El manuscrito Masada (18 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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—Pequeña bruja repipi —dijo Gelb entre dientes.

—Parecías muy distinto ahí atrás. Llegué a creer que os tenía que dejar solos.

—Me limité a trabajar en el caso —contestó el más joven.

—Sí y probablemente ella también estaba trabajándote.

—No. Ella es de la YAMAM. Ellos no trabajan en casos; los trituran.

—¿Crees que se guarda información?

—Ella los vio —dijo Gelb con rotundidad—. Seguro que los vio, pero nunca nos lo dirá.

—¿Por qué no le insististe en que mirara inmediatamente el libro de fichas?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—¿Por qué no le hablaste del anillo del conductor? —preguntó Steinberg.

—Quizá si hubiese sido más comunicativa… —Gelb negó con la cabeza enfáticamente—. No, nos guardaremos para nosotros esa pequeña prueba. Déjala que pierda el tiempo estudiando fotos y averiguando el paradero de terroristas palestinos. Nosotros seguiremos la pista del anillo —toqueteó la bolsa de pruebas que llevaba en el bolsillo de su americana.

—In nomine Patris
—entonó el hombre mayor con cierto aire de misterio.

—Amén —replicó su compañero, riéndose entre dientes—. Ahora, larguémonos de aquí.

* * *

Inmediatamente después de mediodía, Preston Lewkis acompañó a Sarah hasta su coche al tiempo que se acercaba a un restaurante del barrio para comer. Cuando estaban cerca del vehículo, de repente, ella puso una mano sobre el brazo de él y se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Ella señaló en silencio con la cabeza hacia el aparcamiento; él se volvió y pudo ver a Yuri Vilnai al lado de su deportivo Audi, entregado a una intensa conversación con Azra, la mujer palestina.

—Creía que se había marchado hace mucho tiempo —dijo Preston.

—Yo también.

En ese preciso momento, Azra levantó la vista y se dio cuenta de que los estaban observando. Le hizo un último comentario a Vilnai y después se volvió y se alejó rápidamente.

—Veamos qué se traían entre manos —dijo Sarah.

—¿Estás segura de que es una buena…? —empezó a replicar Preston, pero Sarah ya estaba atravesando el aparcamiento.

Vilnai estaba subiendo a su coche cuando Sarah lo llamó:

—Profesor, espere.

Dudó; después salió del vehículo y se volvió hacia ellos. Su sonrisa parecía forzada y era evidente que le molestaba la intrusión.

—¿Qué pasa? —preguntó impaciente.

—¿De qué hablaban Azra y usted? —preguntó ella.

La irritación de Vilnai se hizo más evidente.

—Era una conversación privada entre el director de investigación y una agente de campo.

Preston estaba acostumbrado a la actitud altiva de Vilnai. Lo que le sorprendió, e impresionó, sin embargo, fue la fría seguridad de la respuesta de Sarah.

—Usted puede ser el director de investigación, profesor, pero yo soy la encargada de la seguridad del proyecto. Por tanto, se lo voy a preguntar de nuevo: ¿de qué estaban hablando?

A Vilnai también pareció inquietarle el tono y le dirigió una mirada de aquiescencia.

—Antes de que Azra Haddad fuese transferida al sitio de Masada, estaba trabajando en la excavación del antiguo monasterio de la carretera de Sdom. Pedía volver allí y yo estoy de acuerdo con el cambio. ¿Le plantea eso algún problema de seguridad?

—No, siempre que me mantenga informada —replicó Sarah.

—Si eso es todo, tengo cosas que hacer.

Sin esperar respuesta, Vilnai subió al coche y cerró la puerta. Acelerando el motor, arrancó bastante deprisa y se encaminó hacia la calle.

—Es un hombre extremadamente desagradable —dijo Sarah, agarrando el brazo de Preston y llevándolo de nuevo hacia su coche—. Por qué lo hicieron director administrativo en vez de al Dr. Mazar, no lo sabré nunca.

—Creo que es de donde viene el resentimiento —dijo Preston—. Yuri tiene el título, pero Daniel todavía disfruta de una mayor reputación internacional.

—Más razón para que él fuese el director —comentó ella mientras subía al Mini Cooper.

—Estoy de acuerdo, pero, después del fracaso del osario, el comité se vio obligado a dar el visto bueno a Yuri. Después de todo, él tenía razón y Daniel se equivocó. Y le molesta que todos acudamos a Daniel cuando se trata de cuestiones eruditas.

Sarah arrancó el motor.

—Supongo que tienes razón. Es uno de esos hombrecillos que tratan de imponer la autoridad por la fuerza, en vez de inspirar respeto.

Abrió su móvil y, con un gesto, dio a entender que solo sería un momento. Preston se dio cuenta de que marcaba una llamada rápida y, al instante, tenía una interlocutora al otro lado de la línea.

—Hola, Roberta. Soy Sarah. Quiero que hagas una verificación de seguridad completa de una mujer; se llama Azra Haddad —se detuvo un momento y después dijo—: Sí, ella hizo el descubrimiento de Masada… Ya lo sé, pero necesito que la vuelvas a hacer —cerró el móvil y se volvió hacia Preston—.

