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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (58 page)

BOOK: El manipulador
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—¡Coño, Tom, qué guarro hijo de puta eres!

La aventura amorosa se prolongó durante tres días. Los sementales no llegaban de Siria, y tampoco Rowse recibió ningún mensaje de Hakim al-Mansur. La joven llamaba por teléfono con regularidad a su agente en la costa para que la mantuviese informada, pero siempre obtenía la misma respuesta.

—Mañana.

Hicieron excursiones por las montañas, se llevaron la merienda a las alturas que se alzaban por encima de los huertos de cerezos, allí donde las coníferas crecían, e hicieron el amor sobre mantos de pinocha.

Desayunaban y cenaban en la terraza, mientras Danny y Bill vigilaban silenciosos desde el otro lado del valle y Mahoney y sus compinches los contemplaban encolerizados desde la barra del bar.

McCready y Marks continuaron hospedados en la pensión de Pedhoulas, y el primero aprovechó para desplegar más hombres, que hizo acudir de la estación de Chipre y de Malta. Mientras Hakim al-Mansur no se pusiera en contacto con Rowse, y pudieran saber si su bien preparada historia había sido aceptada o no, la clave del problema radicaba en Mahoney y en sus dos acompañantes. Ellos eran, a fin de cuentas, los que deberían llevar a buen término esa empresa del IRA, así que mientras permaneciesen en la aldea, la operación no entraría en su fase de transporte marítimo. Los dos sargentos de la SAS se encargarían de cubrir las espaldas a Rowse, en tanto que el resto de los hombres se dedicarían a vigilar a los terroristas durante todo el tiempo.

Al segundo día después de que Rowse y Mónica hubieran dormido juntos, ya había tomado posiciones el equipo de McCready, cuyos efectivos se desplegaron por los montes y, desde sus puestos de observación en las cimas y en las laderas de las montañas que rodeaban la aldea, mantenían bajo vigilancia todos los caminos de acceso a la zona.

El teléfono del hotel había sido interceptado y todas sus llamadas, grabadas. Los escuchas que operaban los aparatos se encontraban en un hotel cercano al «Apolonia». Tan sólo algunos pocos de los recién llegados hablaban el griego; pero, por fortuna, los turistas abundaban por lo que una docena más de ellos no levantaban sospechas.

Mahoney y sus hombres no salían nunca del hotel. También ellos estaban esperando algo: una visita o una llamada telefónica o un mensaje entregado en mano.

Al tercer día, Rowse se levantó poco después del amanecer, tal como tenía por costumbre. Mónica seguía durmiendo y Rowse fue el encargado de abrir la puerta al camarero para recibir de él la bandeja con el café de la mañana. Cuando levantó la cafetera para servirse la primera taza, advirtió que debajo había un papelito cuidadosamente doblado. Metió el mensaje entre la taza y el platillo, bebió un trago de café y se dirigió al cuarto de baño.

El mensaje decía simplemente:
«Club Rosalina», Pafos, 11 p.m., Aziz
.

«Esto me plantea un problema», se dijo mientras tiraba de la cadena del retrete para hacer desaparecer los trozos de papel.

Y es que no resultaría fácil dejar sola a Mónica durante las horas que necesitaría para ir a Pafos y regresar a mitad de la noche.

El problema quedó resuelto al mediodía, cuando el destino intervino haciendo que el agente de Mónica llamase por teléfono para comunicarle que sus tres sementales llegarían de Latakia esa misma noche al puerto de Limassol, por lo que le pedía, por favor, que estuviera presente para verlos y firmar los documentos requeridos para el caso y por si quería supervisar su traslado a unos establos en las inmediaciones del puerto.

