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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (51 page)

BOOK: El manipulador
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—¡Tómeselo con calma, amigo! —dijo el hombre llamado Seamus—. Él sólo quería hablar con usted.

Seamus tenía una amplia y cautivadora sonrisa, propia de un jovencito incauto, que debería de causar estragos entre las mujeres, pero su mirada era fría y vigilante.

—¿
Qu'est-ce qui se passe
? —preguntó Rowse. Al entrar al club se había hecho pasar por un turista suizo.

—Dejemos eso, Mr. Rowse —dijo Seamus—. En primer lugar, usted lleva la palabra británico escrita de pies a cabeza. En segundo, su fotografía se encuentra en la contraportada de su libro, que leí con gran interés. Y, en tercer lugar, fue miembro de las SAS y estuvo destinado en Belfast hace años. Creo haberlo visto en alguna parte.

—¿Así que es eso? —replicó Rowse—. Ya estoy fuera de todo aquello, fuera del todo. Ahora escribo novelas para poder vivir. No hay más.

Seamus O’Keefe se quedó pensativo.

—Bien pudiera ser —admitió—. Si los británicos quisiesen infiltrar agentes en mi club, no creo que utilizaran a una persona cuyo rostro se encuentra estampado en tantos libros. ¿O lo harían?

—Podrían hacerlo —replicó Rowse—, pero no conmigo. Y la razón es que yo jamás volvería a trabajar para ellos. Hubo un momento en que nuestros caminos se separaron para siempre.

—Me gusta oír eso, para estar seguro. Pues bien, en ese caso, hombre de la SAS, vamos a tomar un trago. Uno de verdad. Para brindar por los viejos tiempos.

El irlandés retiró la cuña y abrió la puerta. Sobre las baldosas, a gatas, el hombre alto y corpulento gemía de dolor. Rowse atravesó el umbral de la puerta, O’Keefe se detuvo unos instantes para susurrar algo al oído del grandullón.

En el bar, Ulrich Kleist seguía sentado a la mesa. Las chicas se habían marchado ya. El gerente y el gigantesco portero estaban de pie, junto a su mesa. Cuando Rowse pasó por su lado, Kleist enarcó una ceja. Si Rowse hubiese asentido, el alemán se hubiera enzarzado en una pelea, a pesar de que la desigualdad de condiciones no dejase lugar a dudas sobre su funesto desenlace. Rowse denegó con la cabeza.

—Todo está en orden, Uli. Tranquilo. Vete a casa. Ya nos veremos.

O’Keefe se llevó a Rowse a su propio apartamento. Tomaron «Jamesons» con agua.

—Háblame de esas
averiguaciones
, hombre de la SAS —dijo O’Keefe en tono sereno.

Rowse sabía que otros dos hombres estaban apostados en el pasillo, prestos para acudir si eran llamados. No había necesidad de emplear más violencia. A grandes rasgos expuso a O’Keefe la trama de la próxima novela que pretendía escribir.

—Entonces, ¿no va a aparecer nada sobre los muchachos de Belfast? —preguntó O’Keefe.

—No puedo utilizar el mismo argumento dos veces —replicó Rowse—. Mis editores no me lo aceptarían. Esta vez escribiré sobre América.

Estuvieron charlando durante toda la noche. Y bebiendo. Rowse aguantaba muy bien el whisky, lo cual le vino de perillas. O’Keefe le dejó marchar casi al amanecer. Rowse hizo a pie el camino de regreso a su hotel con el fin de eliminar los vapores del alcohol.