¿Te gustan los chinos? Conozco uno pequeño excelente. Vamos; te llevaré allí.

—¡Demonios! —dijo Preston con una risita ahogada mientras el coche salía disparado—. No solo eres puntual y vas bien armada; también eres resolutiva.

—¿Te resulta desagradable?

—No. Todo lo contrario. Me gusta —se dio cuenta de que Sarah lo miraba y sonrió abiertamente—. No, no iba a decir: «Eso me gusta en una mujer». Iba a decir: «Me gusta eso en
esta
mujer».

Capítulo 20

U
n golpe en la puerta de su habitación de la Residencia Vaticana despertó al P. Michael Flannery. Todavía estaba oscuro y el suave resplandor del despertador digital mostraba las 4:37.

¿Quién puede estar llamando a estas horas?,
pensó soñoliento.

Sonó un segundo golpe, más fuerte y más insistente y alguien dijo:

—¿Padre Flannery? —aunque la llamada fuera solo un siseo, proyectaba una sensación de urgencia.

—Un minuto —respondió Flannery, encendiendo la lamparita de la cama.

Cogió la bata y se la puso mientras se acercaba a la puerta. Cuando la abrió, vio un rostro que le resultaba familiar que lo miraba atentamente. En un primer momento, no estaba seguro de dónde había visto antes a aquel joven; después, lo reconoció: era el asistente de la residencia que había acudido durante la visita de Flannery al P. Leonardo Contardi. El hombre, nervioso, miró a ambos lados del pasillo, evidentemente agitado.

—Entre —dijo Flannery, comprendiendo que, por alguna razón, el visitante no quería que lo viesen allí.

—Grazie.

Cuando el hombre entró en la habitación, Flannery asomó la cabeza al pasillo y miró a ambos lados. Ninguna otra puerta se había abierto, por lo que estaba razonablemente seguro de que nadie había visto nada. Cerró la puerta y dijo:

—Usted era el asistente del padre Contardi.

—Si
. Soy Pietro.

—Si no le molesta la pregunta, Pietro, ¿qué hace usted aquí a estas horas de la mañana?

—Le ruego que me perdone, padre, por haberlo molestado a estas horas, pero no quiero que me vean —sacó una cajita—. Esto pertenecía al padre Leonardo y me pidió que se lo diese a usted si le ocurría algo a él. Hay una carta.

Flannery abrió la caja y sacó la carta, que estaba encima de una libreta de piel. La abrió y la leyó:

Michael:

Si estás leyendo estas letras, yo habré dejado esta vida mortal y mi alma eterna estará ante el juicio final de Dios. Te ruego que reces para que El me juzgue con clemencia.

El joven que está ante ti es Pietro Santorini. Ha sido muy bueno conmigo durante mi estancia en este lugar y me he aprovechado de esa bondad para pedirle que, a mi muerte, te entregue mi diario. Lo hace arrostrando un grave riesgo personal, por lo que te agradeceré que no hagas nada que pueda agravar ese riesgo.

Michael, sé que estás metido en algún tipo de investigación relacionada con Via Dei. Te pediría que abandonases esa investigación, pero, conociéndote, esa petición no hará sino aumentar tu curiosidad. Por eso, si estás decidido a hacerlo, te ruego, amigo mío, que tengas mucho cuidado, porque no solo arriesgas tu vida, sino tu alma eterna.

IHS Leonardo

Flannery miró a Pietro.

—El padre Contardi dice que estás poniéndote en peligro al hacer esto. Muchas gracias.

—¿Puedo irme ahora? —dijo Pietro, nervioso.

Flannery levantó la mano.

—Espera; déjame que mire fuera —abriendo la puerta, miró a ambos lados del pasillo y, al no ver a nadie, le hizo una seña al joven para que saliera—. ¡Rápido!, y que Dios te acompañe.

Pietro dudó y Flannery vio las lágrimas que brillaban en sus ojos.

—Yo… yo quería mucho al buen padre Leonardo. Fue como… como mi propio padre —dándose la vuelta, atravesó rápidamente la puerta y el pasillo.

De nuevo solo en su habitación, Flannery hizo café en una pequeña cafetera Krups que, junto con el horno microondas, era de los pocos lujos que podían disfrutar los residentes en la Residencia Vaticana. Después, se sentó en una silla al lado de la cabecera y empezó a leer el diario del P. Leonardo Contardi.

La primera página indicaba que Contardi había empezado a anotar sus pensamientos poco después de ser ordenado sacerdote con el fin de practicar su inglés y, de hecho, la mayor parte del diario estaba en ese idioma, con algunas anotaciones en italiano y en latín. En aquella época, él y Flannery habían sido compañeros como nuevos sacerdotes y mencionaba en varias ocasiones a Flannery:

Ayer estuve jugando al frontón con el P. Michael Flannery, un irlandés que ha dejado su isla verde para trabajar en el Vaticano. En principio, no me gustan los irlandeses. Me parecen fanfarrones y ruidosos y, sin duda, el P. Flannery posee ambos rasgos desagradables, pero hay muchas más cosas que me gustan de este hombre: es piadoso, inteligente y muy dispuesto a entregarse como amigo. Y lo más importante: puedo ganarle con facilidad en el frontón.

