Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Simón se rió.
—¿Por qué te ríes? —preguntó Dimas mientras se sentaba en el suelo al lado de su amigo.
—Estaba pensando en el momento en que nos conocimos. Iba de camino a Jerusalén para vender aceite de oliva. Me detuve a descansar unos minutos a la sombra de una higuera, pero la hierba era blanda y la sombra estaba fresca y me dormí profundamente —Simón levantó un dedo—. Pero el sueño no se iba a prolongar, porque mis dulces sueños fueron interrumpidos por fuertes voces.
—¡Ah, sí!, los ladrones —dijo Dimas.
—«Danos la bolsa y no te haremos daño», dijo uno de ellos. ¿Y qué le respondiste?
Dimas se rió.
—Les dije que, si querían mi dinero, iban a tener que quitármelo. Una locura siendo un hombre contra tres.
—¡Bien dicho!, diría yo.
—Pero salió bien; no tuve que hacerles frente solo. Por fortuna para mí, apareciste tú de la nada, blandiendo tu bastón, como si fueses Gedeón, armado con el poder de Dios.
—Y juntos nos deshicimos de ellos —dijo Simón—. Entonces éramos mucho más jóvenes, amigo mío.
—Sí. Desde entonces, hemos hecho un largo aunque muy provechoso viaje. Y hemos dado cada paso en el camino de nuestro Señor.
—Y tú lo has consignado todo —señaló Simón. Viendo la cara de sorpresa de su amigo, señaló el saco de Dimas—. ¿No llevas ahí un manuscrito que contiene el relato de tu viaje?
—¿Sabías lo del manuscrito? Pero no le he hablado a nadie de su existencia. Ni siquiera estoy seguro de terminarlo.
—Desde hace muchos años he sabido del manuscrito —le dijo Simón—. Incluso antes de que empezaras a ponerlo por escrito. Ya ves, cada uno hemos sido escogidos para una tarea y tu encargo, de Dios, es escribir lo que has oído, visto y experimentado. Al cabo de cincuenta generaciones, hombres y mujeres leerán tus palabras y serán inspirados por ellas.
—¿Dos mil años? ¿Crees que mi humilde escrito sobrevivirá durante tanto tiempo?
—Sí —dijo Simón, sin más.
—Si, como dices, he sido escogido para escribir esto, me pregunto por qué no escogió Dios a un hombre más preparado o educado —Dimas lanzó una pequeña carcajada, riéndose de sí mismo—. Ni siquiera he escrito todo en una misma lengua, sino que he saltado de una lengua a otra, según me movía el espíritu.
Simón sonrió.
—Sí, tal como te movía el
espíritu
, porque, aunque la mano que lleva la pluma es la tuya, la mente que ha compuesto las palabras está animada por Dios.
—Sí —dijo Dimas, asintiendo—. A menudo, he sentido esa fuerza… y eso mismo me ha asustado.
—Es increíble.
Cuando Dimas miró la luz de la Luna, fija sobre una cortina de estrellas, sintió que lo atravesaba un escalofrío.
—Simón… confieso que aún ahora siento ese miedo. Recuerdo que, en la noche en que nuestro Señor fue traicionado, incluso El pidió que le fuera retirado aquel cáliz de sufrimiento.
—No temas el futuro, Dimas. El momento indicado para que cada uno de nosotros deje esta Tierra está en manos de Dios.
—Simón, ¿cómo es que, aunque te enfrentas a los mismos peligros, siempre pareces en paz… una paz que sobrepasa todo entendimiento?
—Quizá por esto —dijo Simón crípticamente—. Déjame que te muestre un secreto mío.
Dimas observó con interés cómo su amigo metía la mano dentro de su túnica y sacaba una pequeña bolsa de piel. Simón desató los nudos, metió la mano y sacó un trozo de paño que desplegó delicada y reverentemente. El paño era más blanco que cualquier cosa que Dimas hubiera visto antes y parecía casi iridiscente a la luz de la Luna. Y llevaba una extraña marca en el más brillante de los rojos.
—Esta es la sangre de Jesús —susurró Simón—, derramada en el camino hacia el Gólgota.
—Pero eso fue hace más de treinta años —dijo Dimas—. Mira lo fresca y nueva que parece.
—Ha permanecido tan fresca como cuando rasgué este paño del bajo de mi túnica y enjugué la frente de nuestro Señor.
—Entonces, ¿por qué no está completamente manchado? En cambio, parece como… como si alguien hubiese dibujado un símbolo con sangre.
Dimas se inclinó más para ver mejor el extraño símbolo.
—¿Qué es este símbolo tan raro?
—Nuestro maestro lo llamó Trevia Dei.
—¿Trevia Dei?
—Tres caminos hacia Dios.
