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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (54 page)

BOOK: El manipulador
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Las tinieblas ya se habían extendido por el valle cuando avisaron a McCready y le dieron las instrucciones oportunas para que se reuniera con ellos en su escondrijo al otro lado de la montaña. De acuerdo con las indicaciones, Marks condujo el coche hasta las afueras de Pedhoulas y bajó dos senderos de montaña hasta que se encontraron con Danny, que les esperaba al borde de un camino.

McCready se bajó del automóvil y siguió a Danny bordeando la montaña hasta que desaparecieron entre los cerezos y alcanzaron la cabaña sin ser vistos desde el otro lado del valle. Bill pasó a McCready sus prismáticos de visión nocturna con intensificación de imagen.

En la terraza del comedor se habían encendido las luces, un círculo de bombillas de colores se extendía sobre el perímetro de la zona del comedor, con candelabros en cada una de las mesas.

—Para mañana necesitaremos ropas de campesinos chipriotas, jefe —murmuró Danny—. No podremos andar mucho tiempo por la ladera de esta montaña vestidos de esta manera.

McCready tomó nota mental de que debería enviar a Marks por la mañana a alguna aldea situada a bastantes kilómetros de allí para que comprara esos estilos de batas cortas de lona y de pantalones que llevaban los campesinos que había visto durante el viaje, tumbados a la sombra de algún árbol al borde del camino. Con algo de suerte, nadie iría a molestarles a la cabaña; en mayo era demasiado tarde para fumigar los capullos, y muy pronto para la recolección. La cabaña estaba abandonada, con el techo semiderruido. El polvo reinaba por doquier y, apoyados contra las paredes, se veían unos cuantos azadones y un par de picos mohosos con los mangos rotos. Para los sargentos de la SAS, que habían permanecido durante semanas enteras, calados hasta los huesos, en las abruptas faldas de las montañas de Ulster, la cabaña era como un hotel de cuatro estrellas.

—¡Mi madre, vaya bombón! —murmuró Bill, que se había puesto a mirar de nuevo con los prismáticos. Entonces se los pasó a McCready.

Una joven había salido a la terraza. Un radiante camarero la acompañó hasta una mesa. Llevaba un sencillo pero elegante vestido blanco, que hacía resaltar el dorado bronceado de su piel. Los rubios cabellos le caían sobre los hombros. La joven tomó asiento y, al parecer, encargó una bebida.

—¡Concentraos en vuestro trabajo! —refunfuñó McCready—. ¿Dónde está Rowse?

El sargento hizo una mueca de dolor.

—¡Ay, sí, Rowse! En la primera fila de ventanas por encima de la terraza. La tercera, por la derecha.

McCready se llevó los prismáticos a los ojos. Todas las cortinas estaban descorridas. En algunas ventanas había luz. McCready divisó la figura de un hombre, desnudo y con una toalla atada a la cintura, en el momento en que salía del cuarto de baño y se movía por la habitación. Era Rowse. Hasta ese momento las cosas marchaban bien. Pero aún no se había presentado ningún terrorista libio. Otros dos comensales salieron a sentarse a la terraza para cenar: un grosero hombre de negocios levantino, que llevaba relucientes anillos en los dedos de ambas manos, y un hombre ya mayor, que ocupó una mesa, solo, en un rincón de la terraza y se puso a estudiar con detenimiento la minuta. McCready suspiró. Su vida se había convertido en una penosa sucesión de esperas y ya estaba harto de ello. Se apartó los prismáticos del rostro y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Las siete y cuarto. Aún permanecería allí dos horas más antes de regresar con Marks a la aldea para cenar. Los sargentos se encargarían de la vigilancia durante toda la noche. Eso era lo que hacían mejor, aparte las acciones que requiriesen la violencia física.

Rowse se puso el reloj de pulsera y comprobó la hora. Las siete y veinte. Salió de su habitación, cuya puerta cerró con llave, y bajó a la terraza para tomar una copa antes de cenar. El sol se había ocultado ya detrás de las montañas, dejando la cuenca del valle en la penumbra, mientras que las siluetas de las montañas se destacaban recortadas contra la brillante luz de fondo. En la costa, la ciudad de Pafos disfrutaría aún con otra hora más de sol en esa calurosa tarde primaveral.

Había tres personas en la terraza: un hombre gordo de aspecto mediterráneo, el viejo sujeto de inverosímiles cabellos negros y la joven. Ésta, sentada de espaldas a la puerta de la terraza, contemplaba el valle que se extendía a sus pies. Cuando Rowse entró, un camarero se acercó a él. Rowse le hizo una seña, indicándole que deseaba la mesa contigua a la de la mujer, junto a la barandilla de la terraza. El camarero le sonrió con picardía y se apresuró a cumplir sus deseos. Rowse pidió una copa de
ouzo
y una jarra con agua de manantial de la localidad.

Mientras tomaba asiento, volvió la cabeza para mirar hacia la mesa de al lado. Entonces hizo un gesto de saludo.

—Buenas noches —murmuró.

La joven correspondió al saludo con una inclinación de cabeza y siguió contemplando el panorama del valle que se iba sumergiendo en la penumbra. El camarero le sirvió el
ouzo
. Rowse también miró hacia el valle.