Flannery sonrió al leer la evaluación de Contardi. Cuando siguió leyendo el diario, descubrió el pasaje referido a cuando Contardi fue enviado a su primera misión al extranjero, un monasterio en el desierto, en Israel.

Me hubiese gustado que Michael hubiera aceptado la invitación para que pudiera venir conmigo a este lugar en el que, durante dos mil años, nosotros, El Camino, hemos sido iniciados en Su servicio. Pero Via Dei no es para todo el mundo, porque, en efecto, para proteger la fe, a veces debemos movernos fuera de la fe, hacer cosas que, si no fuesen por una finalidad más elevada, podrían destruir nuestras mismas almas.

Flannery notó una subida de adrenalina. Allí estaba la primera mención de Via Dei. Trató de recordar aquellos primeros años, cuando Contardi quería que se uniese a la organización secreta que llama «El Camino». Flannery no había optado por aquella posibilidad y, aparentemente, Via Dei también había decidido no tratar de captarlo, porque nunca le hicieron una auténtica invitación para pertenecer a ella. Con los años, había olvidado por completo el incidente, hasta que los acontecimientos recientes habían devuelto a su vida a su antiguo amigo y Via Dei.

Desde el exterior de su apartamento, los primeros rayos dorados del sol inundaron la ventana. Ahora, podía oír las pisadas de los demás residentes de la Residencia Vaticana mientras salían al pasillo para la oración de la mañana. Flannery, con una oración silenciosa pidiendo perdón por su ausencia, permaneció pegado al diario.

En mi disposición a servir a Dios y en mi afán por ser aceptado por los demás en Via Dei, he emprendido todas las misiones que me han propuesto. Intelectualmente, puedo ver la necesidad de estas operaciones, con independencia de lo terribles que puedan parecer, porque, desde luego, es de vital importancia que la Santa Iglesia Católica sea fortalecida. También es importante emplear los subterfugios que hagan falta para defender la Iglesia de cualquier indicio de escándalo o culpa.

Pero estoy empezando a pensar que quizá no tenga la fortaleza moral o emocional necesaria para continuar, porque tener mis manos manchadas con sangre de inocentes, con independencia de lo noble que sea la finalidad de su eliminación, estoy asqueado hasta el fondo de mi alma.

Si pudiera dejar Via Dei… pero he abrazado un compromiso de servicio que me vincula hasta la eternidad. El dónde haya de pasar esa eternidad, lo dejo en manos de Dios.

A medida que seguía leyendo, Flannery fue sintiendo una inquietud creciente e incluso terror. Era caso como si estuviese oyendo la confesión de su amigo y quizá eso fuese lo que Contardi había tratado de hacer cuando se las arregló para que él recibiera el diario. Sorprendentemente, las anotaciones fueron cobrando un carácter aún más de confesión cuando Contardi abandonó Israel para ir a prestar servicio a una pequeña parroquia de Ecuador.

Su nombre es Pilar. Es enfermera de la misión médica y, al principio, nuestro trabajo juntos lo llenaba el amor de Dios y la alegría de ayudar a los demás y eso bastaba para satisfacernos. Sin embargo, una noche, cuando ella estaba tratando a pacientes en mi iglesia, llegó la lluvia y, con ella, el viento, los relámpagos y los truenos y ella no pudo salir. Nos encontrábamos solos en el templo, con una sola vela que iluminaba la distancia entre nosotros.

Pilar vino a mí como una joven inocente y yo profané su inocencia y la poseí delante del altar. Sé que hice mal, pero, como Dios es testigo, en mi corazón había más amor que lujuria.

Nuestra relación continuó durante tres meses, pero cada día resultaba más difícil. La pobre chica estaba dividida entre su amor hacia mí y su sentimiento de culpa por tener relaciones con un sacerdote. Me pidió que abandonara el sacerdocio, para que pudiese alejar de ella el peso de la culpa, pero, ¿cómo podía decirle que estaba atado por unos vínculos dobles, mis votos sacerdotales y las cadenas aún más terribles e indisolubles que me ataban a Via Dei?

Ella no podía vivir con su sentimiento de culpa y una mañana la encontraron muerta por una sobredosis de pastillas para dormir. Para poder enterrarla en sagrado, el médico dijo que se trato de una sobredosis accidental, pero él sabía, y yo sabía que lo sabía, que fue un suicidio. Solo Pilar, Dios y yo sabemos por qué cometió el más terrible e imperdonable de los pecados.

Ahora, esta pobre chica, la mujer a la que amaba verdaderamente, se quema en el Infierno, víctima de mis propias indiscreciones. No puedo pedir el perdón de mi alma porque está vinculada a la condenación eterna del alma de mi querida Pilar.

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