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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (56 page)

BOOK: El manipulador
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Rowse se agachó para recoger algo que vio caído en la alfombra. Era un folleto que invitaba al turista a visitar el histórico monasterio de Kykko y a admirar el icono de oro con la imagen de la Virgen. Junto al texto podía verse una pequeña anotación escrita con bolígrafo, que rezaba:
10 a.m
.

Rowse puso la alarma de su despertador a las nueve de la mañana. Podría dormir tres horas.

—¡Maldito McCready! —refunfuñó antes de apagar la luz.

CAPÍTULO IV

Kykko, el mayor monasterio de Chipre, fue fundado en el siglo XII por los emperadores bizantinos, los cuales supieron elegir muy bien su emplazamiento, teniendo en cuenta que la vida de los monjes, según se supone, ha de transcurrir en un ambiente de aislamiento, meditación y soledad.

Esa vasta edificación está situada en lo alto de un pico que se alza al oeste del valle de Marathassa, en un lugar tan remoto que tan sólo hay dos carreteras que conducen hasta él, una a cada lado de la montaña, las cuales, por debajo del monasterio, confluyen en un solo sendero por el que asciende hasta la entrada del monasterio.

Al igual que los emperadores bizantinos, McCready también había sabido elegir muy bien el lugar de su cita con Rowse. Danny se había quedado detrás, en la cabaña, al otro lado del valle, frente al hotel, vigilando las ventanas, con las cortinas echadas, de la habitación donde Rowse dormía; mientras, Bill, utilizando una motocicleta adquirida para él en una aldea cercana por aquel Marks, que tan fluidamente hablaba el griego, se había adelantado hasta Kykko. Al amanecer, el sargento de la SAS se encontraba bien oculto entre los pinos, en un lugar alto desde el que se dominaba el único sendero que conducía al monasterio.

Vio a McCready cuando se acercaba en el automóvil conducido por Marks, y se quedó observando si subía alguien más. De haberse presentado alguno de los irlandeses del trío, o el coche de los libios (habían anotado el número de la matrícula), McCready hubiera sido alertado de inmediato con tres pitidos de alarma en el radio transmisor y se hubiese evaporado. Pero en esa mañana de mayo, tan sólo se veía subir por la carretera la habitual corriente de turistas, la mayoría de los cuales eran griegos o chipriotas.

Durante la noche, el jefe de la delegación del SIS en Nicosia había enviado a Pedhoulas a uno de los agentes jóvenes de su equipo con varios mensajes llegados de Londres y un tercer radio transmisor. Ahora, cada sargento dispondría de uno, además de McCready.

A las nueve y cinco de la mañana, Danny informó que Rowse había salido a la terraza, donde estaba tomando un desayuno ligero, compuesto de café y bollitos. No había ni rastro de Mahoney y sus dos amigos, ni del «pequeño lío de faldas» en el que se había metido la noche anterior, ni de ningún otro huésped del hotel.

—Se le ve cansado —dijo Danny.

—Nadie ha dicho que esto serían unas vacaciones para cualquiera de nosotros —le espetó tajante McCready desde su puesto de observación en los jardines del monasterio, a unos treinta kilómetros de distancia.

A las nueve y veinte, Rowse salió del hotel. Danny pasó el informe. Rowse condujo su coche hasta las afueras de Pedhoulas, pasó por delante de la pintada fachada de la iglesia del Arcángel San Miguel, que dominaba esa aldea de montaña, y enfiló hacia el Noroeste, metiéndose por la carretera a Kykko. Danny continuó vigilando el hotel. A las nueve y media, la camarera de la limpieza entró en la habitación de Rowse y descorrió las cortinas. Eso facilitó la labor de Danny. Otras ventanas de la fachada del hotel que daba al valle también tenían descorridas las cortinas. Pese al cegador sol que le castigaba los ojos, el sargento se vio recompensado en su vigilancia por la presencia de Mónica Browne, que realizaba sus diez minutos de ejercicios de respiración profunda frente a la ventana de su habitación, completamente desnuda.

—¡Viva el rey y muerte al enemigo! —susurró el agradecido veterano.

A las diez y diez, Bill informaba de que Rowse había entrado en su campo de visión y estaba subiendo por el empinado y tortuoso sendero que conducía hasta el monasterio de Kykko.

McCready se puso de pie y entró al edificio, admirando el trabajo de aquellos que habían subido los pesados bloques de piedra maciza hasta esas alturas en la cima de la montaña, así como la gran habilidad de los maestros que habían pintado aquellos frescos de tonalidades doradas, escarlatas y azules que decoraban el interior, lleno del dulzón aroma del incienso.

Rowse encontró a McCready cuando éste se hallaba sumido en la contemplación del famoso icono de oro de la Virgen. Afuera, Bill se aseguró de que Rowse no había sido seguido, aviso a McCready, enviando dos cortas señales repetidas al radio transmisor que el agente del SIS británico llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Parece ser que nadie te vigila —murmuró McCready cuando Rowse se puso a su lado.

