Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Las alquerías desparramadas surgen apenas de ella; provoca el sol algún relumbro en las techumbres de las mezquitas; un humo calmo se iza y espesa la neblina; motea las laderas el blanco de las tumbas. Por fortuna, aquí la temperatura del invierno es mucho más cálida que la de Granada. Mi edad no soportaría sus noches de enero: es la única añoranza que no siento.
Para llegar al tumultuoso río de los curtidores y de los tintoreros que parte la ciudad, es preciso atravesar un universo: calles bordeadas de humeantes calderos y madejas de colores chillones; el buen olor a maderas quemadas; los suelos, de piedra abrillantada por los ácidos, que se adentran hacia los hornos interiores... Un día bajé al infierno de las curtidurías por una cuesta resbaladiza y repugnante tapizada de pelos, lanas, boñigas, regatos pestilentes. Mis ojos, educados a huir de la fealdad, se refugiaron en una maceta de lirios rosas y albahaca: allí estaba, sobre un alféizar, incontaminada y portentosa; en un sitio tan inmundo, ¿qué es lo que hacía? (Quizá debería de preguntarme mejor por qué llamo inmundo a ese sitio y portentosa a esa maceta.) Al final de la cuesta, las pilas de mordientes, hechos con excrementos de paloma, y los muros que cierran esta mina fogosa, tachonados de pieles puestas a secar; en el verano, para que no las perjudique el sol, sólo de noche las extienden. Los curtidores y sus aprendices trabajan silenciosos y rítmicos. En medio de ese cráter hostil, sobre el filo de los pilones, semidesnudos, con las piernas teñidas, adoptan armoniosas y elegantes posturas, semienvueltos en vapores que brotan como un vaho de una garganta viva. Acuclillados, con cortantes y feroces utensilios, limpian de pelos y desigualdades el revés de las pieles.
(‘Los animales jóvenes —me dicensuministran mejores cueros’: es desalentador que hasta en la muerte sean los jóvenes los que alcanzan más éxito; a los viejos, ni la muerte los aplaude.) En esas tenerías, dentro de un tétrico zaquizamí, he conocido a un hombre que lleva trabajando en ellas setenta años; señalando a un invisible rincón, en el que se adivinaba un redujo inmóvil, me dijo: ‘Ése es mi padre’. Un muchacho, con un bichero, recoge pieles que llevan uno o dos meses en la cal. Más allá, otro hace los movimientos de quien pisa en un lagar la uva, como si frotase las pieles contra el suelo, o buscase con los pies una transconejada en el fondo de una pileta. Las norias verticales marean el sonoro caudal del río.
Desde los altos secaderos se otean los terrados de la orilla de enfrente: es el barrio de los Andaluces; hacia él se van mis ojos...
El rostro de la medina se muda con las horas. Al mediodía, en el Zoco Grande, apenas se distingue una palmera contra el color arena del conjunto; apenas, las tejas verdes de una madraza, o la azulejería de un alminar; a la ropa tendida no la menea el aire. A las tres de la tarde, todo es un ruido vertiginoso y sin matices; de pronto, un griterío: el Zoco Grande reza. Si me descuido, súbitamente me encuentro solo...
¿Dónde se han ido las demás hormigas? Lo mismo que en la vida de un hombre, hay aquí horas en que se rompen todos los juguetes y sólo queda ensimismarse. Con poderosos pies, se acerca la profunda noche de la medina; ni una luz hay ya en ella, un crujido no más, un resbalar incógnito, y las calles cuajadas de olores naturales...
¿Cómo conocí a Amín y a Amina?
