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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (59 page)

BOOK: El manipulador
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Poco después del mediodía, Rowse se asomaba a una de las ventanillas del avión y contemplaba la verde masa de los montes Troodos, cuando estos se iban alejando por debajo del ala. Pensó en Mónica, en Mahoney, que aún estaría encaramado en su taburete del bar, y también en al-Mansur, y se alegró de poder regresar a casa. Al menos, las verdes campiñas de Gloucestershire serían mucho más seguras que el horno de Levante.

CAPÍTULO V

Rowse aterrizó poco después del almuerzo, habiendo ganado tiempo al volar hacia el Oeste desde Chipre. McCready se le había adelantado una hora, aunque Rowse no lo sabía. Cuando salió del avión y penetró en el túnel de comunicación que lo conduciría hasta la terminal de pasajeros, vio a una azafata con uniforme de la «British Airways» agitando una tarjeta en la mano que llamaba a un tal «Mr. Rowse».

Rowse se identificó.

—Hay un mensaje para usted en el mostrador de información del aeropuerto, justo a la salida de Aduanas —le dijo.

Rowse le dio las gracias, intrigado, y se encaminó hacia el control de pasaportes. No había anunciado su llegada a Nikki, ya que deseaba darle una sorpresa. El mensaje rezaba:

Scott's. A las ocho p.m. Langostas por cuenta de la Firma.

Rowse lanzó una maldición. Eso significaba que no podría llegar a su casa hasta la mañana del día siguiente. Su coche seguía en el estacionamiento para los vehículos que se quedan por tiempo indefinido. No había dudas de que si no hubiese regresado de su viaje, la siempre eficiente Firma se hubiera encargado de recogerlo para devolvérselo a su viuda.

Tomó el autobús gratuito de enlace, retiró su automóvil del estacionamiento y alquiló una habitación en uno de los hoteles del aeropuerto. Tenía tiempo de darse un baño, dormir algo y cambiarse de ropa. Porque tenía intención de beber esa noche como un cosaco botellas y botellas de algún vino exquisito, siempre que el gasto corriese a cargo de la Firma. Razón esta que le inclinó a utilizar taxis, tanto a la ida como a la vuelta, para su desplazamiento al West End londinense.

Lo primero que hizo fue llamar a Nikki. Ésta se quedó anonadada, su voz fue una mezcla de consuelo y embeleso.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Sí, muy bien.

—¿Y ya ha acabado todo?

—Sí, mi recogida de datos ha terminado, sólo me faltan un par de detalles que podré buscar aquí, en Inglaterra. ¿Qué tal te ha ido todo?

—¡Oh, formidable! Ha sido fantástico. ¿A que no adivinas lo que ha ocurrido?

—Dame la sorpresa.

—Después de que te fuiste, vino un hombre. Me dijo que estaba amueblando un apartamento muy grande en Londres, propiedad de una compañía, y que buscaba alfombras y tapices. Nos compró un montón de alfombras, todas nuestras existencias. Pagó al contado. Dieciséis mil libras. Cariño, estamos a flote.

Rowse sujetó con fuerza el auricular y se quedó contemplando la imitación de un cuadro de Degas que colgaba de la pared.

—Y ese comprador, ¿de dónde era?

—¿Mr. Da Costa? De Portugal. ¿Por qué?

—¿Cabello negro, tez aceitunada?

—Sí, creo que sí.

«Árabe —pensó Rowse—. Libio.» Y eso significa que mientras Nikki estaba en el granero donde almacenaban el surtido de alfombras y tapices que vendían para procurarse unos ingresos extras, alguien se había introducido en la casa para colocar un micrófono en el teléfono. Desde luego, a Mr. al-Mansur no le gustaba dejar ningún cabo suelto.

—Bien —dijo Rowse cariñosamente—, en realidad no me importa de dónde fuera. Si pagó al contado, es un hombre maravilloso.

—¿Cuándo llegarás a casa? —preguntó Nikki, excitada.

—Mañana por la mañana. Estaré ahí a eso de las nueve.

A las ocho y diez, Rowse entró en el exquisito restaurante de Mount Street, cuya especialidad eran los platos de pescado, dijo su nombre al jefe de camareros y fue conducido hasta McCready, que había tomado asiento a una mesa situada en un rincón. A McCready le gustaban las mesas en los rincones. Ya que permitían a los dos comensales acomodarse de espaldas a la pared, manteniendo entre ellos un ángulo de noventa grados, mucho más cómodo para conversar que sentados uno al lado del otro, y desde donde podían contemplar lo que ocurría en el comedor del restaurante. «Nunca se te ocurra dar la espalda a los demás», le había dicho uno de sus agentes de entrenamiento hacía ya muchos años. Aquel hombre fue traicionado después por George Blake, y tuvo que sentarse «de frente» en una de las celdas de interrogatorios de la KGB. McCready se había pasado buena parte de su vida de espaldas a la pared.

