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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (72 page)

BOOK: El manipulador
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—Todo a su debido tiempo, damas y caballeros. Todavía es muy pronto para aventurar conclusiones.

—¡Pero ya hemos recobrado la bala! —anunció Parker con orgullo manifiesto.

Los objetivos de todas las cámaras se volvieron hacia él. Hannah empezó a creer que el asesino se había equivocado de víctima. Aquello empezó a convertirse en una rueda de prensa. Hannah no deseaba en modo alguno que tal cosa ocurriera.

—Esta noche les ofreceremos una explicación exhaustiva —dijo—. Pero de momento debemos regresar al trabajo. ¡Muchas gracias!

Empujó a Parker hasta el «Land Rover» de la Policía y se dirigieron de vuelta al palacio de la gobernación. Hannah pidió a Bannister que telefoneara a Nassau y pidiera que enviasen esa misma tarde un avión con una camilla, un carrito, un saco para cadáveres y dos ayudantes. Luego acompañó al doctor Jones a donde éste había dejado su automóvil. Los dos hombres se encontraron a solas.

—Dígame una cosa, doctor, ¿hay alguien en esta isla que conozca realmente a cada uno de sus habitantes y que sepa todo cuanto ocurre aquí?

El doctor Cractacus Jones sonrió con picardía.

—Esa persona soy yo —respondió—; pero no, nunca me atrevería a hacer conjeturas sobre quién pudo haber hecho esto. A fin de cuentas, hace sólo diez años que volví de Barbados. Si desea enterarse de la verdadera historia de estas islas, tendría que visitar a Miss Coltrane. Ella es algo así como… la abuela de las islas Barclay. Si quiere averiguar quién podría ser considerado sospechoso en este caso, ella es la única que podría decírselo.

El doctor se despidió y se alejó en su abollado «Austin Mayflower». Hannah se encaminó hacia donde se encontraba el sobrino del médico, el Inspector Jefe Jones, el cual seguía de pie, junto a su «Land Rover».

—Quisiera pedirle un favor, señor inspector jefe —le dijo Hannah, con exquisita cortesía—. ¿Tendría la amabilidad de ir a la pista de aterrizaje y hacer algunas comprobaciones con el oficial encargado del control de pasaportes? ¿Quiénes han salido de la isla desde que se produjo el asesinato, si es que ha salido alguien? Exceptuando, por supuesto, a los pilotos de los aviones que hayan aterrizado, dado media vuelta y despegado de nuevo sin haberse salido de la pista de aterrizaje.

El Inspector Jefe se llevó la mano a la gorra para saludarlo y se dirigió hacia el aeropuerto. El «Jaguar» estaba aparcado delante del palacio de la gobernación. Osear, el chófer, se dedicaba a limpiarlo. Parker y el resto del equipo se encontraban en la parte posterior de la casa, buscando la bala perdida.

—¿Osear?

—Sí, diga —respondió el aludido, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Conoce a Miss Coltrane?

—¡Por supuesto, señor! Una dama muy distinguida.

—¿Sabe dónde vive?

—Sí, señor. En
Villa Flamingo
, en lo alto del monte del Spyglass.

Hannah echó una mirada a su reloj de pulsera. Eran las once y media de la mañana y hacía un calor de mil demonios.

—¿Estará allí a estas horas?

Osear le miró con gesto sorprendido.

—Desde luego, señor.

—¿Quiere llevarme a verla?

El «Jaguar» serpenteó por las callejuelas de la ciudad hasta salir a las afueras; poco después comenzaba a subir por los angostos y empinados vericuetos del monte Spyglass, a unos diez kilómetros de Port Plaisance. Era un modelo antiguo, del tipo
Mark IX
, un clásico en su género, construido según las técnicas y los gustos de antaño y en el que se podía oler el fuerte perfume del cuero y el inconfundible aroma del nogal barnizado. Hannah iba en el asiento de atrás y contemplaba el paisaje que se deslizaba lentamente al otro lado de la ventanilla.

La apretada maleza de las tierras bajas cedió el lugar a una vegetación mucho más verde y exuberante en las altas laderas. Pasaron junto a pequeñas plantaciones de maíz, de mangos y de papayas; a ambos lados del camino se alzaban cabañas de madera, frente a cuyas puertas había corrales polvorientos en los que las gallinas picoteaban el suelo. Chiquillos de tez morena oyeron la llegada del automóvil y salieron a todo correr al borde del camino para saludar con gestos y ademanes frenéticos. Hannah les devolvió el saludo.

Pasaron por delante del blanco y limpio edificio de la clínica infantil que Marcus Johnson había donado. Hannah miró hacia atrás y divisó, a lo lejos, la ciudad de Port Plaisance, que dormitaba amodorrada por el calor. Pudo distinguir los rojos tejados de la tienda frente a los muelles y de la contigua fábrica de hielo donde el congelado gobernador dormía; también el arenoso descampado de la plaza del Parlamento, la torrecilla de la iglesia anglicana y el techo de tejas de madera del hotel «Quarter Deck». Y más allá, al otro extremo de la ciudad, refulgiendo en la reverberante colina, se encontraba el recinto amurallado del palacio de la gobernación. «¿Pero a cuento de qué puede haber estado interesado alguien en pegarle un tiro al gobernador?», se dijo.