A un paso de la mezquita de los Andaluces tiene su minúsculo obrador un herrero. Uno de los obreros, el de tez más morena, me sonreía siempre que nuestros ojos se cruzaban. Mientras enderezaba los hierros sobre el yunque, o los retorcía para soldarlos luego al lujoso enrejado, no dejaba de mirarme. Cerca de la herrería estaba el taller de un tornero. Pero el tornero no me miraba nunca; tanto, que sentía su desatención con más intensidad que si no me quitase la mirada de encima. ¿Había visto antes aquella cara angulosa y hermética? ¿Quizá en el Zacatín granadino? Era inútil tratar de recordar; mi tarea es ahora olvidar cuanto viví, y cuanto supe y tuve.
Aquel tornero, mediante un sencillo e ingenioso mecanismo, trabajaba a la vez con las manos y con los pies, enfrascado en una envidiable concentración —que yo notaba hostil— hasta después de ponerse el sol. Sus ojos, que parecían dormitar, no se levantaban nunca de los maderos de laurel. ¿De qué color serían? No lo pude saber.
Una mañana me enteré, sin embargo, por el herrero de que era, en efecto, granadino.
Pocos días después apareció cerrada la tienda del tornero.
Eché de menos su intrincada labor, que me divertía observar como se observan, entre la admiración y el asco, las contorsiones de un cuadrumano. Y eché de menos su intencionada ausencia de miradas. Una noche soñé con el tornero; tenía los ojos verdes.
Pasaron unos días más. El herrero cetrino y sonriente, por fin, me dijo:
—El tornero se ha muerto, señor. Aquéllos son sus hijos.
En los escalones de la mezquita había sentados dos muchachos idénticos de doce o trece años. Pese a una pequeña diferencia de estatura, saltaba a la vista que eran gemelos; pero por un error de la Naturaleza, si es que ella los comete, uno de ellos era varón y el otro hembra. Quizá el hecho de que su padre trabajara por igual con los pies y con las manos tenía algo que ver. Al darlos a luz, había muerto su madre. Esta circunstancia infeliz me los aproximaba. No tenían familia: sus padres vinieron de Granada cuando yo salí de ella.
Me pareció obligado traerlos a mi casa; aquí están desde entonces.
Son, para mí, el resumen de dos mundos: el de esa medina, que se me exhibe y se me esconde (un resumen, como ella, inexplicable, turbador y bello), y el de mi mundo de ayer, el resumen de los desperdigados y preciosos vestigios que hay de Granada por la tierra.
Los dos son agudos y despiertos, de genio vivaracho y expresión penetrante. Su mirada es avizoradora, atenta a todo, saltarina y desconfiada. Su sonrisa asoma con rapidez apenas se les mira, como una excusa previsora de una probable acusación. Su nariz es corta y no muy recta. Sus ojos, verdes como los de su padre en mi sueño, son tan brillantes que parecen encendidos en su interior; hasta el punto de que, si los detienen sobre mí, he de esforzarme para sostenerlos sin apartar los míos. Sus cuerpos son melodiosos: es la palabra que mejor les cuadra. El muchacho tiene andares gallardos y retadores, y separa un poco las piernas, dándoselas de hombre; por eso mismo trata a su hermana al tiempo con dureza y benevolencia, como se trata a un niño. El aspecto de ella es obediente y dulce —creo, sin embargo, que encubre una firmeza inamovible—, y, ante la menor duda, vuelve los espléndidos ojos a su hermano. Es notorio que hay un pacto entre ellos, explícito o no, que los vincula y los identifica frente al resto del mundo: un mundo del que yo formo parte todavía. A falta de otra ocupación, he vigilado a los muchachos, los he estudiado con detenimiento.
Al principio, furtivamente; luego osé hablar con ellos. La diferencia entre nosotros era tan grande como un mar: ellos, o estaban muy distantes, o se ocultaban tras las olas. No obstante, a riesgo de precipitarme, saqué mis conclusiones: la vida no los ha dejado intactos, pero sí ilesos; el dolor los atacó, pero no los ha acribillado o, por lo menos, no dejó huellas en su alma. (No creo que se planteen siquiera ese asunto de su alma.) Y reflexiono una vez más.
