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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (25 page)

BOOK: El manipulador
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El coronel Arbuthnot no era un hombre al que costase trabajo distinguir desde lejos, ya que le faltaba el brazo izquierdo. Lo había perdido años atrás cuando estaba patrullando junto con sus hombres en aquella extraña y ya casi olvidada guerra que se desarrolló en los montes de Dhofar, una campaña que fue librada por las fuerzas especiales británicas y el ejército reclutado por Omán para impedir que una revolución comunista derrocara al sultán de Omán y se hiciese con el control del estrecho de Ormuz. El sentimentalismo de un tribunal militar le había permitido seguir en el Ejército, y ahora era el encargado de Intendencia en la residencia de oficiales de Tidworth. Para mantenerse en forma, el coronel salía a correr todas las mañanas por la carretera de Tidworth y hacía unos ocho kilómetros antes de regresar. Era, por lo tanto, una figura harto habitual con su chándal blanco, la capucha por la cabeza y sujeta con un cordón azul y la manga izquierda prendida al costado de la chaqueta. Era la segunda mañana que el comandante Kuchenko lo vigilaba con suma atención.

El segundo día de maniobras transcurrió sin que se produjera incidente alguno, y, finalmente, los oficiales de ambas nacionalidades coincidieron por mayoría absoluta en la apreciación de que los árbitros habían hecho un buen trabajo al otorgar la victoria técnica a los verdes, los cuales acabaron por desalojar a los azules de las posiciones que éstos ocupaban en la Colina de las Ranas y protegieron el Refugio del Zorro de un contraataque. La tercera cena fue muy animada. Hubo gran variedad de canapés, después una interpretación muy aplaudida de
Malinka
a cargo del joven capitán del Estado Mayor conjunto, que no era un espía, pero tenía una preciosa voz de barítono. El grupo ruso se reuniría a las nueve de la mañana del día siguiente en el vestíbulo principal, después del desayuno, para coger el autobús que les conduciría hasta Heathrow. El autocar llegaría de Londres con dos miembros de la Embajada soviética, que los acompañarían hasta que hubiesen pasado por el control de pasaportes del aeropuerto. Mientras el joven capitán cantaba
Malinka
, nadie advirtió que alguien se deslizaba dentro de la habitación del coronel Arbuthnot, cuya puerta no estaba cerrada con llave, en la que permaneció unos sesenta segundos para salir después con el mismo sigilo con el que había entrado e ir a reunirse luego con el grupo de oficiales en el bar, haciendo ver que volvía de los lavabos.

A la mañana siguiente, cuando todavía faltaban diez minutos para las seis, una figura vestida con un chándal blanco, la capucha puesta y atada al cuello con un cordón azul, y la manga izquierda prendida a un costado de la chaqueta, bajó los escalones de entrada de la residencia de oficiales y se dirigió corriendo hacia la puerta principal del cuartel de Tidworth. La figura fue divisada por un vigilante que estaba apostado detrás del cristal de la ventana de una de las habitaciones superiores de otro edificio situado a unos doscientos metros. El hombre apuntó algo en una libreta, pero no emprendió acción alguna.

En la puerta de entrada al cuartel, el cabo de guardia salió de la garita, se cuadró y dirigió un saludo militar a la figura que se agachaba para pasar por debajo de la barra. El corredor, al no llevar gorra con visera, no podía devolver el saludo; pero levantó la mano derecha en señal de saludo, enfiló a continuación por la dirección habitual y salió corriendo hacia Tidworth.

A las seis y diez, el cabo levantó la cabeza, se quedó mirando fijamente y luego se volvió hacia su sargento.

—Acabo de ver pasar al coronel Arbuthnot —dijo.

—¿Y qué? —preguntó el sargento.

—Que es la segunda vez —replicó el cabo.

El sargento estaba cansado. Los dos serían relevados en veinte minutos. El desayuno les estaría esperando. El sargento se encogió de hombros.

—Habrá olvidado algo —comentó.

Después, durante las sesiones del consejo disciplinario, el sargento lamentaría haber hecho ese comentario.

El comandante Kuchenko recorrió unos dos kilómetros y fue a ocultarse detrás de unos árboles situados a un lado de la carretera, donde se quitó el chándal que había robado y lo escondió bien entre la maleza. Cuando volvió a la carretera llevaba holgados pantalones grises de franela, chaqueta de lana, camisa blanca y corbata. Sólo sus zapatillas deportivas desentonaban con su nueva indumentaria. Suponía, aun cuando no podía estar seguro de ello, que el coronel Arbuthnot vendría corriendo por la carretera un kilómetro y medio más allá, después de haber perdido diez preciosos minutos buscando su chándal habitual, hasta que llegase a la conclusión de que su ordenanza debía de habérselo llevado a la lavandería y no habría ido a recogerlo todavía. El coronel llevaba sus ropas de repuesto y no se había dado cuenta de que también le faltaba en el armario una camisa, una corbata, una chaqueta y unos pantalones.