Rowse encargó langosta y una botella de vino blanco. McCready también pidió langosta fría con mayonesa. Rowse esperó hasta que los dos hubieron apurado sus vasos de «Meursault» y el camarero encargado de servir los vinos se hubo retirado, entonces comentó a su compañero lo de la misteriosa compra de las alfombras. McCready siguió masticando el trozo de langosta que se había llevado a la boca, se lo tragó y dijo:

—¡Maldición! ¿Llamaste con frecuencia a Nikki desde Chipre? —preguntó luego.

Lo que quería decir en realidad: «antes de que yo interviniese el teléfono del hotel», pero no lo hizo. Tampoco necesitaba hacerlo.

—En modo alguno —contestó Rowse—. Mi primera llamada fue desde el «Post House Hotel», hace unas pocas horas.

—Bien. Bien y mal. Bien que no haya habido contratiempos imprevistos. Mal que al-Mansur tenga un brazo tan largo.

—Y ya que hablamos de eso —dijo Rowse—, en realidad, no puedo estar seguro, pero tengo la impresión de haber visto una moto por alguna parte. En el estacionamiento donde había dejado mi coche y luego frente al «Post House». No la vi desde el taxi que me trajo a Londres, pero el tráfico era muy denso.

—¡Maldita sea! —exclamó McCready, preocupado—. Me parece que tienes razón. Hay una pareja al final de la barra del bar que está mirando de reojo a través de un hueco entre la gente. Y no nos quitan la vista de encima. No te vuelvas, sigue comiendo.

—¿Hombre y mujer, jóvenes?

—Sí.

—¿Has reconocido a alguno de ellos?

—Me parece que sí. Al hombre, creo. Vuelve la cabeza y llama al camarero. Intenta verlos, sobre todo a él. De cabello lacio y bigote caído sobre el labio.

Rowse se volvió para hacer señas al camarero. La pareja se encontraba al final de la barra del bar, el cual se hallaba separado por un biombo del salón del comedor. Rowse había recibido un intensivo entrenamiento antiterrorista. Durante el mismo había tenido que estudiar centenares de álbumes de fotografías, no todas del IRA. Tras echar una rápida ojeada, volvió a su posición normal.

—Le he reconocido. Se trata de un abogado alemán. Un extremista radical. Defendía a los de la banda Baader-Meinhof, más tarde se convirtió en uno de ellos.

—¡Eso es! Wolfgang Reuter. ¿Y a la chica?

—No. Pero la facción del Ejército Rojo utiliza a muchos grupos.

—¿Más espías de Mr. al-Mansur?

—Me inclino más por la hipótesis de que tu gran amigo Mahoney los ha contratado. Existe una cooperación muy estrecha entre la facción y el IRA. Me temo que no podremos disfrutar de nuestra encantadora cena. Me han visto contigo. Si esto trasciende, la operación habrá terminado, y tú, también.

—¿No puedes ser acaso mi agente, o mi editor?

McCready denegó con la cabeza.

—No resultaría —contestó—. Si salgo por la puerta trasera, será todo cuanto necesitan. Si salgo por la puerta principal, como cualquier huésped normal, puedes tener la seguridad de que me harán más de una fotografía. Y en alguna parte de la Europa Oriental identificarán esos retratos. Sigue hablando con toda naturalidad, pero presta mucha atención a lo que voy a decirte. Esto es lo que quiero que hagas.

Mientras tomaban el café, Rowse llamó al camarero y le preguntó por el servicio de caballeros. Se encontraban donde McCready sospechaba que estarían. La propina que el camarero recibió por la atención fue mucho más que generosa… Fue casi ultrajante.

—¿Tan sólo por una llamada telefónica? Haré como usted diga, caballero.

La llamada a la Brigada Especial, una llamada de carácter personal a un amigo de McCready, se hizo mientras éste firmaba el recibo de su tarjeta de crédito. La chica había salido del restaurante nada más advertir que McCready pedía la cuenta.

Cuando Rowse y McCready salían por la iluminada entrada del restaurante, la muchacha se encontraba semioculta tras la esquina de una callejuela, junto a una tienda de pollos justo al otro lado de la calle. Enfocó su cámara al rostro de McCready y le hizo dos rápidas fotografías. No utilizaba
flash
, las luces de la entrada del restaurante eran más que suficientes. McCready advirtió sus movimientos, pero no se dio por enterado.

Rowse y McCready se encaminaron despacio hacia donde este último había dejado aparcado su «Jaguar». Reuter salió por la puerta principal del restaurante, cruzó la calle y se dirigió a donde tenía la moto. Cogió el casco, que colgaba del manillar, se lo puso y se bajó la visera. La chica salió de su escondite y se montó a horcajadas en la moto, detrás de Reuter.

—Ya tienen lo que querían —comentó McCready—. Quizá nos espíen aún durante un rato. Confiemos en que su curiosidad les haga seguirnos un poco más de tiempo.

El teléfono sonó en el automóvil de McCready. Éste contestó.

—Terroristas, armados probablemente… En el Battersea Park, cerca de la pagoda. —Colgó el teléfono y miró por el espejo retrovisor—. Doscientos metros más, y estarán con nosotros.