—¿Puedo proponerle un brindis? —preguntó al cabo de rato.

La joven se mostró sorprendida.

—¿Un brindis?

Con la copa, Rowse señaló la silueta de las montañas que los rodeaban como centinelas protegidos por las sombras, y la destellante franja anaranjada que el sol dibujaba tras ellas.

—Por la tranquilidad…, y por esa espectacular belleza.

La joven esbozó una sonrisa.

—Por la tranquilidad —repitió ella y bebió un sorbo de su vino blanco.

El camarero se acercó con las minutas. En mesas separadas, ambos se dedicaron a estudiar atentamente el menú. La joven pidió trucha de montaña.

—No puedo mejorar eso. Lo mismo para mí, por favor —ordenó Rowse.

El camarero se retiró.

—¿Va a cenar sola? —preguntó Rowse con amabilidad.

—Sí —respondió la joven, con voz dulce.

—También yo —replicó Rowse—. Y eso me entristece, porque soy un hombre temeroso de Dios.

Ella frunció el entrecejo con expresión de asombro.

—¿Qué tiene Dios que ver con esto?

Rowse advirtió que no tenía acento británico. Había cierto sonido nasal en él. ¿Acaso estadounidense? Él señaló más allá de la terraza.

—La vista, la paz, las montañas, el sol que se oculta dando paso a la noche… Dios ha creado todo eso, pero seguro que no lo hizo para que uno cenase solo.

La mujer se echó a reír. Un destello de blancos dientes en su rostro bronceado por el sol. «Procura hacerlas reír —le había dicho su padre—, les gusta que alguien las haga reír.»

—¿Puedo sentarme a su mesa? ¿Sólo para cenar?

—¿Por qué no? Sólo para cenar.

Rowse cogió su copa y fue a sentarse frente a ella.

—Tom Rowse —se presentó a sí mismo.

—Mónica Browne —respondió la joven.

Comenzaron a hablar de cosas insustanciales, como es habitual. Luego, Rowse le explicó que era un escritor de novelas con moderado éxito y que se encontraba allí en busca de datos para el libro que pensaba escribir en el que aparecerían algunos aspectos políticos de esa zona de Levante y de Oriente Medio. Había decidido terminar su gira por el Mediterráneo Oriental con un breve descanso en ese hotel, que un amigo le había recomendado por su comida y su tranquilidad.

—¿Y usted? —preguntó Rowse.

—Nada tan emocionante. Crío caballos. He estado en esta zona adquiriendo tres sementales purasangre. Lleva bastante tiempo conseguir los papeles de embarque; así que, bien… —prosiguió la mujer, encogiéndose de hombros—, ahora me dedico a esperar. Me pareció que sería más agradable hacerlo en este lugar que consumirme de impaciencia en los muelles.

—¿Sementales?, ¿en Chipre? —preguntó Rowse.

—No, en Siria. La feria anual de Hama. Caballos árabes. Los más puros. ¿Sabía que todas las razas de caballos que hay en Gran Bretaña descienden en última instancia de tres caballos árabes?

—¿De tres precisamente? Pues no, no lo sabía.

La mujer estaba entusiasmada con sus caballos. Rowse pudo enterarse de que era la esposa de un comandante retirado del Ejército, Erich Browne, un hombre mayor que ella, y tenían una granja en Ashford, que llevaban entre los dos, en la que se dedicaban a la cría de caballos. Ella era oriunda de Kentucky, donde había adquirido sus conocimientos sobre la cría de caballos y las razas equinas. Rowse conocía Ashford muy vagamente; una pequeña ciudad del Condado de Kent, junto a la carretera que comunica Londres con Dover.

El camarero les sirvió las truchas, deliciosamente asadas a la parrilla sobre brasas de carbón vegetal, acompañadas con vino blanco, del valle de Marathassa. Dentro del hotel, al otro lado de las puertas que daban al patio anterior a la terraza, un grupo de tres hombres se dirigió al bar.

—¿Cuánto tiempo tendrá que esperar aún? —preguntó Rowse—. ¿Por los sementales?

—Algunos días más, espero. Estoy preocupada por ellos. Tendría que haberme quedado en Siria con ellos. Son terriblemente fogosos. Se ponen muy nerviosos con el transporte. Pero el agente que tengo aquí encargado de su transporte es muy bueno. Me telefoneará cuando lleguen, entonces me encargaré personalmente de su embarque.

Los hombres que estaban en el bar ya se habían terminado su whisky y habían salido a la terraza para sentarse a una de las mesas. Rowse logró captar algo de su acento. Con mano firme se llevó a la boca el tenedor con un trozo de trucha.

—Pide al camarero que nos sirva una ronda de lo mismo —dijo uno de los hombres.

Al otro lado del valle, Danny susurró:

—Jefe.

McCready se puso de cuclillas y acercó el rostro al pequeño agujero que los sargentos habían hecho en la pared. Danny le pasó los prismáticos y se echó a un lado. McCready ajustó el foco y emitió un largo suspiro de alivio.