Kuchenko podría haberse mantenido delante del coronel británico, conservando una prudente distancia hasta que Arbuthnot decidiese dar media vuelta y emprender el camino de regreso; pero, de todos modos, vino a salir de ese dilema gracias a un automóvil que rodaba detrás de él y que se detuvo a su lado. Kuchenko se inclinó y se asomó por la ventanilla del lado del conductor.

—Siento mucho molestarle —dijo—, pero mi coche se ha averiado. Algo atrás. Me estaba preguntando si había algún taller en North Tidworth donde pudiesen ayudarme.

—Es un poco temprano —le contestó el conductor—, pero puedo llevarle hasta allí. Suba.

El comandante de los paracaidistas se hubiese quedado muy sorprendido por el súbito dominio del inglés del que hacía gala Kuchenko. No obstante, aún se notaba el acento extranjero.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —preguntó el conductor cuando estaban hablando.

Kuchenko se echó a reír.

—No. Soy noruego. He venido a ver las catedrales británicas.

El amable conductor dejó a Kuchenko en el centro de la adormilada ciudad de North Tidworth cuando faltaban diez minutos para las siete. El conductor prosiguió su viaje en dirección a Marlborough. Jamás tuvo motivo alguno para mencionar aquel incidente, y tampoco nadie le preguntaría nunca por él.

En el centro de la ciudad, Kuchenko encontró una cabina telefónica y cuando sólo faltaba un minuto para las siete, marcó un número telefónico de Londres, tras haber metido una moneda de cincuenta peniques para hacer la llamada. Después del decimoquinto timbrazo, le contestaron.

—Quisiera hablar con Mr. Roth; con Mr. Joe Roth —dijo Kuchenko.

—Pues está hablando con Joe Roth —dijo la voz al otro extremo de la línea.

—¡Qué lástima! —replicó Kuchenko—. Fíjese, en realidad me hubiese gustado hablar con Chris Hayes.

En el pequeño pero elegante apartamento del barrio londinense de Mayfair, Joe Roth se puso rígido, y todas sus antenas profesionales entraron en estado de máxima alerta. Se había despertado hacía tan sólo veinte minutos, todavía estaba en pijama, sin afeitar, con el agua caliente cayendo en la bañera y preparándose el primer café del día. Había salido de la cocina y cruzaba la sala de estar, con un vaso de zumo en una mano y una taza de café en la otra, cuando sonó el teléfono. Era muy temprano todavía, incluso para él, y eso que no era hombre al que le gustase despertarse tarde, pese a que su cargo de asistente de Asuntos Públicos en la Embajada de Estados Unidos, que estaba a cuatrocientos metros de distancia, en la plaza de Grosvenor, no exigía de él que hiciese acto de presencia hasta las diez de la mañana.

Joe Roth era miembro de la CÍA, pero no era el director de la Compañía en la central de Londres. Ese honor correspondía a William Carver, y éste se encontraba en la sede de la División para el hemisferio occidental, tal como correspondía al director de una Central de Inteligencia en país amigo. Y como tal, Carver estaba «declarado», lo que significaba que cualquiera podía saber quién era y qué trabajo realizaba. Carver se encontraría,
ex officio
, en la sede del Comité de Inteligencia Conjunto Británico, que es como se llama la representación oficial de la Compañía en Londres.

Roth provenía de la Oficina de Proyectos Especiales, un departamento que se había creado tan sólo hacía seis años con el fin de llevar a cabo, tal como su nombre indicaba, ciertos proyectos y algunas medidas activas que en Langley consideraban lo bastante delicados como para que fuese necesario preservar la facultad del director de la Central de poder proclamar su inocencia, incluso ante los aliados de Estados Unidos.

Todos los agentes de la CÍA, con independencia del Departamento al que pertenezcan, tienen un nombre real y otro operacional o profesional. El nombre real lo es, en efecto, cuando se trata de Embajadas en países amigos; así que Joe Roth era realmente Joe Roth, y como tal estaba inscrito en la lista del cuerpo diplomático. Pero al contrario de Carver, Joe Roth era un agente «no declarado», excepto para un minúsculo comité compuesto por tres o cuatro agentes británicos del Servicio Secreto de Inteligencia. Así que su nombre profesional era conocido sólo por ese reducido grupo de personas, a las que habría que añadir a algunos de sus compañeros que operaban en Estados Unidos. El hecho de que le espetasen ese nombre por teléfono a las siete de la mañana, y que lo hiciese una voz con un acento extranjero, era como un timbre de alarma.

—Lo siento —replicó, prudente—, pero está hablando con Joe Roth. ¿Quién es usted?

