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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (55 page)

BOOK: El manipulador
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Rowse sintió que todo le daba vueltas y una ola de amarga furia se movió en su interior.

—Los periódicos decían que había sido asesinado por traficantes en drogas —replicó—, como venganza por lo que les había hecho.

—Por desgracia, no. Los que hicieron eso están implicados en el tráfico de drogas, pero su principal entusiasmo consiste en poner bombas en los lugares públicos, sobre todo en el Reino Unido.

—¿Pero por qué? ¿Por qué habrían de estar interesados en Ulrich esos irlandeses sanguinarios?

—No lo estaban, mi querido Mr. Rowse. Les interesaba descubrir qué hacía usted realmente en Hamburgo, entonces pensaron que su amigo podría estar informado de ello. Y resultó que su amigo lo estaba. Parecía convencido de que detrás de las «mentiras» que usted le había contado sobre ciertos terroristas americanos «de ficción» se ocultaban unas intenciones de índole bien distinta. Esa información, cimentada con otros mensajes que recibimos de Viena, me hizo llegar a la conclusión de que usted puede resultar una persona interesante para sostener una amigable charla. Y confío en que lo sea, Mr. Rowse, por su bien, confío sinceramente en que lo sea. Y ahora ha llegado el momento de hablar. Pero no aquí.

Dos hombres habían aparecido de repente a espaldas de Rowse. Eran altos y fuertes y de tez aceitunada.

—Me parece que deberíamos dar un pequeño paseo —dijo al-Mansur.

—¿Se trata de ese tipo de paseos de los que uno suele volver sano y salvo? —preguntó Rowse.

Hakim al-Mansur se puso de pie.

—Eso depende de si usted es capaz de contestar un par de sencillas preguntas a mi entera satisfacción —replicó al-Mansur.

McCready, alertado por Danny desde el otro lado del valle, estaba esperando el automóvil cuando éste salió a la calle por el pórtico del «Apolonia». Vio alejarse el coche de los libios, con Rowse en el asiento trasero, entre dos corpulentos matones.

—¿Los seguimos, jefe? —preguntó Bill desde el asiento trasero del «Orion».

—No —contestó McCready—. Intentarlo sin luces por esas condenadas curvas sería suicida. Si encendemos los faros, acabaríamos con el juego. Al-Mansur ha sabido elegir muy bien su terreno. Si Rowse vuelve vivo, ya nos contará lo que ha ocurrido. Y si no… Bien, al menos habrá desempeñado su papel hasta el final. El cebo está siendo examinado. Mañana sabremos si ha sido aceptado o rechazado. Por cierto, Bill, ¿puedes entrar al hotel sin ser visto?

Bill lanzó una mirada a su jefe como si le hubiese ofendido gravemente.

—Introduce esto por debajo de la puerta de su habitación —ordenó McCready mientras entregaba un folleto turístico al sargento.

El viaje por las montañas se prolongó durante una hora. Rowse tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no volver la cabeza. No obstante, en dos ocasiones, mientras el conductor libio se afanaba por tomar unas curvas muy cerradas, Rowse pudo observar el camino por donde habían pasado. Y en dos ocasiones, el conductor se detuvo a un lado de la carretera, apagó las luces y se quedó esperando durante más de cinco minutos. Ningún coche pasó por su lado. Poco antes de la medianoche llegaron a una espléndida villa y el coche se detuvo ante una puerta de hierro forjado. Rowse salió del vehículo y penetró en la casa, cuya puerta había abierto otro libio corpulento. Contando al-Mansur, ya eran cinco. El asunto se complicaba.

Otro hombre los esperaba en el gran salón al que habían conducido a Rowse. Era un auténtico peso pesado, fornido, alto, de unos cuarenta y ocho años, aspecto brutal, rostro de facineroso y manos grandes y rojizas. Se advertía claramente que no era libio. En realidad, Rowse lo reconoció en seguida, pero no dio signos de ello. Aquel rostro había sido uno de los que aparecían en la «Galería de Tunantes» de McCready, que éste le había mostrado por si se topaba con él en el caso de que aceptara introducirse en el mundo del terrorismo y del Oriente Medio.

Frank Terpil era un renegado de la CÍA, expulsado de la Agencia en 1971. De inmediato se había entregado en cuerpo y alma a lo que era la auténtica y por demás lucrativa vocación de su vida, asesorando al dictador de Uganda, Idi Amin, en todo lo concerniente a los más refinados métodos e instrumentos de tortura y a los trucos y tácticas que el buen terrorista ha de dominar. Cuando el monstruo de Uganda fue derrocado y su sanguinaria Dirección Estatal de Investigaciones, disuelta, el dictador había presentado ya al estadounidense al coronel Muammar el-Gaddafi. Desde entonces, Terpil, asociándose a veces con otro renegado llamado Ed Wilson, se había especializado en el suministro de un amplio espectro de material y tecnología terroristas a las bandas más extremistas de todo Oriente Medio, mientras continuó siendo el fiel servidor del dictador libio.