Pasaron por delante de una pulcra casita de campo que, en otros tiempos, había pertenecido al difunto Mr. Barney Klinger, tomaron después dos curvas y salieron a la cima de la montaña. Allí se alzaba una hermosa mansión de color rosa,
Villa Flamingo
.

Hannah tiró de una cadena de hierro forjado que pendía a su lado de la puerta, y, a continuación, dentro de la casa se escuchó un melodioso campanilleo. Una chica de unos quince años acudió a abrirles la puerta; llevaba una sencilla bata de algodón, de la que sobresalían sus desnudas piernas negras.

—Quisiera ver a Miss Coltrane —dijo Hannah.

La chica asintió con la cabeza y le hizo pasar, acompañándole hasta un amplio salón, muy fresco y bien ventilado. Grandes puertas de doble hoja, abiertas de par en par, daban a un balcón desde el que se disfrutaba de una espectacular vista de la isla y del reluciente mar azul que se extendía hasta la Andros, en las Bahamas, ocultas al otro lado de la línea del horizonte.

Pese a no haber aire acondicionado, la temperatura en el aposento era realmente fresca. Hannah advirtió que la casa carecía de electricidad. Sobre tres mesitas había sendas lámparas de aceite de cobre pulcramente bruñido. La refrescante brisa entraba por el abierto balcón gracias a la corriente de aire que se establecía con las ventanas abiertas en la pared opuesta de la sala. El mobiliario indicaba a las claras que se trataba del cuarto de estar de una persona ya mayor. Hannah empezó a pasearse por la habitación mientras esperaba.

Había multitud de cuadros en las paredes, hileras de ellos, y todos de aves del Caribe, primorosamente pintadas a la acuarela en delicados colores. El único que no era el de un pájaro representaba a un hombre que exhibía de cuerpo entero el blanco uniforme de un gobernador colonial británico. La figura se encontraba gallardamente firme, abarcando con su mirada el aposento, con una cabeza en la que destacaban sus blancos cabellos y su bigote, igualmente blanco, en un rostro de tez bronceada, de líneas enérgicas y expresión infantil. Una fila de medallas diminutas cubría la pechera izquierda de su guerrera. Hannah se aproximó para leer el letrero colocado en la parte inferior de esa pintura al óleo. Rezaba:
Sir Robert Coltrane, titular de la Orden de Caballero del Imperio Británico, gobernador de las islas Barclay, 1945-1953
. La figura mantenía su blanco yelmo, adornado con un penacho de blancas plumas de gallo, en la curvatura de su brazo derecho, mientras que su mano izquierda descansaba en la empuñadura de la espada.

Hannah sonrió con tristeza. «¿Así que la Miss Coltrane ha de ser en realidad Lady Coltrane, la viuda del que fuera gobernador de estas islas?» Siguió inspeccionando el aposento hasta toparse con un armario de acristaladas puertas, que hacía las veces de escaparate de muestras. Detrás de las vidrieras, colgando de la pared del fondo, se encontraban los trofeos militares del difunto gobernador, recolectados y exhibidos por su viuda. Allí estaba el cordón de color púrpura intenso del que pendía la Cruz de la Victoria, la más alta condecoración británica que se concede por el arrojo y el valor en los campos de batalla, y también se indicaba la fecha en que obtuvo tal galardón: 1917. A ambos lados de esa medalla se veían la Cruz de Servicios Distinguidos y la Cruz al Mérito Militar. Alrededor de esas condecoraciones estaban dispuestos algunos otros objetos que el guerrero habría llevado consigo en sus campañas.

—Fue un hombre muy valiente —dijo claramente una voz a espaldas de Hannah, el cual se dio media vuelta, visiblemente embarazado.

La dama había entrado en silencio; las ruedas de goma de su silla no habían producido ruido alguno sobre las baldosas. Era una mujer menuda y de aspecto delicado, de rizados cabellos blancos y brillantes ojos azules.

Detrás de ella se alzaba el sirviente que había conducido a la inválida en su silla de ruedas desde el jardín, un auténtico gigante cuyas dimensiones infundían pavor. La dama se volvió hacia el criado.

—Muchas gracias,
Firestone
, ya puedo arreglármelas sola.

El gigante saludó con una inclinación de cabeza y se retiró. La dama hizo rodar su silla de inválida hasta el centro de la sala e invitó a Hannah con un gesto de su mano a que tomara asiento, luego sonrió.

—¿Le extraña su nombre? Lo abandonaron casi recién nacido y lo encontraron en un estercolero, dentro de un neumático de la casa «Firestone». Bien, usted debe de ser el superintendente jefe de detectives Hannah, de Scotland Yard. Es un rango francamente muy alto para estas pobres islas. ¿En qué puedo servirle?

—Tengo que pedirle disculpas por haberla llamado
Miss Coltrane
cuando me dirigí a su doncella —dijo Hannah—. Nadie me explicó que usted es Lady Coltrane.