Dimas solo oyó a medias a Simón mientras contaba su encuentro con Jesús en el camino de Cirene después de la crucifixión. En cambio, la atención de Dimas estaba centrada en la imagen del paño. Mientras lo miraba admirado, el Trevia Dei comenzó a cambiar y a transformarse en tres símbolos separados que, lentamente, se elevaron en el aire y se apartaron mutuamente. El de arriba, giró y formó una luna en creciente y una estrella. La pirámide se duplicó y se dobló sobre sí misma formando una estrella de seis puntas. Por último, el brazo horizontal de la cruz descendió un poco, formando una cruz con cuatro brazos.
—¿Qué es esto? —preguntó Dimas.
Simón sonrió mientras apretaba el paño sobre el pecho de Dimas y ponía la otra mano sobre su frente.
—Pon tu fe en Dios —dijo en voz baja— y todo se te revelará.
La carretera y la oscura arboleda fueron haciéndose cada vez más brillantes. El cambio no fue gradual ni repentino. Fue como si a Dimas se le hubiese otorgado el privilegio de ver una luz que siempre hubiese estado allí y estuviese presente para siempre, aún en la oscuridad. Extrañamente, la luz parecía fluir del corazón de Simón. Y allí bordado, sobre su pecho, el mismo símbolo tomó forma. Aunque los labios de Simón no se movieron, Dimas oyó a su amigo entonar las palabras «Trevia Dei». Después, la luz desapareció y, una vez más, se vieron bañados por el brillo plateado de la luna.
—¿Estás preparado para reanudar el viaje? —preguntó Simón.
Dimas sentía una fuerza renovada en el cuerpo y en el espíritu, y miró a Simón, a sabiendas de que acababa de otorgársele una visión de la gloria de Dios.
—Sí —dijo—. Estoy preparado para todo lo que pueda suceder.
D
imas bar-Dimas y Simón de Cirene esperaron fuera de la villa de la Campaña hasta que vieron salir a Rufino Tácito. Después, rezando para que estuviese sana y salva, entraron en el vestíbulo y llamaron a Marcela.
Como habían esperado, ella misma se acercó a la puerta, en vez de uno de los sirvientes. Parecía muy angustiada y sorprendentemente desaliñada, pero en su cara se dibujó una débil sonrisa al ver a Dimas. Cuando se dio cuenta de que lo acompañaba Simón, dio un grito ahogado y se acercó para tocarlo.
—No… no puede ser. Tú estabas…
—¿Muerto? —dijo Simón con una sonrisa—. No, Marcela. No soy una aparición.
—Pero los soldados, Horacio y Junio, cuando regresaron, informaron de que habías muerto.
—De ahora en adelante, tendremos que llamarlo Simón el Mago —dijo Dimas.
—No, por favor —suplicó Simón—. Simón el Mago fue rechazado por Pedro por sus malas artes. Digamos que esos soldados se equivocaron —dijo sin dar más explicaciones.
—¿Podemos entrar? —preguntó Dimas.
—Claro… por favor, perdonadme —ella se apartó y los introdujo en la villa—. He estado tan disgustada, tan trastornada —dijo ella mientras los conducía a una pequeña sala, al lado del vestíbulo—. Pero estoy muy contenta de que estéis bien —sonrió a Simón; después se volvió a Dimas y, ahora con voz temblorosa, dijo—: Tibro está en grave peligro. Los romanos lo han detenido. ¡Ahora es un prisionero de Nerón!
—Ya lo sé. ¿Se sabe algo más de él?
—No. Pero ya me enteraré cuando llegue al palacio.
Los dos hombres la miraron con curiosidad.
—Estaba esperando que se fuera mi marido. Quiero ir a Nerón y declarar mi fe… y mi amor. Moriré al lado de Tibro.
—No —dijo Dimas resueltamente—. No será necesario que tengáis que morir ni tú ni mi hermano. Me entregaré a cambio de Tibro.
—¿Y si eso no sirve? —preguntó Marcela—. Recuerda que una vez trataste de cambiarte por un preso, pero mi marido os condenó tanto a ti como a Marco Antonio.
—Tu marido era cualquier cosa menos un buen gobernador. Nerón es un emperador y él comprende el valor de mantener su palabra. Y no voy a ser tan loco de presentarme sin previo aviso, sino que enviaré a un emisario para que arregle el cambio. —Miró a Simón, que asintió, indicando que el llevaría a cabo el plan de Dimas.
—Pero, aunque acepte tu oferta, eso significará tu muerte —dijo Marcela—. Y tú eres demasiado importante para la iglesia.
—Ha llegado mi hora y estoy preparado.
Dimas abrió su saco y puso un objeto envuelto en un paño sobre una mesa lateral, bien iluminada por una pequeña ventana. Retiró cuidadosamente el paño y quedó a la vista un manuscrito perfectamente enrollado.
Marcela se acercó a la mesa.
—¿Qué es esto?
—Esto, Marcela, es tu destino. Tuyo y de Tibro. —Desenrolló una porción del manuscrito y utilizó un pequeño tazón para sostener el extremo, para que no se enrollase de inmediato.
Cuando Marcela se inclinó más, vio que estaba escrito con unas letras griegas claras, fuertes y muy legibles:
Relato de Dimas bar-Dimas.
