riverwind con un atisbo de inquietud en la voz.
—No, esposo mío —contestó Goldmoon, que pareció recrearse amorosamente en esas palabras—. Sabía dónde encontrarte. —Alzó los ojos hacia el azul del cielo—. Sabía que estarías bajo el firmamento, aquí fuera, donde puedes respirar.
Ella tomó de las manos y se saludaron rozándose las mejillas. Los habitantes de las Llanuras pensaban que los sentimientos sólo debían expresarse en privado.
—Reclamo el privilegio de besar a la novia —dijo Tanis.
—Ese privilegio ya lo reclamaste anoche —protestó Riverwind, sonriente.
—Me gustaría seguir reclamándolo el resto de mi vida —dijo el semielfo, que besó a Goldmoon en la mejilla.
El sol, que salió por detrás de la cumbre de la montaña como si lo hiciera expresamente para admirar a Goldmoon, hizo que el cabello oro y plata de la mujer irradiara con su luz.
—Con semejante belleza en el mundo ¿cómo puede existir el mal? —preguntó Tanis.
Goldmoon se echó a reír.
—Quizá para hacerme parecer más guapa en contraste —bromeó—. Estabais hablando de asuntos serios antes de que os interrumpiera —añadió en un tono más circunspecto.
—Riverwind cree que vosotros y vuestra gente deberíais continuar solos, viajar hacia el este, a las Llanuras. Dice que tú quieres quedarte con nosotros.
—Es cierto —contestó la mujer con complacencia—. Me gustaría quedarme con vosotros y con los demás. Creo que hago falta, pero mi voto es sólo uno más entre nuestra gente. Si mi esposo y el resto deciden que deberíamos irnos, entonces nos marcharemos.
Tanis miró alternativamente a uno y a otro. No sabía bien cómo decirles lo que pensaba, de modo que decidió soltarlo sin darle más vueltas.
—Disculpad si lo pregunto, pero ¿qué ha pasado con lo de la Hija de Chieftain? —planteó torpemente.
Goldmoon se echó a reír otra vez, una risa larga y alegre, e incluso Riverwind sonrió.
Tanis no veía dónde estaba la gracia. Cuando los había conocido, Goldmoon era la Hija de Chieftain y Riverwind, un humilde pastor, era su súbdito. Cierto, se amaban profundamente y a Tanis le había dado la impresión más de una vez de que Goldmoon habría renunciado a la responsabilidad del liderazgo de muy buen grado, pero Riverwind se había negado obstinadamente a que lo hiciera. Había insistido en actuar como su subordinado, obligándola a tomar decisiones. Puesta en esa situación, la mujer las había tomado.
—No lo pillo —dijo Tanis.
—La Hija de Chieftain dio su última orden anoche —explicó Goldmoon.
Durante la ceremonia matrimonial, Riverwind se había arrodillado ante ella, puesto que era su dirigente, pero Goldmoon le había pedido a su esposo que se levantara y había indicado que los dos se unían en matrimonio como iguales.
—Soy Goldmoon de las Llanuras —dijo ella—. Discípula de Mishakal. Sacerdotisa de los que-shus.
—¿Y quién será Chieftain de los que-shus? —inquirió Tanis—. Hay supervivientes de vuestra tribu entre las otras tribus de las Llanuras. ¿Aceptarán a Riverwind como su jefe? Ha demostrado ser un cabecilla fuerte.
Goldmoon miró a su esposo, pero él, de forma deliberada, mantuvo clavados los ojos en el borboteo de las aguas del arroyo, prietos los labios.
—Los que-shus tienen buena memoria —contestó Goldmoon al ver que su esposo no pensaba decir nada—. Saben que mi padre no aceptaba a Riverwind como mi esposo y que ordenó lapidarlo. Saben que, de no ser por el milagro de la Vara de Cristal Azul, Riverwind y yo habríamos muerto apedreados.
—De modo que no lo aceptarán como Chieftain, aun cuando busquen en él consejo y orientación.
—Es lo que hacen los que-shus —dijo Goldmoon—, pero no son los únicos habitantes de las Llanuras que hay aquí. Hay algunos de la tribu Que-kiri y ellos fueron nuestros enemigos implacables en el pasado. Nuestras tribus se encontraron en el campo de batalla muchas veces.
Tanis masculló unas palabras en elfo.
—No te pediré que me traduzcas lo que has dicho, amigo mío. —Goldmoon esbozó una triste sonrisa—. Sé, y mi pueblo sabe, la historia de dos lobos que se enfrentaron el uno al otro y del león que devoró a los dos. No es fácil para la gente superar rencores que duran generaciones.
—Tú y Riverwind lo habéis conseguido —adujo el semielfo.
—Todavía tenemos problemas —admitió la mujer—, pero sabemos dónde acudir cuando necesitamos ayuda.
Su mano se alzó hasta el medallón que llevaba al cuello, el que era regalo de la diosa al tiempo que un emblema de su fe.
—Quizás esté siendo egoísta —musitó Tanis—. Tal vez no quiera decir adiós.
—No hablemos de adioses en este día de gozo, nuestro primer día como una pareja casada —pidió Goldmoon con firmeza.
Alargó la mano para tomar la de su esposo y los dedos de ambos se entrelazaron. De esta guisa regresaron Goldmoon y Riverwind hacia su habitáculo, y Tanis se quedó solo en la orilla del arroyo.
Puede que fuese un día gozoso para ellos, pero el semielfo tenía la sensación de que iba a ser una jornada de contrariedades y enfrentamientos para él. Como para demostrar que estaba en lo cierto, Tasslehoff Burrfoot, perseguido por un iracundo molinero, salió corriendo del bosque tan de prisa como se lo permitían sus cortas piernas.
—¡No lo entiendo! —gritaba el kender mientras miraba hacia atrás—. ¡Sólo intentaba dejarlo en su sitio!
Disensión
Dejar en libertad
De mal en peor
La reunión de los refugiados comenzó tan mal como Tanis había imaginado. La celebraban en una arboleda que había cerca del arroyo, porque no había ninguna cueva lo bastante grande para que cupieran ochocientas personas entre hombres, mujeres y niños. Los refugiados habían elegido representantes que hablaran en su nombre, pero no iban a dejar que esas personas lo hicieran sin estar ellos presentes. De ahí que casi todos los que componían la pequeña comunidad asistieran a la reunión de pie en las inmediaciones, donde podían ver, oír y hablar si querían. No era una situación ideal en opinión de Tanis, ya que cualquier delegado al que podría haberse persuadido de que cambiara de opinión con argumentos razonados se vería obligado a mantener su postura al estar bajo la mirada vigilante de quienes lo habían designado su portavoz.
Los habitantes de las Llanuras llegaron en grupo al no haber conseguido ponerse de acuerdo en la elección de un delegado, lo que era una mala señal. Riverwind estaba más hosco y más sombrío de lo habitual. Goldmoon iba junto a él, encendidas las mejillas por la cólera. Los que-shus se mantenían separados de los que-kiris, mientras que ningún miembro del pueblo de las Llanuras se mezclaba con los otros antiguos esclavos y todos miraban al bloque principal de refugiados con una desconfianza que encontraba correspondencia en otra igualmente recelosa.
Los refugiados también estaban divididos. Elistan llegó con su grupo de seguidores, mientras que Hederick lo hizo con el suyo. Tanis y sus amigos formaban otro grupo más.