Cuando Mónica partió para la costa, a las cuatro de la tarde, Rowse procuró facilitar las cosas a los muchachos encargados de su protección, y salió a dar una vuelta por la localidad de Pedhoulas deteniéndose en un teléfono público, desde donde llamó al gerente del hotel «Apolonia». Le comunicó que debía ir a Pafos a cenar esa misma noche y le pidió que tuviera la gentileza de indicarle la mejor ruta para llegar a esa ciudad. El mensaje fue interceptado por los escuchas, los cuales lo transmitieron a McCready.

El «Club Rosalina» resultó ser un casino de juego emplazado en el corazón de la ciudad vieja. Rowse entró en él antes de las once y en seguida divisó la delgada y elegante figura de Hakim al-Mansur, sentado a la mesa de una de las ruletas. A su lado había una silla libre. Rowse la ocupó.

—¡Buenas noches, Mr. Aziz, qué agradable sorpresa!

Al-Mansur hizo una ligera inclinación de cabeza.

—¡
Faites vos jeux
! —gritó el crupier.

El libio colocó varias fichas de gran valor en una combinación de los números más altos. La rueda empezó a girar vertiginosamente y la bailarina bolita decidió introducirse en el hueco del número cuatro. El libio no dio muestra alguna de desagrado cuando sus fichas le fueron retiradas del tapete. Esa única apuesta hubiera bastado para mantener a un labrador libio y a su familia durante un mes entero.

—Me alegro que haya venido —dijo al-Mansur en tono serio—. Tengo noticias para usted. Buenas noticias, que le encantará oír. Siempre resulta muy agradable dar buenas noticias.

Rowse se sintió aliviado. El hecho de que el libio le hubiera enviado un mensaje, en vez de ordenar a Mahoney que «perdiera» para siempre al inglés en las montañas, había sido algo esperanzador. Pero ahora el asunto se volvía incluso más prometedor.

Rowse contempló el juego mientras el libio perdía otro montón de fichas. Jamás hubiera caído en la tentación de apostar, ya que consideraba la rueda de la ruleta como el artefacto más estúpido y aburrido nunca inventado. Pero en lo que respecta a la pasión por el juego, sólo los árabes pueden ser comparados con los chinos, por lo que incluso el frío al-Mansur parecía en trance por el movimiento de la ruleta.

—Me complace poder comunicarle —dijo al-Mansur, mientras colocaba más fichas sobre el tapete— que nuestro glorioso caudillo ha accedido a sus deseos. El suministro que usted añora le será concedido… en su totalidad. ¿Y bien?, ¿cuál es su reacción?

—Estoy encantado —contestó Rowse—. Y también convencido de que mis clientes harán… buen uso de él.

—Ésa es nuestra más ferviente esperanza. Pues como ustedes, los soldados británicos, suelen decir, es el objeto de la operación.

—¿Cómo querría usted recibir el pago? —preguntó Rowse.

El libio hizo un gesto displicente con la mano.

—Acéptelo como un presente de la
Jamahariya
del Pueblo, Mr. Rowse.

—Estoy muy agradecido. Y puedo asegurarle que mis clientes también lo estarán.

—Lo dudo mucho, ya que usted sería un imbécil si se lo dijese. Y usted no tiene nada de imbécil. De mercenario, quizá, pero no de imbécil. Pues bien, como quiera que usted no recibirá una comisión de cien mil dólares, sino de medio millón, tal vez la compartiría conmigo, digamos…, ¿el cincuenta por ciento?

—Para los fondos revolucionarios, por supuesto.

—Por supuesto.

«Más bien para fondos de jubilación», pensó Rowse.

—Pues bien, Mr. Aziz, trato hecho. Cuando reciba el dinero de mis clientes, la mitad será para usted.

—Así lo espero —murmuró al-Mansur, que había ganado y, pese a sus educadas maneras, contemplaba con embeleso el montón de fichas que el crupier colocaba ante él—. Mi brazo es muy largo.

—Confíe en mí —replicó Rowse.

—Eso, mi querido amigo, sería como si lo insultara… en el mundo en que vivimos.

—Necesito saber cómo se hará el embarque. Dónde he de recoger el material. Cuándo.