Los otros se encargaron de trabajar a Kleist en unos grandes almacenes abandonados, adonde le habían llevado por la fuerza después de que Rowse saliese del club. El corpulento portero fue el encargado de derribarlo. Además, había otro palestino, que se dedicaba a utilizar sus instrumentos. Ulrich Kleist se distinguía por su gran resistencia, pero los palestinos habían aprendido en el sur del Líbano las técnicas de infligir dolor. Kleist se mantuvo todo lo que pudo, pero no resistió hasta el amanecer. Abandonaron su cadáver antes de que el sol saliera. Para Kleist fue un bienvenido descanso. El irlandés que había recibido la paliza en el servicio de caballeros se limitó a vigilar y a escuchar, palpándose de vez en cuando la boca, herida. Cuando todo había finalizado, acudió a informar a O’Keefe de lo que se había enterado. El jefe de la delegación del IRA asintió con la cabeza.

—Ya pensaba yo que había algo más que esa historia de la novela —dijo. Después envió un telegrama a Viena. El texto había sido cuidadosamente redactado.

Cuando Rowse salió del apartamento de O’Keefe y regresó al hotel cerca de la estación de ferrocarril, caminando por las calles de la ciudad que se despertaba, uno de sus guardaespaldas lo siguió con cautela. El otro estuvo vigilando el edificio de los grandes almacenes abandonados, pero no intervino.

A la hora del almuerzo, Rowse se comió un descomunal
Bratwurst
fuertemente condimentado con mostaza dulce alemana. Lo había adquirido en un
Schnellimbiss
, en uno de esos puestos emplazados en las esquinas donde preparan deliciosas salchichas en forma de bocadillo para aquellos que andan con prisas. Mientras comía, hablaba con los labios torcidos hacia un lado, dirigiéndose al hombre que caminaba al lado suyo.

—¿Piensas que O’Keefe te ha creído? —preguntó McCready.

Es posible que se lo haya tragado. A fin de cuentas, se trata de una explicación bastante plausible. Después de todo, los autores de novelas de
suspense
tienen que investigar cosas harto peregrinas en los más extraños lugares. Pero quizás abrigue sus dudas. No es un imbécil.

—¿Piensas que Kleist te ha creído?

Rowse soltó la carcajada.

—No, Uli, no. Está convencido de que soy una especie de renegado, que me he convertido en un mercenario y que ando en busca de armas para suministrárselas a algún cliente. Se mostró demasiado educado como para echarme eso en cara, pero es seguro que no se ha dado por satisfecho con la historia de que busco datos para una novela.

—¡Aja! —replicó McCready—. Pues bien, quizás anoche nos hayamos apuntado un tanto. Realmente estás logrando que se fijen en ti. Ya veremos si en Viena continúa tu racha de buena suerte. Por cierto, mañana por la mañana saca un billete de avión. Paga en efectivo en el mismo aeropuerto.

El avión con destino a Viena hacía escala en Fráncfort y despegó a su hora fijada. Rowse viajó en primera clase. Después del despegue, las azafatas distribuyeron los periódicos. Como se trataba de un vuelo nacional alemán, no había ningún diario en inglés. Rowse, cuyo alemán era bastante limitado, se dedicó a descifrar los titulares. Uno de ellos, que cubría casi la mitad inferior de la primera página del
Morgenpost
, no necesitó descifrarlo.

El rostro que aparecía en la fotografía tenía los ojos cerrados y aparecía cubierto de desperdicios. Los titulares decían:

ENCONTRADO MUERTO EL ASESINO DE UNOS MAGNATES DE LA DROGA

En el artículo se explicaba que unos empleados del servicio de limpieza municipal habían encontrado el cadáver junto a un contenedor de basuras en una avenida cercana a los muelles, " la Policía", que estaba investigando el caso, lo consideraba un ajuste de cuentas.

Rowse se levantó de su asiento, descorrió la cortina que aislaba la primera clase de la clase turista y avanzó por el pasillo en dirección a los lavabos. Cuando llegó a uno de los últimos asientos del avión dejó caer con fuerza el periódico en el regazo de un hombre que estaba leyendo la revista de a bordo y que le miró con sorpresa, frunciendo el ceño.

—¡Hijo de puta! —le dijo Rowse en tono silbante.