Aunque había pasado unos quince años alejado de los círculos de Inteligencia del mundo occidental, Frank Terpil seguía siendo considerado en Libia como el experto «norteamericano». Esto era algo que le venía muy bien para ocultar el hecho de que desde los últimos años de la década de los ochenta se hallaba totalmente fuera de juego.

Dijeron a Rowse que se sentara en una silla colocada en el centro de la habitación. Todo el mobiliario estaba cubierto por fundas para protegerlo del polvo. Se advertía claramente que la villa era el lugar de vacaciones de alguna familia pudiente y que había permanecido cerrada durante todo el invierno. Los libios debían de haberla ocupado sólo esa noche, de ahí que no hubieran tomado la precaución de vendarle los ojos durante el trayecto.

Hakim al-Mansur quitó una funda y se sentó con expresión de fastidio en una silla de alto respaldo y tapizada de brocado.

Una única bombilla desnuda pendía por encima de la cabeza de Rowse. Terpil advirtió la seña que al-Mansur le hizo y avanzó pesadamente hasta situarse frente a Rowse.

—Bien, muchacho, charlemos. Ha estado dando vueltas por toda Europa en busca de armas. De un armamento muy particular. ¿Qué demonios busca en realidad?

—Datos para una nueva novela. Ya he intentado explicar eso una docena de veces. Se trata de una novela. Ése es mi oficio, eso es lo que hago. Escribo novelas de
suspense
. Sobre mercenarios, espías, terroristas, terroristas de ficción.

Terpil le dio una bofetada, en una mejilla, no muy fuerte, aunque sí lo suficiente como para que entendiera que recibiría más golpes si era necesario, una buena cantidad de golpes.

—¡Acabe con esa mierda! —le dijo sin animosidad—. De un modo u otro estoy dispuesto a enterarme de la verdad, y utilizaré cualquier medio para conseguirlo. Podríamos lograrlo sin dolor; a mí me da lo mismo. ¿Para quién trabaja usted en realidad?

Rowse fue revelando su historia poco a poco, como le habían indicado, recordando a veces las cosas con toda exactitud, pero titubeando otras, como si hurgara en su memoria.

—¿En qué revista?

—Soldier of Fortune.

—¿Qué número?

—El de abril… o mayo, del año pasado. Un momento, en el de mayo, en el de abril, no.

—¿Qué decía el anuncio?

—Se requieren especialistas en armamento, del área europea, para una misión interesante… O algo parecido. Y el número de un apartado postal.

—¡Gilipolladas! Compro esa revista cada mes. No apareció tal anuncio.

—Pues apareció. Puede comprobarlo.

—Lo haremos —murmuró al-Mansur desde un rincón de la habitación. Estaba tomando notas con una fina pluma de oro en un cuadernito «Gucci».

Rowse sabía que Terpil mentía. Había aparecido un anuncio así en una de las páginas de
Soldier of Fortune
. McCready lo había encontrado, y unas cuantas llamadas telefónicas a sus amigos de la CÍA y del FBI habían bastado para asegurarse de que el anunciante pudiera ser localizado para que no tuviese la oportunidad de desmentir que había recibido una respuesta de un tal Mr. Thomas Rowse, de Inglaterra.

—Entonces, conteste.

—Pues sí. Con una simple carta. Di otra dirección. En ella puse mis antecedentes y experiencia. Por último les di instrucciones acerca de cómo hacerme llegar la contestación, si es que había alguna.

—¿Cuáles eran?

—Un pequeño anuncio. En el
Londón Daily Telegraph
.

Rowse lo citó textualmente. Se lo había aprendido de memoria.

—Cuando apareció el anuncio ¿se pusieron en contacto?

—Ya lo creo.

—¿En qué fecha?

Rowse le dio la fecha. Había sido en octubre del año anterior. McCready se había topado con el anuncio. Lo había elegido al azar, era un anuncio breve y auténtico, insertado por un inocente ciudadano británico, pero con un texto que podría encajar. El
Daily Telegraph
se había mostrado conforme en alterar sus archivos para que quedase constancia de que el anuncio había sido puesto por alguien que vivía en Estados Unidos y que lo había pagado al contado.

El interrogatorio prosiguió. Hablaron de la llamada telefónica que había recibido desde Estados Unidos después de que pusiera un nuevo anuncio en el
New York Times
. (Esto también había logrado descubrirse tras horas de investigación: un anuncio verdadero en el que aparecía un número telefónico de Inglaterra. Entonces cambiaron el número del teléfono particular de Rowse para hacerlo coincidir con el del anuncio.)

—¿Y por qué tantos rodeos para establecer contacto?

—Me imaginé que yo necesitaba toda esa discreción por si el anuncio original no era más que una trampa. Y pensé también en que esos misterios impresionarían a la persona que puso el anuncio.

—¿Y le impresionaron?

—Por lo visto, sí. El hombre que me llamó me dijo que le gustaba mi forma de actuar. Me dio una cita.

—¿Para cuándo?

—Para noviembre del pasado año.

—¿Dónde?

—En el «Georges Cinq», en París.

—¿Qué aspecto tenía?