Escrito de propia mano en el año 30
desde la Muerte y Resurrección de Cristo
,
puesto por escrito en la ciudad de Roma por mandato de
Pablo el Apóstol por un servidor y testigo.
—Dimas… ¡has hecho un relato escrito! —exclamó Marcela—. ¡Qué maravilla!
—Hace años, en Éfeso, me encargaron esta tarea y tú me ayudaste a empezarla cuando me facilitaste material de escritura en la prisión de tu marido. Al final, he terminado el trabajo y lo he transcrito en este rollo, y ahora mi misión en esta vida toca a su fin. Lo único que queda es que este relato sea llevado a los creyentes de Jerusalén.
—Entonces, debes marcharte —dijo Marcela—. Debes marcharte ahora mismo y llevarlo.
—No, Marcela —Dimas tocó su mano con delicadeza—. Yo no lo voy a llevar. Esto lo tenéis que hacer Tibro y tú.
—¿Por qué nosotros? Tibro no es creyente y yo no soy judía. Sin duda, esta misión debe llevarla a cabo otra persona, tú mismo.
—No —dijo Simón, poniéndose a su lado—. Es vital que Tibro y tú lo llevéis a Jerusalén.
—Pero no lo entiendo. ¿Por qué es tan importante que lo llevemos nosotros?
—No lo sé —admitió Simón—. Solo sé lo que he visto… que, con el fin de que el manuscrito sea revelado cuando sea más necesario, debéis ser vosotros.
—¿Sabes también cómo vamos a llevar a cabo la misión? —preguntó ella—. Yo estoy prácticamente presa en mi propia casa y Tibro es prisionero de Nerón.
—Cuando llegue el momento, sabrás qué hacer —dijo Simón—. Por ahora, solo es relevante que aceptes este importante encargo.
Marcela hizo una profunda inspiración y después dejó salir lentamente el aire mientras asentía.
—Haré como decís —prometió—. No sé cómo, pero lo haré. —Se acercó a coger el manuscrito.
—Espera —dijo Dimas—. Hay una última tarea.
De pie, al lado del manuscrito, Dimas sacó de su túnica una daga. Con el brazo extendido sobre el tazón que sostenía el papiro, se cortó la muñeca en el lugar exacto en el que uno de los clavos atravesó la carne de Jesús. Cuando hubo recogido suficiente sangre en el tazón, envolvió su brazo con un paño. Después, utilizando una pluma que tenía en su saco y la sangre como tinta, dibujó algo al principio del texto.
Marcela miró fijamente el extraño dibujo.
—¿Qué símbolo es este?
—Trevia Dei —contestó Dimas.
—¿Trevia Dei? —repitió ella—. ¿Qué significa?
—Pregúntale a Simón. El es el Guardián del Signo.
Ella dirigió una mirada interrogativa a Simón.
—Se refiere a tres grandes caminos hacia Dios, pero significa que, para el creyente, todos los caminos sagrados conducen al verdadero y único Señor.
Cuando Marcela se volvió hacia el manuscrito, vio que Dimas estaba utilizando lo que quedaba de la sangre para escribir algo en una sección posterior del texto.
—Por alguna razón, había dejado un espacio cuando escribí por primera vez el nombre de Simón y ahora comprendo por qué —explicó Dimas. Señaló el trabajo terminado y Marcela vio que había dibujado una versión más pequeña del símbolo del Trevia Dei entre las palabras griegas «Simón» y «Cireneo».
Cuando estuvieron secos los símbolos dibujados con sangre, Marcela enrolló el manuscrito, lo envolvió en el paño y se lo llevó a sus aposentos. Acababa de volver a reunirse con sus amigos cuando los sorprendió la llegada imprevista del esposo de Marcela.
—¡Rufino! —le espetó, sobresaltada al verlo en la puerta.
—¿Cómo escapaste? —preguntó Rufino a Dimas, ignorando a su esposa.
—No me escapé —le dijo Dimas—. Nunca he estado detenido. El hombre que tiene detenido Nerón es mi hermano.
—Dice la verdad —dijo Marcela—. Nerón ha arrestado a su hermano menor, Tibro. Y era Tibro, no Dimas, quien te salvó la vida durante el incendio.
—¿Tibro? —dijo Rufino, acariciándose la barbilla—. ¿Y es este Tibro con quien has estado reuniéndote en los baños?
—Marcela dio un grito ahogado, pero no respondió.
Rufino levantó la mano.
—¿Crees que no lo sabía, querida; que no te había seguido? Supe desde el principio que os estabais viendo.
—Rufino, yo nunca te he sido infiel.
—Si te refieres a que nunca te has acostado con él, también lo sé —dijo Rufino despectivamente. Se rio, aunque sin la menor sombra de humor—. En realidad, no me hubiese importado que te hubieras acostado con él. Esas trivialidades no me preocupan en absoluto ahora —se volvió a Dimas—. Tú eres el hombre al que sentencié a muerte hace muchos años, ¿no es así?