Para sorpresa de Rowse, el comandante Kariagin atendió su llamada a la Embajada soviética en el primer intento que hizo por ponerse en contacto con él. Rowse le habló en ruso.

Los soldados de las Fuerzas Aéreas Especiales, y muy particularmente los oficiales, han de ser unas criaturas de múltiples talentos. Como la unidad básica de combate de la SAS está integrada únicamente por cuatro hombres, se hace necesario un amplio espectro de habilidades por su parte. Dentro de un grupo de cuatro hombres, los cuales reciben un exhaustivo entrenamiento médico, es imprescindible que estén capacitados para operar una emisora de radio y que dominen varias lenguas entre ellos, aparte de la gran diversidad de técnicas de combate que han de utilizar. Ya que su destacamento había actuado en Malasia, Indonesia, Omán, Centroamérica y Sudamérica, los idiomas favorecidos habían sido siempre malayo, árabe y español. Para sus actuaciones en el marco de la OTAN, las lenguas preferidas habían sido el ruso (por supuesto) y uno o dos de los idiomas de los países aliados. Rowse hablaba francés, ruso y el gaélico irlandés.

El hecho de que un completo extraño telefoneara a la Embajada preguntando por el comandante Kariagin no era algo que resultase tan raro. Aparte de su función de cobertura como agregado militar, ese agente del GRU tenía la misión de vigilar la constante afluencia de solicitudes extranjeras para la compra de armas al Omnipol checoslovaco.

Las solicitudes intergubernamentales se presentaban directamente al Gobierno de Husak en Praga. Y no eran de la incumbencia del comandante. Pero otras, de procedencia más dudosa, llegarían a la delegación del Omnipol en el extranjero, cuya base neutral se hallaba en Viena. Kariagin se encargaría de revisarlas en su totalidad. Algunas las aprobaría, otras las enviaría a Moscú para que allí tomasen una decisión al respecto, pero había algunas a las que pondría su veto personal. De lo que no informaba a Moscú era que esta última clase de decisiones eran susceptibles de ser influenciadas mediante una propina generosa. Acordó encontrarse con Rowse esa misma noche en el «Sacher’s».

El comandante no tenía ese aspecto de ruso que conocemos por las caricaturas. Era un hombre agraciado, siempre acicalado, bien peinado y mejor vestido. El comandante era persona conocida en ese famoso restaurante. El jefe de camareros les condujo hasta un tranquilo rincón, lejos de la orquesta y apartado de la algarabía de los demás comensales. Los dos hombres tomaron asiento y pidieron un
Schnüzel
, que acompañaron con una botella de ligero vino tinto austriaco.

Rowse le expuso la necesidad que tenía de obtener datos para su novela. Kariagin le escuchó con exquisita cortesía.

—Esos terroristas norteamericanos… —comenzó a decir cuando Rowse finalizó su exposición.

—Terroristas de ficción —le corrigió Rowse.

—Por supuesto, esos terroristas norteamericanos de ficción, ¿qué es lo que andan buscando?

Rowse sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pliego escrito a máquina y se lo tendió. El ruso leyó la lista, enarcó las cejas y se lo devolvió.

—¡Imposible! —exclamó—. Usted no se ha dirigido a la persona adecuada. ¿Por qué ha venido a verme?

—Un amigo mío de Hamburgo me dijo que usted estaba extraordinariamente bien informado.

—Permítame que cambie mi pregunta: ¿por qué se molesta en ir a ver a alguien? ¿Por qué no se lo inventa? Al fin y al cabo sólo se trata de una novela, ¿no?

—Por un prurito de autenticidad —contestó Rowse—. Hoy en día, el novelista que pretenda ser moderno no puede escribir cosas que sean falsas. En los tiempos que vivimos son demasiados los lectores que no desean verse tratados por una obra como si fuesen unos escolares mocosos.