—Juvenil, bien vestido, hablaba correctamente. No se registró en el hotel. Lo comprobé. Se hacía llamar Galvin Pollard. Nombre a todas luces falso. Con aspecto de
yuppie
.

Terpil puso cara de asombro.

—¿De qué?

—Un hombre joven, activo y enérgico, un profesional que está haciendo carrera vertiginosamente —intervino al-Mansur—. La verdad es que te estás quedando atrás.

Terpil enrojeció.

—¿Qué le dijo?

—Que representaba a una agrupación de ultrarradicales que ya estaban cansados y enfermos de soportar la Administración Reagan, de su hostilidad para con la Unión Soviética y el Tercer Mundo y, en particular, del uso de los aviones y del dinero de los contribuyentes estadounidenses para bombardear a mujeres y niños en Trípoli, el pasado mes de abril.

—¿Y le dio una lista con las cosas que ellos necesitaban?

—Sí.

—¿Fue esta misma lista?

Rowse se quedó mirando el papel que el otro le tendía. Era una copia de la lista que había mostrado a Kariagin en Viena. El hombre debía de poseer una memoria soberbia.

—Sí.

—Minas «Claymore», ¡por el amor de Dios! Semtex-H. Maletines con trampas explosivas. Estamos hablando de armas de alta tecnología. ¿Para qué diablos quería todo eso?

—Dijo que sus gentes pensaban dar un golpe. Un gran golpe. Mencionó la Casa Blanca. Y el Senado. Parecía particularmente obsesionado con el Senado.

«Consintió en que el aspecto monetario de la operación fuese realizado sin intervención personal suya. Mediante una cuenta de medio millón de dólares en el
Kreditanstalt
de Aquisgrán».

(Gracias a McCready, esa cuenta existía realmente, datada
a posteriori
en la fecha adecuada, ya que el secreto bancario no es siempre tan seguro como debería ser. Los libios podrían confirmar la operación si lo deseaban.)

—Bien, ¿por qué se metió en eso?

—Había una comisión del veinte por ciento. Cien mil dólares.

—¡Calderilla!

—No para mí.

—Escribe novelas de acción, ¡recuérdelo!

—Que no se venden del todo bien. Pese a que mis editores las anuncian a bombo y platillo. Quería ganarme algunos
bobs
.

—¿Bobs?

Chelines —murmuró al-Mansur—. Es el equivalente británico de unos
billetes
, o algo de
calderilla
, como te plazca.

A las cuatro de la madrugada, Terpil y al-Mansur se retiraron a deliberar. Hablaron largo y tendido en una habitación contigua.

—¿Puede ser verdad eso de que exista un grupo radical en Estados Unidos dispuesto a cometer un atentado contra la Casa Blanca y el Senado? —preguntó al-Mansur.

—Seguro —contestó el fornido estadounidense, que odiaba su país—. En una nación de esas dimensiones puedes encontrar todo tipo de cosas, hasta las más estrafalarias. ¡Dios mío, una mina «Claymore» colocada dentro de un buzón en los patios de la Casa Blanca! ¿Te lo imaginas?

Al-Mansur podía imaginárselo. La mina «Claymore» es una de las armas antipersonales más devastadoras que haya sido inventada. En forma de disco, se alza por los aires en el momento de su detonación, entonces, desde todo el perímetro del disco, arroja miles de bolitas a presión, que se esparcen a la altura de la cintura. Un disco de ésos, arrojando proyectiles, es capaz de segar la vida de centenares de seres humanos. Colocada en una estación de ferrocarril concurrida, una mina «Claymore» dejará a muy poca gente con vida en un espacio ocupado por miles de personas. Por ese motivo, Estados Unidos interponen con tanta vehemencia su veto al uso de las minas «Claymore». Pero por doquier se han construido copias de ese modelo de armas…

A las cuatro y media los dos hombres regresaron. Aun cuando Rowse no lo sabía, los dioses inmortales se habían mostrado clementes con él esa noche. Al-Mansur necesitaba llevar algo concreto a su caudillo sin dilación alguna para que satisficiera sus deseos de venganza contra Estados Unidos; Terpil tenía que probar ante sus anfitriones que seguía siendo la persona que ellos necesitaban para mantenerse informados sobre Estados Unidos y el mundo occidental. Finalmente, ambos hombres creyeron lo que Rowse les decía por la misma razón que anima a la mayoría de los hombres a creer: porque quieren creer en ellas.

—Puede irse, Mr. Rowse —dijo al-Mansur, afable—. Comprobaremos lo que nos ha dicho, por supuesto, y me mantendré en contacto con usted. Quédese en el «Apolonia» hasta que yo le avise o lo haga alguien enviado por mí.

Los dos pesos pesados que le habían llevado hasta allí le condujeron de vuelta hasta la misma puerta del hotel antes de desaparecer en su automóvil. Cuando entró en su habitación, encendió las luces, ya que la claridad del amanecer no era lo bastante intensa para iluminar ese aposento orientado a Occidente. Al otro lado del valle, Bill, que hacía guardia en ese momento despertó a McCready, que dormía en Pedhoulas, con el radiotransmisor.

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