—Y lo sabrá. Pronto. Usted me habló de algún puerto europeo. Me parece que eso se puede arreglar. Regrese al «Apolonia» y muy pronto recibirá noticias mías.

Al-Mansur se levantó de la mesa y pasó a Rowse el montón de fichas que le quedaban.

—No abandone el casino antes de un cuarto de hora —le ordenó—. ¡Tenga, diviértase un rato!

Rowse aguardó el tiempo exigido y fue a canjear las fichas por dinero. Prefería hacer a Nikki algún regalo bonito.

Salió del casino y se encaminó hacia donde tenía el coche estacionado. Debido a la estrechez de las calles en la ciudad vieja, conseguir un lugar para dejar el automóvil era algo así como ganar en la lotería, incluso a esas altas horas de la noche. Su coche se encontraba dos manzanas más arriba. No vio a Danny ni a Bill, que se paseaban de un extremo a otro de la calle frente a la entrada del casino. Cuando se acercaba a su vehículo vio que un anciano, con mono azul y gorra de visera, estaba limpiando de basura la calzada con una escoba de caña.

—¡
Kali spera
! —graznó el viejo barrendero.

—¡
Kali spera
! —contestó Rowse. Entonces se detuvo en seco. Ese pobre anciano era uno de esos desheredados de la fortuna, al igual que muchos que se ven condenados de por vida a realizar los trabajos más penosos en cualquier parte del mundo. Se acordó del fajo de dinero que al-Mansur le había proporcionado, se sacó un billete de los grandes y se lo metió al anciano en uno de los bolsillos del mono.

—Mi querido Tom —dijo el barrendero—, siempre supe que tenías buen corazón.

—¿Pero qué diablos estás haciendo aquí, McCready?

—Saca las llaves del coche, y haz como si te costara trabajo abrir la puerta, y, mientras, cuéntame qué ha sucedido —dijo McCready, sin dejar de barrer la calzada.

Rowse le informó de la conversación sostenida con al-Mansur.

—Muy bien —asintió McCready—. Todo parece indicar que se hará por barco. Y eso significa, probablemente, que tu pequeña remesa irá incluida en el gran cargamento destinado al IRA. Confiemos en que ocurra así. Si tu mercancía es enviada aparte, por una ruta diferente y en un medio distinto de transporte, nos encontraremos como al principio. Sólo con Mahoney. Pero ya que tu carga cabrá en una furgoneta, quizá se decidan por hacer un envío conjunto. ¿Alguna idea de qué puerto se trata?

—Ninguna, sólo sé que estará en algún lugar de Europa.

—Vuelve al hotel y haz lo que ese hombre te diga —le ordenó McCready.

Rowse se alejó en el coche. Danny lo siguió en una motocicleta. Marks llegó con Bill en el automóvil para recoger a McCready. Durante el viaje de regreso,
el Manipulador
estuvo meditando en el asiento trasero del coche.

El barco, si lo era, no estaría registrado en Libia. Resultaría demasiado ostentoso. Probablemente utilizarían algún buque de carga con una tripulación y un capitán que no hicieran muchas preguntas. Había gran cantidad de barcos de ese tipo que se podían encontrar por todo el Mediterráneo Oriental, y Chipre era uno de los países preferidos para registrarse.

En caso de que se decidiesen a contratar el barco en esa isla, el buque tendría que ir luego a un puerto libio a cargar las armas, las cuales ocultarían probablemente debajo de algún cargamento que no despertara sospechas, como sacos de aceitunas o cajas de dátiles. Y lo más seguro sería que el grupo del IRA hiciera el viaje en el mismo barco. Cuando los terroristas abandonasen el hotel, era de vital importancia seguirlos hasta el muelle de carga, con el fin de enterarse del nombre del barco para poder interceptarlo después.