—Escúcheme con atención, Mr. Roth o Mr. Hayes. Me llamo Piotr Alexándrovich Orlov. Soy coronel de la KGB…

—Escuche, si se trata de una broma…

—Mr. Roth, el hecho de que me dirija a usted por su nombre operativo no puede significar para usted ninguna broma. Y mi deserción y mi huida a Estados Unidos no supone ninguna broma para mí. Y eso es precisamente lo que le estoy ofreciendo. Quiero irme a América… de inmediato. Dentro de muy poco me será imposible regresar junto a los de mi bando. No me aceptarían excusa alguna. Poseo gran cantidad de información muy valiosa para su Agencia, Mr. Roth. Tiene que tomar su decisión rápidamente, pues, de lo contrario, volveré mientras todavía estoy a tiempo…

Roth había garabateado a toda prisa el nombre en una libreta de apuntes que había cogido de la mesita del café en la sala de estar. En la libreta tenía anotados todavía los tantos de la partida de póquer que había estado jugando hasta altas horas de la noche con Sam McCready. Al acordarse de su amigo, pensó: «Dios mío, si Sam estuviese oyendo esto ahora, se pondría fuera de sí.» Roth interrumpió al ruso:

—¿Dónde se encuentra ahora exactamente, coronel?

—Dentro de una cabina telefónica en una pequeña ciudad situada cerca de la meseta de Salisbury —contestó la voz.

Desde un punto de vista gramatical, el inglés de aquella persona era casi perfecto. Tan sólo el acento resultaba claramente extranjero. Roth había sido entrenado para distinguir dejes dialectales, y localizarlos. Ese acento era eslavo, ruso probablemente. Todavía seguía pensando que esa llamada podía ser una de las endiabladas bromas de McCready y que, de repente, escucharía por el auricular una explosión de alegres carcajadas. Pero, por desgracia, no era el uno de abril, el día que los ingleses dedican a gastarse inocentadas los unos a los otros. Era el tres.

—Durante tres días —dijo la voz— he estado con un grupo de oficiales soviéticos presenciando unas maniobras del Ejército británico en la meseta de Salisbury, alojado en el cuartel de Tidworth. Allí me hice pasar por el comandante Pavel Kuchenko, del GRU. He salido a dar un paseo hace sesenta minutos. Si no estoy de vuelta dentro de una hora, ya no podré regresar. Para volver necesitaré una media hora. Así que tiene treinta minutos para hacerme saber su decisión, Mr. Roth.

—Está bien, coronel. Trataré de solucionar el asunto lo antes posible. Le ruego que me llame dentro de quince minutos. Tendrá la línea libre. Y también su respuesta.

—Quince minutos entonces. Y si no se decide, regresaré al cuartel —dijo la voz, antes de cortar la comunicación.

A Roth la cabeza le daba vueltas. Tenía treinta y nueve años y llevaba doce en la Agencia. Nunca le había ocurrido algo así. Pero también era verdad que había muchos que se pasaban toda una vida de trabajo en la Agencia y jamás llegaban a oler siquiera a un desertor de la Unión Soviética. Sabía que, en casi todos los casos, la gente se pasaba al otro bando después de haber realizado primero algunas tentativas de aproximación. Las deserciones solían producirse después de que el desertor se hubiera pasado un largo período de tiempo dándole vueltas al asunto y una vez que hubiese hecho ciertos preparativos. Se enviaban mensajes a los hombres conocidos de la Agencia en la zona. Se quería un encuentro previo, se deseaban discutir las condiciones. Por regla general se pedía al desertor en potencia que permaneciera en su puesto y que pasara un montón de información antes de dar el salto final al otro lado. Si el desertor se negaba a ello se le urgía para que acudiera con una gran cantidad de documentos al menos. El volumen total de lo que podía enviar antes de pasarse o de lo que podía llevarse consigo afectaría a su
statu quo
, sus pretensiones, su estilo de vida… Dentro del oficio, eso era lo que se llamaba el «precio de la novia».

A veces, sólo a veces, podía presentarse lo que se denominaba un «caminante». El desertor se presentaba por las buenas, tras haber quemado sus naves, incapaz ya de volver. Esto dejaba un escaso margen de elección, o bien se aceptaba al hombre tal como era o se le internaba en un campamento para refugiados. Esto último se hacía sólo en muy contadas ocasiones, ni siquiera en aquellos casos de desertores más bien inservibles y de muy escaso valor, como alguien de la Marina mercante o algún miembro de base del Partido sin nada que ofrecer. Por regla general se recurría a esa medida extrema sólo si las pruebas realizadas con el detector de mentiras sobre las causas de la deserción demostraban que el hombre era un agente de desinformación. Estados Unidos rehusaría aceptarlo. Y lo normal, cuando esto ocurría, era que los rusos hiciesen de tripas corazón, fuesen a buscar a su hombre al campo de refugiados y se lo llevasen de vuelta a casa.

Roth recordaba que, en cierta ocasión, la KGB había logrado descubrir cuál era el campo de refugiados al que habían enviado a un desertor y lo había liquidado. Porque el hombre no había salido bien en las pruebas del detector de mentiras pese a que había dicho la verdad. El aparato había interpretado su nerviosismo como mentiras. Tuvo mala suerte. Claro está que aquello había ocurrido hacía muchos años. Los detectores de mentiras habían mejorado desde entonces.

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