—¡Bingo! —exclamó, y apartó los prismáticos—. No los perdáis de vista, regresaré con Marks para vigilar la fachada del hotel. Bill, acompáñame.

Reinaba tal oscuridad en esa parte de la montaña, que pudieron regresar tranquilamente al sitio donde Marks les estaba esperando con el automóvil, sin correr el riesgo de ser vistos desde el otro lado del valle.

En la terraza, Rowse fijó su atención exclusivamente en Mónica Browne. Una sola mirada de reojo le había bastado para enterarse de todo cuanto necesitaba saber. A dos de los irlandeses jamás los había visto. El tercero, y claro cabecilla del grupo, era Kevin Mahoney.

Rowse y Mónica Browne renunciaron a los postres y pidieron café. Junto con éste les fueron servidos unos dulces de aspecto empalagoso. Mónica denegó con la cabeza.

—Eso no es bueno para la figura —dijo—, en realidad, no es bueno para nada.

—Y la suya no se vería perjudicada en modo alguno, porque es asombrosa —apuntó Rowse.

Ella rió como quitando importancia al cumplido, pero lo hizo con satisfacción. Entonces se inclinó hacia delante. A la luz de las velas, Rowse advirtió un breve pero excitante destello en la hondonada entre sus turgentes senos.

—¿Conoce a esos hombres? —preguntó la joven con seriedad.

—No los he visto en mi vida —contestó Rowse.

—Pues uno de ellos no le quita la vista de encima.

Rowse no quería volver la cabeza para mirarlos. Sin embargo, después de esa observación hubiera resultado muy sospechoso no hacerlo. Por el rabillo del ojo vio el rostro de tez morena y de agraciados rasgos de Kevin Mahoney, con la mirada puesta en él. Cuando Rowse volvió la cabeza, Mahoney no se molestó en mover los ojos en otra dirección. Sus miradas se encontraron. Rowse conocía muy bien aquélla, reflejando la extrañeza y el desasosiego de alguien que cree haber visto antes a una persona en alguna parte, pero que no puede situarla. Rowse volvió a su primitiva posición.

—No. Son unos completos extraños para mí.

—Pues en ese caso son unos extraños muy maleducados.

—¿Qué acento tienen? —preguntó Rowse.

—Irlandés —contestó la joven—. De Irlanda del Norte.

—¿Dónde aprendió a distinguir los acentos irlandeses? —se interesó Rowse.

—Criando caballos, por supuesto. Tom, ha sido una velada encantadora, pero si me disculpa, voy a retirarme.

La mujer se levantó. Rowse hizo otro tanto.

—Coincido con usted —dijo Rowse— en que ha sido una maravillosa velada. Espero que tengamos la oportunidad de volver a cenar juntos.

Rowse se quedó esperando a que ella le hiciese algún gesto indicándole que podía acompañarla, pero no lo hizo. Era una mujer de unos treinta años, segura de sí misma y nada estúpida. Si hubiese querido, ella se hubiera encargado de hacerle alguna insinuación. Pero al no ser así, tratar de forzar las cosas hubiera sido tonto. La joven le dirigió una radiante sonrisa y abandonó la terraza. Rowse encargó otro café, dio de nuevo la espalda al trío de irlandeses para contemplar las oscuras montañas. Al poco rato escuchó a los hombres regresar al bar, y a sus whiskies.

—Ya le dije que era un lugar encantador —dijo una voz profunda y educada a su espalda.

Hakim al-Mansur, vestido con la elegancia de costumbre, tomó asiento en la silla de enfrente e hizo una seña al camarero para que le sirviera un café. Al otro lado del valle, Danny dejó los prismáticos en el suelo y llamó con toda urgencia por su radio transmisor. En el «Orion» que estaba aparcado en la calle frente a la entrada principal del «Apolonia», McCready recibió el mensaje. No había visto entrar al libio en el hotel, pero éste podría estar allí desde hacía horas.

—Mantenme informado —pidió a Danny.

—Eso fue lo que dijo, en efecto, Mr. Aziz —asintió Rowse con calma—. Y lo es, sin lugar a dudas. Pero, si usted quería hablarme, ¿por qué me expulsó de Libia?

—¡Oh, por favor!, no fue expulsado, sólo no admitido —se defendió al-Mansur—. Pues bien, el motivo ha sido que deseaba charlar con usted en completa intimidad. Incluso en mi patria existen formalidades, informes que redactar, curiosidad de los superiores que satisfacer… Y en este lugar no hay más que paz y tranquilidad.

«Y grandes facilidades —pensó Rowse—, para liquidar a alguien con toda tranquilidad y dejar a las autoridades chipriotas con el cadáver de un ciudadano británico.»

—Pues bien —dijo Rowse—, tengo que darle las gracias por su cortesía al ayudarme en mis pesquisas.

Hakim al-Mansur esbozó una ligera sonrisa.

—Me parece que ha llegado el momento de que se acaben sus chiquilladas, Mr. Rowse. Fíjese bien: antes de que ciertas… bestias… lo liberasen de sus sufrimientos, su difunto amigo, Mr. Kleist, se mostró en extremo comunicativo.

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