Una vez localizada, la embarcación sería vigilada por un submarino, que se mantendría a profundidad de periscopio. El submarino en cuestión se encontraba listo para zarpar bajo las aguas jurisdiccionales de Malta. Un cazabombardero «Nimrod» de la base aérea británica de Akrotiri, en Chipre, guiaría al submarino hasta el carguero de vapor, y luego se esfumaría. A partir de ese momento, el submarino se encargaría del resto de la operación, hasta que unas lanchas rápidas de la Real Armada británica pudiesen interceptar al buque en el canal de la Mancha.

Tenía que enterarse del nombre del barco, o incluso del puerto de destino. Sabiendo el nombre del puerto, podría pedir a sus amigos de Inteligencia de la «Lloyds Shipping Intelligence» que se informasen de qué barcos habían solicitado anclaje en un puerto determinado y para cuántos días. Esto le permitiría estrechar el lazo. No necesitaría a Mahoney por más tiempo si los libios informaban de esto a Rowse.

El mensaje para Rowse llegó por teléfono veinticuatro horas más tarde. No era la voz de al-Mansur, sino la de otro hombre. Poco después, los ingenieros de McCready localizaron la llamada, que procedía de la Oficina del Pueblo Libio en Nicosia.

El mensaje rezaba:

—Vuelva a casa, Mr. Rowse. Una vez allí, alguien se pondrá en contacto con usted a la mayor brevedad posible. Su cargamento de aceitunas llegará por barco a un puerto europeo. Se le informará personalmente de la llegada de la mercancía y de los pormenores de su descarga y entrega.

En la habitación de su hotel, McCready analizó el mensaje interceptado. ¿Habría sospechado al-Mansur algo? ¿Habría logrado «calar» a Rowse y habría decidido, sin embargo, seguir un doble juego? Si se imaginaba quiénes podían ser los verdaderos clientes de Rowse, también sabría que Mahoney y su grupo eran vigilados. ¿Así, enviaría a Rowse a Inglaterra tan sólo para alejar a los vigilantes de Mahoney? Todo era posible.

Pero por si acaso no sólo resultaba posible, sino también verdadero, McCready optó por jugar en los dos extremos. Volvería a Londres con Rowse, pero dejaría a sus hombres vigilando a Mahoney.

Rowse decidió contárselo a Mónica por la mañana temprano. Él había vuelto de Pafos al hotel antes de que ella regresara. Mónica llegó de Limassol entusiasmada y excitada. Sus sementales se encontraban en muy buenas condiciones, ahora bien atendidos en unas caballerizas en las afueras de Limassol. Ya sólo le faltaba que fuesen cumplimentados los requisitos de tránsito para llevárselos a Inglaterra.

Rowse madrugó mucho la mañana siguiente al día en que recibiera aquella llamada, pero la joven no se encontraba a su lado. Se quedó contemplando aquel espacio vacío en su cama y luego salió por el pasillo para mirar en la habitación de la joven. En recepción le dieron el mensaje, una breve nota, metida en uno de los sobres del hotel.

Mi querido Tom:

Todo fue maravilloso, pero ya ha pasado. Me voy, vuelvo con mi marido, mi vida y mis caballos. Recuérdame con cariño, como yo de ti.

MÓNICA

Rowse suspiró. Ella tenía razón, por supuesto. Los dos llevaban vidas separadas; él con su casa de campo, su carrera de escritor y su Nikki. De repente sintió unos deseos inmensos de ver a Nikki.

Mientras conducía hacia el aeropuerto de Nicosia, se imaginó que los dos sargentos andarían por alguna parte, detrás de él. Y así era, en efecto. Pero McCready no los acompañaba. Por mediación del jefe de la delegación del SIS en Nicosia, había encontrado un avión de comunicaciones de las Fuerzas Aéreas británicas que lo llevaría hasta la base de Lyneham, en Wiltshire, ahorrándole las molestias de verse inmerso en el flujo de pasajeros de la «British Airways», por lo que no había dudado un momento en tomarlo.

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