No había nada sospechoso en que hablaran en voz baja, ya que todos los demás turistas conversaban en susurros a su alrededor, como si temieran perturbar la paz de ese lugar sagrado.

—Bien, empecemos ahora por el principio —dijo McCready—. Creo recordar haberte visto por última vez en el aeropuerto de La Valetta, durante tu visita relámpago a Trípoli. Y desde aquel momento, si tienes la amabilidad, quiero hasta el más mínimo detalle.

Rowse comenzó su relato por el principio.

—Aja, ¿así que te reuniste con el famoso Hakim al-Mansur? —dijo McCready a los pocos minutos—. Apenas me hubiese atrevido a imaginar que se presentaría en persona en el aeropuerto. El mensaje que Kariagin le envió desde Viena tiene que haberle picado la curiosidad y haberle hecho volar la fantasía. Muy bien, prosigue.

McCready podía confirmar parte del informe de Rowse gracias a las observaciones de los sargentos y a las suyas propias: lo del joven agente de tez cetrina que había seguido a Rowse en su viaje de regreso a La Valetta y que no le había perdido de vista hasta que lo vio entrar en el avión para Chipre, así como lo del segundo agente de Nicosia que le había estado vigilando hasta que se cercioró de que su hombre partía en dirección a las montañas.

—¿Viste a mis dos sargentos, a tus viejos camaradas?

—No, en ningún momento. Siempre tuve el convencimiento de que estarían por aquí, en cualquier parte —contestó Rowse.

Juntos alzaron la vista para ensimismarse en la contemplación de la
Madonna
, que los miraba desde lo alto con ojos serenos y piadosos.

—¡Oh, sí!, están por aquí, y se encuentran bien —confirmó McCready—. Precisamente uno está afuera en estos momentos, para comprobar que nadie nos haya seguido, a ti o a mí. Ah, por cierto, se lo están pasando de lo lindo con tus aventuras amorosas. Cuando todo esto haya terminado, podréis tomar una copa juntos. Pero no ahora. Así que…, después de tu llegada al hotel…

Rowse continuó su informe hasta el momento en que había visto a Mahoney y a sus dos compinches por primera vez.

—Espera un momento, y la chica, ¿quién es?

—Sólo un «ligue» de vacaciones. Una criadora de caballos que está esperando la llegada de los tres sementales árabes que compró la semana pasada en la feria anual de Hama, en Siria. Estadounidense de nacimiento. Se llama Mónica Browne. Con «e» al final. Sin problemas, no es más que una agradable compañía a la hora de la cena.

—Bien, lo tendremos en cuenta —susurró McCready—. Continúa.

Rowse le habló de la aparición de Mahoney y de las miradas recelosas que su compañera de mesa había interceptado a través de la terraza.

—¿Crees que él te ha reconocido?, ¿de aquella vez en la gasolinera?

—Es imposible —contestó Rowse—. Yo llevaba un gorro de lana que me cubría hasta los ojos, una barba de cuatro días y estaba medio oculto tras los surtidores de gasolina. No, en el momento que escuchó mi acento, me miró como hubiese mirado a cualquier inglés. Ya sabes cuánto nos odia a todos.

—Es posible. Continúa.

La repentina aparición de Hakim al-Mansur la noche que Frank Terpil interrogó a Rowse fue lo que despertó realmente el interés de McCready. Hizo que Rowse cortase su relato una docena de veces para aclarar algunos puntos y clarificar varios detalles.
El Manipulador
llevaba consigo un libro de tapas duras acerca de los templos y monasterios bizantinos chipriotas. Mientras Rowse hablaba, iba tomando copiosas notas en él, escribiendo sobre el texto griego. Bajo la punta de su lápiz no aparecía letra alguna; eso vendría después, cuando aplicase las sustancias químicas apropiadas. Para cualquier observador casual, él no era más que un turista que estaba tomando nota de todo cuanto veía a su alrededor.

—Hasta ahora vamos bien —musitó McCready—. Su operación de embarque de las armas parece que está a la espera de cualquier orden de partida. El hecho de que tanto Mahoney como al-Mansur se hayan presentado en el mismo hotel en Chipre es demasiada coincidencia para que pudiésemos imaginar alguna otra cosa. Lo que ahora necesitamos saber es dónde, cuándo y cómo. ¿Tierra, aire o mar? ¿De dónde y hasta dónde? Y el transporte. ¿Camión, mercancía aerotransportada o carguero?

—¿Todavía estás seguro de que llevarán adelante la operación? ¿No pensarán renunciar a todo ese asunto?

—Estoy seguro.

No era necesario dar más detalles a Rowse. Éste no tenía por qué saber más de la cuenta. Habían recibido un nuevo mensaje del médico libio que atendía a Muammar el-Gaddafi. El envío se haría por barco, en cargas separadas. Algunas armas serían para los separatistas vascos españoles, la ETA. Una carga algo mayor para los grupos ultrarradicales de izquierda franceses, la «Action Directe». Otro envío sería para los CCC, la pequeña pero letal agrupación terrorista belga. Habría también un espléndido regalo para la facción del Ejército Rojo alemana, que acabaría por utilizarlo, sin ningún género de dudas, en los bares frecuentados por miembros de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Pero más de la mitad de la carga marítima sería para el IRA.