Quizá el dolor y el amor sean sólo emanaciones de la individualidad.
Sólo el verdadero individuo, es decir, el que tiene cubiertas ciertas necesidades inferiores, es capaz de sentirlos. El pueblo es sólo especie; como especie, es inmortal: incapaz de amor por ello, pero a cambio, por ello también, impasible.
¿Tengo derecho a hablar así?
¿He merecido yo lo que poseo? Más aún, ¿soy pasible? Después de tantas pérdidas, ¿lo soy? Sólo un peligro de dolor o de muerte que se corre con deliberación —un peligro no impuesto— hace pasar al hombre, de una vida latente y sólo física, a una vida esencialmente humana.
Cuando no se expone la vida, sino que se conserva y perpetúa nada más a través de uno como un mero vehículo, no merece tal nombre. Yo lo sé: mucho tiempo he vivido para el conflicto, para el desafío, para el prodigio, lastimoso o benéfico, que encendía mis años; pero perdí el motivo y la razón del riesgo: me fueron total y absurdamente arrebatados. Y su carencia es hoy un reguero de fuego que lo consumió todo, hasta el dolor. (Ahora el dolor, anestesiado para seguir viviendo, se ha convertido en un sordo estado de melancolía, en un umbrío fondo de desdicha que no me permite ver, ni querer ver, el mundo. Ahora soy como un barco vacío a la deriva.) Yo he despreciado a quienes se resignaban a sobrevivir; a los que, como estos dos muchachos, nacían destinados sólo a eso. ‘Porque vivir —me decía— no es continuar vivo, sino participar en el misterio, en las desalmadas siembras de la vida y en sus recolecciones: crear vida, y no sólo engendrarla.’
¿Acaso por eso están aquí Amín y Amina? ¿Serán ellos el último reducto donde debe latir mi corazón?
Los animales salvajes y el pueblo menesteroso, si los examinaba con detenimiento, me dejaban exhausto. Cuando la vida es un irresistible impulso, dirigido con exclusión de lo demás a no morir, se vuelve incomprensible y rígida, como un deber sordomudo desprovisto de cualquier recompensa. En la incesante noria, los cangilones se llenan y se vacían de un agua indiferente; suben y bajan, utilizados o inutilizados sin su consentimiento. ¿Y es vida eso, ese constante azacaneo, esa persecución del alimento, del cubil, de los hijos? El ser humano tiene una parte que pertenece a la indómita naturaleza, pero ¿no tiene otra en que la contradice? El amor, que en apariencia nos empuja a engendrar otra vida, ¿no mueve a los amantes a quitarse la suya en las mejores ocasiones? El náufrago que se ahoga es más grande que el mar; porque el náufrago sabe que se muere y el mar no sabe que lo mata.
Sobrevivir; pero ¿hasta dónde?
¿Será la ferocidad la única arma, una ferocidad tan inocente e irracional como la ternura con que el león lame a sus crías? Sobrevivir a toda costa no es humano. La muerte es seductora: la primera noche de veras relajada, el dócil almohadón en el que el cuerpo, con un suspiro, se evade y se disuelve.
Morir es la irremediable meta de la casualidad, la conclusión del no solicitado encargo: reposar la cabeza, cerrar los ojos, y que cese el miedo. Ay, qué fácil sería: un leve corte en la vena precisa, y desaparece el temor a un mañana de ataques impensados, de hoscos aires de enemistad, de derrotas y de envejecimiento; un mañana que desmoronará la ferocidad imprescindible para sobrevivir, y que nos desamparará bajo la dentellada del más joven que empieza. Se terminó: el leve corte, y lo oscuro nos arropa con su maternal connivencia. ¿No será el hombre más hombre si exacerba lo que de menos animal hay en él: esa capacidad de interrumpir a discreción de su vida? Y, sin embargo, ¿en qué afecta a la vida que un individuo muera, sea hombre, o fiera, o pez que sigue el ojo bizco de un niño pequeño?