—Me temo, Mr. Rowse, que usted ha llamado a la puerta equivocada. En esa lista hay algunos apartados que no encajan en los marcos de la producción armamentista convencional. Maletines con trampas explosivas, minas «Claymore»…, nada de eso es suministrado por el bloque socialista, así de simple. ¿Por qué no opta por el uso de armas convencionales en su… novela?

—Porque los terroristas…

—Terroristas de ficción —le corrigió Kariagin en un murmullo.

—Por supuesto, esos terroristas de ficción, aparentemente… es decir, eso es lo que les atribuyo en mi obra, quieren llevar a cabo una acción ultrajante en la que se vea envuelta la Casa Blanca. Y eso no lo lograrían con simples rifles adquiridos en una armería de Texas.

—No puedo ayudarle —dijo el ruso, enjugándose los labios con la servilleta—. Estamos en los días del
glasnot
. Las armas de las que usted me habla, como ese tipo de minas «Claymore», que, además, son de fabricación estadounidense y, por lo tanto, no obtenibles…

—Existe una copia de la misma fabricada en el bloque oriental —insistió Rowse.

—Ese tipo de armas, simplemente, no se suministran, a menos de que sea de Gobierno a Gobierno, y tan sólo con fines de legítima defensa. A mi país no se le ocurriría ni en sueños suministrar esa clase de material o aprobar su suministro por parte de un Estado amigo.

—Como Checoslovaquia.

—Tal como usted dice, como Checoslovaquia.

—Pero esa clase de armas aparece ahora en las manos de ciertos grupos terroristas —replicó Rowse—. En poder de los palestinos, por ejemplo.

—Es posible, pero no tengo ni la más remota idea de cómo las consiguen —dijo el ruso, haciendo ademán de levantarse—. Y ahora, amigo mío, si tiene a bien excusarme…

—Sé que hay un montón de cosas por indagar —dijo Rowse—, pero en pro de esa búsqueda de autenticidad he reservado un modesto fondo para la investigación.

Rowse levantó una esquina del periódico plegado que había colocado en la tercera silla de la mesa. Un delgado sobre blanco asomó entre las páginas. Kariagin se sentó de nuevo, cogió el sobre y echó una mirada al fajo de marcos alemanes que había en su interior, lo contempló, y a continuación lo guardo en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Si yo estuviese en su lugar y desease obtener cierta clase de material para vendérsela a un grupo de terroristas americanos —todos de ficción, por supuesto—, creo que optaría por hacer un viaje a Trípoli, donde intentaría obtener una entrevista con cierto coronel llamado Hakim al-Mansur. Y ahora tengo que irme, realmente. ¡Buenas noches, Mr. Rowse!

—De momento, todo va muy bien —comento McCready cuando los dos se encontraron, uno junto al otro, en el urinario de caballeros en una tabernucha de mala muerte, situada en las proximidades del río—. Creo que deberías ir allí.

—¿Y qué pasa con el visado?

—Lo mejor sería que te dirigieras a la Oficina del Pueblo Libio, en La Valetta. Si te conceden el visado sin dilación, significaría que tu visita ha sido anunciada ya.

—¿Crees que Kariagin pasará el informe a Trípoli? —preguntó Rowse.

—Sí, eso creo. En caso contrario, ¿para qué insinuarte que te dirigieras a esa ciudad? Por supuesto que sí, Mr. Kariagin ofrecerá a su amigo al-Mansur la oportunidad de ver quién eres, de corroborar con algo más de profundidad esa ridícula historia tuya. A la postre, nadie se traga ya ese cuento de tu búsqueda de datos para la novela. Ya has saltado el primer obstáculo. Esos chicos malos empiezan a creer realmente que no eres más que un renegado que trata de hacer un rápido y lucrativo negocio trabajando para alguna agrupación clandestina de lunáticos norteamericanos. Al-Mansur deseará saber muchas más cosas sobre el asunto, tenlo por seguro.

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