Ya habían sido informados que uno de los objetivos prioritarios del IRA consistiría en asesinar al embajador de Estados Unidos en Londres. McCready suponía que los del IRA, teniendo en cuenta sus operaciones de recaudación de fondos en Estados Unidos, preferirían delegar esa misión en manos de terceros, tal vez en las de los alemanes de la facción del Ejército Rojo, el grupo sucesor de la banda Baader-Meinhof, que si bien habían sufrido una notable disminución en el número de miembros, seguían siendo un grupo mortífero y muy bien preparado para hacer trabajos por encargo a cambio de armas.

—¿Te preguntaron dónde querías hacer el embarque para el grupo terrorista norteamericano, en el caso de que se mostrasen dispuestos a vender?

—Sí.

—¿Y qué les contestaste?

—Que desde cualquier puerto de la Europa Occidental.

—¿Y cuáles son los planes para hacerlo llegar a Estados Unidos?

—Les conté lo que me habías dicho. Que me encargaría personalmente de ir a recoger la carga, cuyo volumen resulta bastante pequeño en realidad, a cualquier lugar que ellos hubieran elegido como destino y que luego me la llevaría a un garaje alquilado, del que solamente yo tendría conocimiento. Más tarde volvería por ella, utilizando un automóvil con remolque o una furgoneta tipo caravana, con compartimientos secretos en las paredes. Me iría luego con la caravana hacia el Norte, cruzaría Dinamarca, cogería el trasbordador hasta Suecia, seguiría hacia Noruega y allí me embarcaría en uno de los numerosos buques de carga que hacen la travesía al Canadá. No sería más que uno de esos turistas que pasan sus vacaciones acampando al aire libre.

—¿Les gustó la idea?

—A Terpil, sí. Dijo que era bonita y pulcra. Al-Mansur objetó que eso significaría tener que cruzar muchas fronteras estatales. Le hice ver que durante la época de vacaciones las caravanas pululan por toda Europa y que iría diciendo por todas partes que pensaba recoger a mi mujer y a mis hijos en el aeropuerto de la próxima capital, adonde llegarían en avión. Al-Mansur asintió repetidas veces con la cabeza.

—Está bien. Ya hemos tendido nuestras redes. Ahora tan sólo nos queda esperar a ver si has logrado convencerles. O si sus deseos de venganza contra la Casa Blanca les hacen olvidar sus precauciones habituales. Ya lo sabremos.

—¿Y cuál será el siguiente paso? —preguntó Rowse.

—Regresarás al hotel. Si se tragan el cuento de los terroristas estadounidenses y facturan tu carga junto con la de los otros, al-Mansur se pondrá en contacto contigo, en persona o por medio de algún mensajero. Sigue sus instrucciones al pie de la letra. Sólo me acercaré a ti si vemos que no hay moros en la costa para que me informes de la situación.

—¿Y en el caso de que no se pongan en contacto? ¿Si no se lo tragan?

—Entonces intentarán silenciarte. Lo más probable es que pidan a Mahoney y a sus muchachos que se encarguen de realizar ese trabajo, como un gesto de buena voluntad. Eso te brindará la oportunidad de arreglar cuentas con Mahoney. Los dos sargentos estarán cerca de ti. Ellos intervendrán para sacarte con vida del asunto.

«¡Y un carajo van a intervenir! —pensó Rowse—. De ese modo, la intervención de Londres en la conjura quedaría al descubierto. Los irlandeses tomarían sus medidas y toda la carga llegaría a su destino siguiendo otra ruta, en fechas y lugares distintos.»

Si al-Mansur decidía liquidarlo, directa o indirectamente, él tendría que arreglárselas por su propia cuenta.

—¿Quieres llevarte un transmisor? ¿Cualquier aparato para alertarnos?

—No —contestó Rowse seco. En modo alguno quería llevar uno de esos dispositivos encima. Estaba convencido de que nadie acudiría a hacerle una visita inesperada.

—Entonces vuelve al hotel y espera —dijo McCready—. Y procura no cansarte hasta la extenuación con esa guapa Mrs.

Browne. Con «e» al final. Puedes necesitar tus fuerzas más adelante.

Con estas palabras,
el Manipulador
se perdió entre la multitud. En su fuero interno, McCready sabía, al igual que Rowse, que no podría intervenir si los libios o los irlandeses iban por Rowse. Pero, a fin de cuentas, nadie había dicho que esa operación tuviera que convertirse en unas vacaciones. Lo que él había decidido hacer, si el zorro libio no se tragaba la versión de Rowse, era desplegar un buen equipo de vigilancia y no perder de vista a Mahoney. Adonde quiera que él fuese, iría también el cargamento de armas y explosivos. Ahora que habían encontrado a Mahoney, gracias a Rowse, ese miembro del IRA era la mejor apuesta que podían hacer para dar con el cargamento.

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