Aparte la tensión propia de esos momentos, el hecho de que se dirigieran en coche al recinto del Battersea Park resultaba insólito, ya que el parque, por regla general, se vaciaba y cerraba sus puertas al atardecer. Cuando se aproximaban a la pagoda, McCready echó una ojeada a todo lo largo y ancho del camino. Nada. Tampoco habría sorpresas, el parque había abierto de nuevo sus puertas tras la llamada que el camarero había hecho por encargo de Rowse.

—Entrenamiento de protección a diplomáticos. ¿Te acuerdas?

—Ya lo creo —contestó Rowse, mientras empuñaba el freno de mano.

—¡Vamos!

Rowse tiró con fuerza de la palanca del freno, mientras McCready imprimía un giro brusco al volante del «Jaguar». El coche patinó sobre el asfalto, entre aullidos de protesta de los neumáticos. En menos de dos segundos, el sedán había girado sobre sí mismo y enfilaba el morro en dirección contraria. McCready lo lanzó de frente, hacia el foco de luz de la moto que los iba persiguiendo. En los automóviles que se encontraban discretamente estacionados en las inmediaciones, todos sin ningún distintivo oficial, se encendieron en seguida las luces de los faros y sus motores se pusieron en marcha.

Reuter trató de esquivar el «Jaguar» que se le echaba encima y tuvo éxito en su intento. La potente «Honda» se salió de la calzada, cogió una curva cerrada y se dirigió hacia los terrenos del parque. El abogado alemán casi logró evitar el choque contra un banco de piedra, pero no lo consiguió del todo. Rowse, desde su asiento de pasajero junto al conductor, tuvo la fugaz visión de una moto que saltaba por los aires y dos personas que salían despedidas para ir a estrellarse contra el césped. Los otros automóviles se detuvieron y de ellos salieron tres hombres.

Reuter rodaba por los suelos, pero no se encontraba herido. Se sentó y buscó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—¡Policía! ¡Estamos armados! ¡Manos arriba! —gritó una voz a su lado.

Reuter volvió la cabeza y se encontró con el cañón de la pistola de reglamento «Webley» del treinta y ocho. En el rostro que lo contemplaba se dibujaba una sonrisa. Reuter también había visto la película
Harry el sucio
. Decidió no tentar al destino y alzó las manos. Un sargento de la Brigada Especial se había apostado a la espalda del terrorista alemán y le apuntaba directamente a la nuca, manteniendo su «Webley» empuñada con ambas manos. Un compañero metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta de cuero del motorista y sacó una «Walther» P.38
Parabellum
.

La chica estaba inconsciente. Un hombre de alta estatura, que llevaba una gabardina gris ligera, salió de uno de los coches y se dirigió hacia McCready.

—¿Qué has pescado, Sam?

—Facción del Ejército Rojo. Van armados. Son muy peligrosos.

—La chica no está armada —dijo Reuter, en un inglés muy claro—. Esto es un atropello.

El comandante de la Brigada Especial se sacó del bolsillo una pistola pequeña, se acercó a la joven, le puso la automática en la mano derecha y oprimió los dedos de la muchacha contra el arma, que metió en una bolsa de plástico.

—Ahora lo está —replicó en tono afable.

—¡Protesto! —exclamó Reuter—. Esto es una violación flagrante de nuestros derechos ciudadanos.

—¡Cuánta razón tiene! —replicó, sarcástico, el comandante—. ¿Qué más quieres, Sam?

—Me han hecho un par de fotos, y hasta es posible que sepan mi nombre. Para colmo, me han visto con él —dijo McCready, señalando con la cabeza hacia Rowse—. Si esto llega a saberse, no podremos impedir que haya algunas matanzas en las calles de Londres. Quiero que los pongáis a buen recaudo, incomunicados. Que no dejen rastro, sin despertar sospechas. Seguro que después de este accidente han tenido que quedar muy mal heridos. ¿Un hospital de alta seguridad?

—No me extrañaría nada que necesitasen un buen pabellón de aislamiento. ¿Qué te parece si los pobres angelitos se mantienen en estado de coma, sin ningún documento encima, y necesito un par de semanas para identificarlos?

—Me llamo Wolfgang Reuter —dijo el alemán—. Soy abogado, ejerzo en la ciudad de Francfort y exijo ver de inmediato a mi embajador.

—Resulta divertido lo estúpido que puedes volverte a tus años —repuso el comandante con aire apenado—. ¡Al coche con los granujas! Tan pronto como yo pueda identificarlos, los pondré a disposición judicial, por supuesto. Pero eso puede tardar bastante tiempo. Mantenme informado, Sam.

Por regla general, incluso un individuo armado al que se haya podido identificar como perteneciente a una banda terrorista, cuando es arrestado en Gran Bretaña, no puede ser mantenido incomunicado por más de siete días, sin que dentro de ese plazo sea llevado a comparecer ante un juez, tal como se estipula en la Ley para la Prevención del Terrorismo. Pero, a veces, todas las leyes tienen sus excepciones, aun en las democracias.

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