—Ya no lo soy —replicó la dama—. Aquí soy precisamente «la señorita». Es así como todos me llaman. Y la verdad es que prefiero ese tratamiento. Los viejos hábitos se resisten a morir. Como habrá podido advertir, no soy inglesa de nacimiento, sino oriunda de Carolina del Sur.

—Su difunto esposo… —dijo Hannah, mientras indicaba el retrato con la mirada— fue gobernador de estas islas en otros tiempos.

—Sí. Nos conocimos durante la guerra. Robert había combatido ya en la Primera Guerra Mundial. No pensaba que tendría que volver para recibir una segunda dosis. Pero así ocurrió. Lo hicieron de nuevo. Por entonces, yo era enfermera. Nos enamoramos y nos casamos en 1943. Pasamos diez maravillosos años hasta que él murió. Entre nosotros había una diferencia de edad de veinticinco años, pero eso era algo que nos importaba un comino. Una vez acabada la guerra, el Gobierno de Su Majestad le nombró gobernador de estas islas. Y cuando murió, decidí quedarme. Sólo contaba cincuenta y seis años cuando falleció a causa de una enfermedad contraída por las heridas, en la guerra.

Hannah hizo sus cálculos. Sir Robert tendría que haber nacido en 1897, así que debió de obtener la Cruz de la Victoria a los veinte años. Ella tendría unos sesenta y ocho años, demasiado joven para andar en una silla de ruedas. La dama pareció leer sus pensamientos, mientras lo miraba con sus brillantes ojos azules.

—Me resbalé y me caí —dijo—. Hará unos diez años. Me rompí la espina dorsal. Pero usted no habrá hecho un viaje de seis mil kilómetros para perder su tiempo charlando con una anciana que está en una silla de ruedas. ¿Qué puedo hacer por usted?

Hannah se lo explicó.

—El hecho es que soy incapaz de intuir el motivo. Quien quiera que haya disparado su arma contra Sir Marston ha tenido que odiarlo lo suficiente como para hacer tal cosa. Pero entre estos isleños no puedo descubrir motivo alguno. Usted conoce a esta gente. ¿Quién habría querido matarle? ¿Y por qué?

Lady Coltrane se deslizó en su silla de ruedas hasta acercarse a una de las ventanas abiertas y se quedó contemplando el paisaje durante un rato.

—Mr. Hannah, usted tiene razón. Conozco muy bien a esta gente. Hace cuarenta y cinco años que vivo aquí. Adoro estas islas, y adoro a sus habitantes. Espero tener motivos para creer que también ellos me adoran.

La dama hizo girar la silla en redondo y se le quedó mirando.

—En el esquema mundial de las cosas estas islas no pintan nada. Pero su gente parece haber descubierto algo que el mundo exterior ha eludido: la forma de ser felices. Exactamente eso es lo que han descubierto. No cómo enriquecerse, ni ser poderosos, pero sí felices.

»Y ahora Londres quiere darnos la independencia. Y, de repente, dos candidatos han aparecido para competir por el poder: Mr. Johnson, un hombre muy acaudalado y que ha donado grandes sumas de dinero a las islas, cualesquiera que puedan ser sus motivos; y Mr. Livingstone, el socialista, que pretende nacionalizar todo lo que se le ponga por delante para repartirlo entres los pobres. Ambición muy noble, por supuesto. Ahí tenemos, pues, a Mr. Johnson, con sus planes de desarrollo y prosperidad, y a Mr. Livinsgtone, con sus proyectos de igualdad.

»Conozco a los dos. Los conocí cuando eran unos niños. Los conocí cuando eran unos adolescentes. Después se marcharon de las islas para ir a hacer fortuna en otra parte. Y ahora han regresado.

—¿Sospecha de alguno de los dos? —inquirió Hannah.

—Mr. Hannah, se trata de los hombres que ellos han traído consigo. Fíjese en las personas que los rodean. Son tipos violentos. Mr. Hannah. Los isleños lo saben. Han sido amenazados y maltratados por ellos. Quizá debería echar un vistazo en el entorno de esos dos hombres, Mr. Hannah…

Durante el viaje de regreso, cuando bajaban por la falda de la montaña, Desmond Hannah estuvo reflexionando sobre las palabras de la anciana. ¿Un matón a sueldo? El asesinato de Sir Marston apuntaba claramente en esa dirección. Después del almuerzo pensó que debería de mantener una charla con ambos candidatos y echar un vistazo a la gente que los rodeaba.

A la entrada del palacio de la gobernación, una persona le salió al encuentro. Un inglés regordete, con una enorme papada que le sobresalía por encima de su cuello de clérigo, que le estaba esperando sentado en una silla en el vestíbulo, se levantó de un salto cuando le vio aparecer. Parker le hacía compañía.

—¡Hola, jefe! —le saludó su ayudante—. Le presento al reverendo Simón Prince, el pastor anglicano de la localidad. Desea darnos cierta información que puede interesarnos.

Hannah se preguntó de dónde demonios habría sacado Parker esa expresión de «jefe». La odiaba. «Señor» hubiese sido lo decoroso. «Desmond» mucho después, muchísimo tiempo después. Tal vez.

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