No sé si eran éstas las razones que me movieron a acercarme, progresiva y lentamente, a Amín y a Amina, como quien se acerca a unos cachorros huérfanos de tigre. No sé si fue reemprender una tarea de experiencias y de enseñanzas, o defenderme detrás de su escudo valeroso, o suministrarle un sentido a toda esta oquedad, o sustituir a mis propios hijos que ya no están conmigo y que no me respetan, ni acaso me respetaron nunca, o tratar de que suplanten a una hija nonata que por lo mismo no me ha decepcionado, o acaso todo junto.
Mejor será no preguntarme si sobrevivir es también ir viviendo de una prórroga en otra.
Me inunda un aluvión de noticias de lo que, a lo largo de estos años, ha ido sucediendo en Granada. Los musulmanes de allí han podido irse haciendo a la idea; a mí se me desploma todo encima a la vez, y me abruma. Es cierto que el tiempo diluye y dosifica el dolor y la vida, y es él quien nos lleva de su mano, con benignidad —si le dan tiempo al tiempo—, camino de la muerte.
En la plaza de Bibarrambla encendieron una hoguera con libros: los que dejé en la Alhambra y los hallados en las casas en que, según las capitulaciones, no podían entrar. Nada se ha respetado: ni la ciencia, ni la filosofía, ni la medicina. Libros que representaban siglos de amor y de dedicación: nuestras oraciones, nuestras “qasidas”, nuestra mística y nuestra música. Todo ardió. Si cierro los ojos, veo el humo, ascendiendo como un árbol de insensatez, de resquemor y de contradicción, clamando hacia el limpio cielo de Granada.
Veo consumirse en el fuego libros lujosos como pájaros, coloreados guadameciles, platas chapadas, meticulosas filigranas, figuras que el refinamiento de nuestra cultura tardó cientos de años en crear.
Veo arder mi cultura, y escucho las campanas enemigas repicar a gloria. ¿A qué gloria? ¿A qué unidad aspiran los feroces? ¿El camino de la unidad será el destrozo, la violencia de los cuerpos y de las fes y de las opiniones, la aniquilación de cuanto no sea idéntico?
En Ronda han muerto tantos que la sierra Bermeja se llamará desde ahora bermeja por la sangre, no por el matiz de sus piedras; las sublevaciones de la Alpujarra se han ahogado en más sangre todavía.
Toda aquella belleza sumida en sangre y llanto. Qué cristiana manera de cristianizar la de expedir al Paraíso a quienes les estorban. Qué falsía la de disfrazar la política con los recados de la divinidad. ‘O bautizarse, o pasar a África en las naves del rey, a diez doblas por cabeza’; pero previamente les habían arrapado las doblas. ¿Qué le dirán de noche a su Dios esos reyes, si es que de verdad creen en Él? Los criminales por decreto divino, los torturadores de la fe, ¿cómo rezarán a su Dios?
Muchos granadinos de los que pasaron al Norte de África, aún resisten dedicados a la piratería.
Quizá no esperan volver ellos mismos un día, sino que luchan para sus hijos y para sus nietos. Hay momentos en que me devora la necesidad de poner mi nombre y mi bandera carmesí al frente de ellos y de morir con ellos. Su pasión es la que ha ratificado a los cristianos en que el único medio de vender al Islam es cortar con el cuchillo de la religión las vías del Estrecho. Bautizar a los musulmanes de la Península, pero conquistar también y convertir, para mayor descanso, las plazas costeras africanas.
Y aquí se han presentado. ¿Se dejará engañar por ellos su Dios?
¿Se engañan a sí mismos? Conquistaron Orán por el puro botín; a nadie le interesaba convertir a nadie, ni convencer a nadie; la rapiña tan sólo: degollar, acuchillar, picar como toros a ‘la morisma’ para acabar con ella. No han dejado más de 80 moros vivos.